Indielisboa 2020 (2/2): Notas de un festival relajado
Comentábamos ya en nuestra anterior crónica del Indielisboa que fue un verdadero placer poder acudir a un festival en el que el cine ocurrió en la gran pantalla. Por muy práctico que sea ver filmes desde la comodidad de nuestro sofá; caminar por la ciudad, encontrarse con antiguos colegas y conocer a otros nuevos, estar en la intimidad de una sala bien acompañado, pero al mismo tiempo, tú solo con el filme que se proyecta ante ti, eso no tiene precio. La relación que se establece con el cine no es la misma que ante la pantalla de un ordenador, experiencia que me parece, como digo a menudo, un simulacro. Disculpad las plataformas, pero la reproducción de un Picasso no es lo mismo que la contemplación del real.
El Indielisboa se hizo con esa convicción, y como militamos en el mismo partido, pues encantados estamos en esta compañía. la COVID-19 obligó, claro, a extremar las medidas de seguridad, por lo que el certamen tuvo un ritmo este año muy tranquilo. Nada de fiestas ni reuniones multitudinarias, encuentros industriales presenciales cancelados y un espaciado entre sesiones para la correcta desinfección de las salas que impedía apuntarse a esas jornadas maratonianas que servidor hacía en festivales como Sitges (¡hasta 7 filmes diarios!) cuando le crecía menos la barba y no le importaba correr entre salas. El Indie tuvo un ritmo 2020. Si algo nos ha enseñado este virus es a tomarnos las cosas con más calma y a tener un punto de aceptación ante la naturaleza mutante de nuestra realidad del que parecíamos no ser conscientes en el frenesí de la vieja normalidad. Filosofías baratas aparte, lo que quiero decir es que era imposible ver más de dos o tres filmes diarios en el festival tal como estaba configurado el calendario. Esto provoca una visión muy parcial de un festival amplio y diverso, pero vamos allá. Esta es nuestra experiencia personal en las salas del Indieslisboa 2020 en lo que a cine internacional se refiere.
Elecciones muy hispanas
Con un calendario personal muy iberoamericano, comenzamos con un plato fuerte, uno de los filmes con polémica de esta pasada Berlinale. Se dice que es de esos que amas u odias. Me refiero a Los conductos (Camilo Restrepo, 2020). La filmografía del de Medellín se ha caracterizado por una experimentación estética que, bebiendo de fuentes del cine moderno como Robert Bresson o contemporáneos que están en esa estirpe como Pedro Costa, no renuncia a innovar con una aproximación rupturista y una actitud que siempre me ha parecido muy punk. Es la versión underground y sucia de esta tradición. Además, siempre lo ha hecho con un respeto por las personas a las que filma muy encomiable. En progresión ascendente con cada nuevo corto que entregaba, todo hacía intuir que su ópera prima iba a ser algo grande. Pues bien, no existe más que la carcasa de todo lo que se acaba de definir en Los conductos. Con una historia un tanto confusa sacada de sucesos, la cinta se centra en Pinky, un joven que malvive en la calle tras problemas con la droga y andar metido en una secta con un padre que es malo malísimo, casi que uno de los jinetes del Apocalipsis. Abocado a la delincuencia y a sobrevivir con pequeños trabajos clandestinos, parece que ese padre (Estado) no deja de perseguirlo y ahogarlo, atenazando su futuro. La alegoría cobra una magnitud tan grandilocuente y pueril que cuesta tomársela en serio. Con una forma de filmar que se antoja puro esteticismo –sí, están las penumbras de Costa o el gusto por los planos detalle de Bresson, pero esta forma no apoya a contenido ninguno, está hueca–, el filme acaba por convertirse en un episódico relato que vaga sin rumbo y con un ritmo tan trepidante como histriónico. Hay algo de una huida hacia adelante a lo Jorodowsky en esta actitud, pero lo que me parece más molesto es que tengo la impresión de que Restrepo esté usando a Pinky y sus colegas para un juego intelectual burgués que no lleva a ninguna parte. Más allá de planos bonitos, me cuesta encontrar otros elementos de destaque en Los conductos, algo que me duele escribir por la admiración que profeso artística y personalmente por el cineasta.
