La Bête, de Bertrand Bonello
Siempre he sido muy fan del tópico hollywoodiense “dos personas se conocen desde niños y viven una tensión romántica durante el resto de sus vidas porque hay alguna fuerza mística que siempre hace que acaben juntos”. Ahora me gusta un poco menos, porque descubrí su versión superior gracias al cine de la India: “Nos conocimos en vidas pasadas y cada siglo los acontecimientos hacen que nuestras almas reencarnadas se vuelvan a encontrar de una forma u otra”. La fuerza ya no está en “estas personas se conocieron en el colegio y siguen medio enamoradas, qué adorables”, sino “estas personas lucharon durante la época feudal y ahora tienen un romance entre carreras de motos, qué pasada”, como en Magadheera (S. S. Rajamouli, 2009), o incluso “nos conocimos hace años y el hecho de que yo ahora sea una mosca no me impedirá amarte”, como es el caso de la famosa Eega (S. S. Rajamouli, 2012). Cuando descubrí el argumento de La Bête (Bertrand Bonello, 2023) pensé que no podía sino fliparme. En un futuro distópico, Gabrielle (Léa Seydoux) decide deshacerse de todas sus emociones bajo un tratamiento que implica vivir tus vidas pasadas. Coincide con un joven llamado Louis (George MacKay), descubriendo que estuvieron enamorados en Los Ángeles en el 2014 y en las élites burguesas del París de 1910. Si le sumas que había un interés por explorar la mezcla de distintos formatos de grabación y múltiples registros tonales, daba por hecho que estaríamos ante una cosa tan ‘sohucore’ que acabaría explotando de puro goce. Tristemente, no me interesa casi nada, de hecho, estoy mucho más cerca de sentir odio que de que llegue a gustarme. Siempre está bailando en esa frontera de algo que adoro, pero es un límite que nunca cruza por matices que considero importantes.
Una de las principales razones que hicieron que me disgustara tanto La Bête es cómo su juego simbólico está siempre mediado por resoluciones casuales, casi siempre ligado a resaltar un análisis de corte sociológico. Un ejemplo: cuando, en la parte de Los Ángeles, la médium quiere advertir al personaje de Léa Seydoux, lo expresa con un críptico “él solo folla durante los sueños”. Esta frase que está repleta de suficientes componentes fascinantes (lo sexual, lo onírico, la especificidad del acto) puede sujetar el misterio por sí mismo, pero acaba resolviéndose cuando sabemos que esta frase hace referencia al incel, quien dice esta frase porque no tiene sexo con mujeres, salvo cuando sueña. La frase, que participaba en un mundo simbólico propio, acaba siendo, sin más, resuelta como descripción del asesino, una característica completamente lógica. El terreno del misterio y el icono solo resultaban ser instrumentales de una realidad concreta. Lo mismo pasa con otros elementos, como la repetición del uso de las muñecas en los tres tiempos, pero que acaba sirviendo como proceso de evolución hacia las inteligencias artificiales y hacia un aislamiento del individuo en esta nueva forma de compañía sintética. Lo que en un momento resulta caprichoso, misterioso, propio de lógicas habituales del mecanismo de la ficción y, por lo tanto, abierto en sus propias lecturas, acaba cerrándose en un proceso metafórico de lectura simplificada y un ideal de progreso lineal de la humanidad. Todo símbolo, toda decisión, acaba siendo enmarcada por un sistema de realidades dirigidas a un “comentario” que desemboca, en el mejor de los casos, en una muestra de mentalidad bastante naif y, en el peor, dirige la capacidad simbólica de los procesos estéticos a formas de reproducción de las lógicas capitalistas por la que todo lo que engloba una obra pertenece a la labor de lo instrumental, “sirve para algo”, forma parte de la interpretación del arte como “lógica comunicativa” en la que cada decisión pretende trasladar una idea, un comentario, donde “x significa y”, se usa para generar capital y, por lo tanto, como generador de valor. Un objeto iconográfico vale en tanto que es intercambiable por cantidades definibles, por otros objetos que participen en un valor semejante. Hay ciertas semejanzas con Lynch bastante claras, pero mientras que en Lynch los misterios y los iconos no están para ser intercambiados, sino para existir en tanto lo que son, sin tener más valor que el suyo propio, la obsesión por el comentario hace perder a Bonello la posibilidad de construir su relato en lógicas no-causales. Reproduciendo las relaciones de producción del capital destruye sus personajes (no hay nada onírico, ni siquiera ficcional, todo participa en una lógica científico-técnica del capital). Curioso que la cita más evidente sea a Harmony Korine, con el uso de Trash Humpers (Harmony Korine, 2009), porque ningún director actual a ese nivel de popularidad es tan caprichoso como él, pero, sobre todo, porque la comparación evidencia uno de mis problemas con La Bête, su incapacidad de trabajar el formato como material.