El cine argentino brilló con dos propuestas que muestran la coherencia en la trayectoria de sus cineastas. Jonathan Perel me dejó sorprendido con la que sin duda es su obra maestra, Toponimia (2015), en la que rescataba la memoria de una serie de pueblos tucumanos fundados por el régimen militar de los setenta con una precisión en el registro de categoría matemática. Comprometido con una forma sólida, Responsabilidad empresarial (2020) es igual de rigurosa en su aproximación, aunque la propia naturaleza del proyecto convierta la filmación en algo menos elegante y excelso, pero igual de efectivo. Queriendo destacar esta vez la complicidad de las grandes empresas de Argentina con la dictadura militar, toma un informe hecho público recientemente y se limita a dar una serie de datos sobre los apoyos económicos de las mismas a los represores, extractando siempre las palabras de este texto oficial. En la imagen, planos estáticos y podríamos decir que robados y clandestinos de las fábricas referenciadas, quizás ahora rebautizadas con otro nombre, caso en el que se indica este hecho. Todos están filmados desde un coche a media distancia, como si Perel estuviese efectuando una tarea de espía. Así, esta nueva cinta es una nueva página en ese gran libro de la memoria histórica de Argentina en que se está convirtiendo la sólida filmografía de Perel.
En las antípodas estéticas de este cine es donde encontramos a un cineasta que fue muy político en sus inicios, mirando también hacia atrás, pero que en los últimos años anda centrado en ejercicios dramatúrgicos, elemento también presente desde su primer fotograma, que ha acabado ganando la partida, con Shakespeare como pater de toda una serie de filmes. Hablamos, claro, de nuestro amado Matías Piñeiro, que en Isabella refina un poco más, si cabe, sus shakespiriadas. Recordemos que siempre trabaja con la misma troupe, que puede ir cambiando ligeramente, pero que tiene en María Villar y Agustina Muñoz sus dos pilares, de nuevo aquí protagonistas. Este hecho hace que sintamos el cine de Piñeiro como algo muy orgánico, natural y compacto. Como Hong Sang-soo, por poner otro caso contemporáneo, cuando pienso en él, veo más fácilmente toda su obra que cada una de las partes. Esto sucede con los grandes autores que giran sobre los mismos temas y depuran la misma forma durante años. Aquí la novedad está en la introducción de diversos filtros de color para definir las diferentes tonalidades de la película. Centrada toda en torno al personaje de Villar, actriz en la ficción que se presenta a diversas audiciones para obtener el rol de Isabella en la comedia Medida por medida, en el período de dos años que cubre el filme se encuentra intermitentemente con una compañera, interpretada por Muñoz, que le hace sombra en lo profesional, pero por la que no deja de sentir admiración. Los diferentes colores que el filme usa en ciertos momentos que puntúan la trama, todos en torno a tonos violáceos, evidencian ese tsunami de emociones que nos inunda ante las relaciones como estas, cuyo vínculo exacto no termina de definirse, pero que acaban por marcar en muchas ocasiones nuestras vidas. Las actrices también adaptan a lo largo de la trama diversos registros y a menudo encontramos variaciones sobre la misma escena o tema, por lo que el pensamiento natural que nos lleva a Hong parece acertado cuando se intelectualizan estas impresiones. Isabella también se siente, no sabe uno muy bien por qué, como un final de ciclo. ¿Con qué nos sorprenderá tras esto Piñeiro?
Por acabar con los filmes del otro lado del Atlántico, corona este buen catálogo El tango del difunto y su espejo deformante (Raúl Ruiz, Valeria Sarmiento, 2020), nueva obra rescatada por quien fuera compañera profesional y sentimental del chileno Ruiz, Sarmiento, de un filme inconcluso de 1967. Estrenada hoy, puede parecernos como algo obvio lo que vemos, pero realmente estamos ante un proyecto absolutamente revolucionario si tenemos en cuenta que se concibió a finales de los sesenta. Con una trama mínima de un tal Sr. Iriarte, que pasa el luto por su mujer fallecida y a quien se le aparece el diablo (y no contaremos más), la cinta está dividida en dos partes de idéntica duración. Lo que nos sorprende de la primera es su carácter surrealista, que recuerda a Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929), fundiendo realidad con fantasía; lo que nos maravilla de la segunda es que resulta el espejo de la primera, esto es, todo el metraje invertido, sonido incluido. Comprendemos la finalidad del ejercicio al final y durante el mismo nos encontramos ante situaciones, imágenes y tratamientos sonoros muy inquietantes que dialogan muy bien con lo que sería Twin Peaks (David Lynch, 1990-1991), ¡23 años antes! Que me aspen si Ruiz no era un perro verde genial.
Destacable cine español
De España, la competición ofrecía tres títulos. Pido disculpas a Alejandro Salgado por no haber sido capaz todavía de ver su filme Barzaj (2019), que me llega muy recomendado, para incluirlo en esta crónica. Espero poder recuperarlo en breve. Los otros dos son viejos conocidos, Lois Patiño con Lúa vermella (2020) y Luis López Carrasco con El año del descubrimiento (2020). Ambos muestran también una coherencia tremenda en su obra. Si Costa da morte (2013) era el resultado de toda una exploración del paisaje a través de una abultada serie de cortos, el trabajo que separa sus dos largos también ha preparado la llegada de Lúa vermella, en este caso más centrada en el estudio del tiempo desde el estaticismo. Así, las principales referencias de Patiño para este filme son plásticas. Cita él El Ángelus de Millet como la imagen guía, pero yo tomaré prestada la referencia que Neil Young utilizaba en The Hollywood Reporter a los pintores románticos, en especial Caspar David Friedrich, porque me parece que la relación de las formas humanas con el paisaje sigue siendo aquí importante, si bien el acercamiento al hombre es lo que diferencia Lúa vermella de Costa de morte. Mi colega inglés no erra tampoco en la referencia si la tomamos por la parte más cromática de la propuesta, pues aquí el etalonaje juega un importantísimo papel, para conseguir esos colores tan oscuros y tonalidades que nos remiten a un mundo interior y mítico, eterno, que entronca muy bien con la sensibilidad de ese movimiento artístico. Si en su anterior largo existía un cierto elemento documental, patrimonial por momentos, aquí Patiño se entrega por completo a la fantasía abstracta. En cuanto al montaje, que seguramente sea lo que más trabajos, apuros y noches sin dormir ha provocado a Lois, en el fondo no está ordenado de forma tan diferente a Costa da morte. El título internacional en inglés, que incluye la palabra “marea”, puede ayudarnos a comprender esta lógica, así como una cita de Álvaro Cunqueiro que su autor cita mucho: “el océano es un animal que respira dos veces al día”. Siguiendo esta lógica, la película cuenta con dos respiraciones y una oda final, que resulta sublime, abrumadora, bellísima. Pero aún no hemos dicho de qué va el asunto. Pues de brujas, la Santa Compaña, un monstruo marino y el Rubio de Camelle, que rescató a docenas de cuerpos del mar y que en la ficción encuentra su muerte y resurrección. Si algo se le puede achacar a Lúa vermella es su necesidad de encontrar una suerte de “historia” mínima con todos estos elementos, que ni llega a trama, pero que en todo caso puede entorpecer por momentos esta impresionante experiencia estética. Guiada por la palabra, por los relatos que regurgitan de la imagen y de esas figuras fantasmales que la pueblan, al final ciertos temas y secuencias pueden resultar un poco reiterativos y pesados, por lo que seguramente el filme se habría beneficiado de un poco más de tijera y algo menos de diálogo para dejar respirar más las secuencias de esta bestia cinematográfica. En todo caso, estas irregularidades no empañan la experiencia general de una monumental y personalísima apuesta sensorial con la huella de un cineasta único.
El año del descubrimiento es, digámoslo ya, una obra magna, uno de los mejores documentales políticos de la historia del cine español y el meteorito cinematográfico de 2020. De este murciano que militó en el colectivo Los Hijos, sus detractores dirán que es muy críptico, y ya volando en solitario, habrá quien vea en El futuro (2013) un ejercicio de moderneo que non va con él/ella. Pues bien, manteniéndose fiel a esa constante de observar su entorno y detectar en él las huellas de un pasado que nos define en el presente, López Carrasco varía de nuevo la forma en esta cinta, logrando que sea experimental e innovadora, al igual que directa, próxima, sencilla. Estamos ante el filme de más fácil digestión de su autor e, igualmente, ante el de mayor calado y complejidad. Centrándose en unos hechos muy concretos, la quema del parlamento murciano en 1992 tras toda una ola de protestas debidas a cierres de fábricas y despidos masivos en importantes empresas de la región, el realizador logra componer un fresco de lo que fue y es España, un recorrido oral por nuestra historia desde finales de la guerra civil hasta nuestros días. Consigue esto mediante una estrategia que le permite obtener declaraciones muy expansivas. Luis y su equipo usaron un conocido bar cerca del puerto de Cartagena, que se conserva tal cual la imagen que tendría un bar medio a inicios de los 90, para fundir pasado y presente, jugar con una cierta relajación temporal que le va muy bien a la propuesta. Siempre pendiente de los materiales desde sus inicios, consciente de que la imagen también tiene su peso, de que hace tiempo que convivimos con cámaras que registran eventos del día a día y marcan una época, el autor se decide por las caseras Hi8 de esos años, que tantos eventos familiares registraron y con las que algunos jugábamos a ser cineastas en nuestra infancia (Luis lo ha conseguido, ¡vaya si no!). Con ellas llama a una serie de personas al bar, elegidas tras una extensa investigación, y decide entrevistarlas. Pero muchas veces ni siquiera las interpela, lo que hace es establecer una situación y tema y deja que la conversación fluya, para ver en qué dirección los empuja y qué extrae de ella a nivel sociológico. ¿Quién pasa por la barra del bar? Pues sindicalistas, trabajadores que tiran contra los propios sindicatos, un señor que hace una defensa acérrima del franquismo –sin que Luis ofrezca juicio ninguno sobre esta opinión–, gente del metal, profesoras de escuela, limpiadoras, estibadores y todo un crisol de individuos que componen un retrato de la clase obrera de este país, esa cosa de la que ya no se habla, que está pasada de moda. Importante, hablamos de una selección muy intergeneracional, que va desde chicos posadolescentes hasta ancianos que recuerdan la guerra. Las preguntas giran en torno a los acontecimientos de ese año 92, pero también se habla de derechos laborales, de nacionalismo, de la naturaleza del trabajo y se revelan muchas vivencias personales relacionadas con esto. Aquí radica el principal punto de grandeza de El año del descubrimiento, que crea un dispositivo que posibilita que la gente se abra y explore sus vivencias y opiniones en todas las direcciones posibles del espectro económico y social, pero desde lo personal. Esto es lo que hace que nos importe lo que escuchamos, hasta el punto de tener el corazón en un puño con ciertos relatos o escucharlos con calma, pero también una cierta sensación de urgencia y esperando a la revelación, como quien ve un thriller. La película dura 200 minutos y parece que durase la mitad. Servidor no pido ni escribir una línea de notas durante el visionado porque simplemente me quedé embelesado y atento con todo lo que me proponían. El ritmo del filme, esa actitud de escucha, crea una sensación en el espectador que dificulta la intelectualización del discurso, incluso con los temas que se tratan. El año del descubrimiento llega directa al corazón, y eso que se trata de un filme con pantalla partida, convirtiendo dos cajas cuadradas de 1:33 en un formato panorámico de 2:35. Siempre hay dos rostros o dos paisajes proyectados que se complementan, creando en la práctica un plano-contraplano, por ejemplo, o permitiendo insertar un plano detalle de un elemento que resulta en ese momento revelador. O, cuando una imagen es especialmente potente, cuando un relato no necesita ningún artificio, apagando una de las pantallas, que se muestra en negro. El trabajo de sonido es discreto, pero espectacular. Cada canal de sonido sale por donde tiene que salir atendiendo a estas pantallas y el fuera de campo es riquísimo. El sonido de una cuchara sobre un plato de café puede crear un efecto dramático en una escena. Así de compleja y al mismo tiempo depurada, directa, es El año del descubrimiento. El título, que hace obviamente referencia con sorna a la efemérides de la llegada de Colón a América que fue el evento simbólico que permitió celebrar la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona, contrapone esta exaltación del país moderno en el que quería convertirse España con las consecuencias de la reconversión industrial que se estaba llevando a cabo por el gobierno socialista, y que generó una enorme pobreza a corto plazo en muchas ciudades de España. Esto es un hecho, obviamente interpretable. Ya vemos de qué lado está Luis, pero el ejercicio de relectura de la Transición que, en un sentido más amplio, realiza –si se quiere, incluso de la evolución de este país en los últimos 80 años–, no está manchado por el revanchismo ni por el dirigismo político. La película es absolutamente generosa y respetuosa con las personas que entrevista y adopta esta misma actitud con el espectador, lo que la convierte en realidad en un visionado obligado para todos los españoles, en un potente instrumento de debate de nuestra realidad política y social, y desde luego en un apoyo pedagógico fundamental en todas las escuelas de España. El año del descubrimiento es diálogo y también eso, descubrimiento, revelaciones. Un filme esencial para comprendernos como sociedad, pero también un hallazgo cinematográfico que sorprende y genera tanto respeto como entusiasmo.
Los caminos de la no ficción
Nuestra visita al Indie 2020 se saldó con más cine de lo real, por lo general correcto, con el único destaque de State Funeral (Sergei Loznitsa, 2019) como obra de calado. En ella, el ucraniano realiza un soberbio ejercicio de montaje con material de archivo sobre el funeral de estado de Stalin. La precisión con la que encadena unos planos con otros, mostrando secuencias coherentes que parecieran filmadas por un grupo de camarógrafos coordinado, es impresionante. Y no hay mucho más que decir de ella, creo que de forma tan breve se define y comprende su alcance.
The Works and Days (of Tayoko Shiojiri in the Shiotani Basin) (C.W. Winter, Anders Edström, 2020) es un filme de 480 minutos en el que los autores han añadido debidamente unos interludios a modo de pausa para que la gente pueda ir a aliviar las vejigas y esas cosas. Están muy bien puestitos, pues coinciden con cambios de estaciones y subrayan esa idea de lento devenir del tiempo, muy ligado a la naturaleza, en la que vive la viejecita Tayoko, en una aldea del Kioto más rural. Cine observacional puro y duro, bien articulado, con una sensibilidad estética que entronca muy bien con las estampas tan conocidas de Katsushika Hokusai (ese de la ola gigante frente al monte Fuji), mimetizándose con la cultura que representa. Sin embargo, la irrupción de los autores en la cinta, unos extranjeros, por mucho que convivan con la familia, nos saca un poco de la propoesta por momentos. Que aparezcan por ahí en la casa tiene un pase, pero que dediquen secuencias enteras a documentar cómo contactan con sus respectivas familias en sus países de origen… No sé, no acabo de comprender esta actitud de autorretrato, que para mí acaba de lastrar una propuesta que por lo demás es de una sensibilidad exquisita.
L’île aux oiseaux (Maya Kosa, Sergio da Costa, 2019) es también puro cine directo, centrado en un grupo de ornitólogos, con un chico joven que entra a aprender la profesión. Se puede realizar una lectura a modo de fábula que compararía la relación con estos animales con un espectro social más amplio, pero no creo que el filme precise entrar en esos terrenos para ser disfrutado. No inventa la pólvora, pero cumple de forma escrupulosa con sus preceptos.
También con acento francés pudimos ver Sapphire Crystal (Virgil Vernier, 2019), que incluimos en esta categoría por el descoloque que nos ocasiona. Es cine de lo real en cuanto que trabaja con un grupo de chicos ricos que se interpretan a sí mismos y se centra en una noche de fiesta. No creo que las conversaciones estén totalmente ficcionadas. Si están escritas, en todo caso es basándose en sus propias experiencias. Vernier les deja espacio para expresarse a su modo, sin establecer juicios sobre su deformada manera de contemplar la realidad, aislados del resto de los mortales por el lujo que los rodea y que yergue sobre ellos un peligroso velo. De algún modo, es una propuesta estilo Superbad (Greg Mottola, 2007), solo que con personas de un estrato social muy elevado y ese punto de realidad que no está en el género estudiantil más elaborado. Esto aporta a la película una frescura poco frecuente y parece un retrato fiel de lo que filma. Otra cosa es que, valorando la propuesta del realizador, entres en ella porque los personajes que figuran ahí te provocan repugnancia, como me pasa a mí con Spring Breakers (Harmony Korine, 2012). Y así se entiende, ¿no? Sapphire Crystal es una cinta que aprecio desde el intelecto por su punto de frescura y originalidad, pero que no me toca en el aspecto emotivo. Interesante, en todo caso, como todo lo de Vernier.