Me encuentro leyendo Sonic Cinema de Greg Hainge, un monográfico sobre el director Philippe Grandrieux donde comienza hablando sobre la cuestión táctil de la imagen. Se nota que Grandrieux viene de las artes plásticas, donde las lecturas desde la materia y la tactilidad, incluso si es una experiencia únicamente óptica, son ya algo más que asentado. Tanto la mayor parte de la obra de Grandrieux, como en especial Trash Humpers por parte de Korine, tienen esa exploración material de las distintas formas de registro, pero en el caso de Bonello la exploración de distintos formatos es puro gimmick, puramente superficial, porque todo acaba tendiendo a una fuerza de unidad, a equilibrar sus diferencias y nunca permitir que, en el caso de los formatos de grabación amateur, se vea realmente amateur, porque la tendencia es siempre a tener un acabado profesional, ningún titubeo excesivo por grabarse a mano, ningún grano por ser una cámara barata, nada del Sol quemando la imagen, ni que la oscuridad sea demasiado para la calidad de la cámara. Hereda el problema del que hablaba previamente, el hecho de que estos elementos siempre son empleados de forma instrumental, justificados por la narrativa, nunca por motivos que no puedan ser clarificados y evidenciados constantemente por la propia historia. Todo trabaja por devolver estas perturbaciones a una apariencia de unidad, porque el control simbólico también lleva a un control visual y tonal que nunca busca romper, sino generar la apariencia de heterogeneidad, sin por eso dar como resultado una obra que se destruya a cada paso que da. Me produce cierta lástima, porque es algo que veo mucho más trabajado en su obra anterior, Coma (Bertrand Bonello, 2022), donde el uso de animación con muñecas, de rotoscopia, de imagen real y material de archivo era, justamente, más imperfecto, pero en esa falta de control existía la posibilidad de encontrar un lenguaje más radical. Siento que es un director que trabajaría mejor en espacios de improvisación, porque su obsesión por el control acaba generando un espacio con muy poca apertura de interpretación y de formas de irrupción, algo con lo que parece tantear sin llegar a ser una apuesta radical por su parte. Lo que me interesa de obras como las de Korine es cómo su falta de control acaba llevando sus obras a límites morales, estéticos; viven en un desequilibrio y una vulnerabilidad constantes entre lo ridículo, lo abyecto y una experiencia de sublimación estética. La sensación que tengo con La Bête es de ser algo profundamente corporativo, estudio de tendencias y reproducción controlada de las mismas, formas burguesas de festival. El uso de datamosh es especialmente sorprendente, primero por lo controlado y medido que está, perdiendo la lógica de ser un glitch, de ser un error, porque nunca está lo suficientemente como para que el error o lo inesperado entre en su obra; segundo, por la lástima que me hace sentir que algo tan comentado como radical sea una utilización bastante vaga de una tendencia en los videoclips post-2008, porque demuestra una vez más que el cine de festivales solo sabe presentar como novedad con casi quince años de retraso lo que está más que saturado en el mundo de los videoclips y las artes plásticas.
Hay otras dos cosas que quiero comentar, pequeñas notas sobre las bases de su comentario social que no me interesaron lo más mínimo. Primero, lo insoportable que me resulta esta dualidad entre máquina y ser humano, donde una es racional y la otra emocional. En gran parte porque siento que, en este caso, nace de lógicas de género muy marcadas (donde ella representa una parte más emocional y él acaba en un proceso más de razón administrativa), pero también porque siento que esa dicotomía entre razón y emoción como formas idealistas, que entiendo que lo petara en el siglo XVI, a estas alturas resulta bastante tramposa para hacer, sobre todo, análisis políticos, en especial cuando son mostradas como compartimentos estancos y no como formas relacionadas de la experiencia. Aún más si, como en este caso, siento que siguen participando en ciertas formas de violencia que, justamente, la asimilación de esas categorías sirvió para fundamentar durante siglos. Además, siento que es bastante peligroso el retrato que hace del incel, por ser siempre ridículo, por ser siempre evidentemente misógino, por no tener ninguna característica de humanidad, sino presentarse siempre como un ideal de villano. No me preocuparía si aceptase las lógicas de género de terror-slasher, pero la necesidad de justificación dramática del personaje y de comentario social acaban haciendo de esto un núcleo central de la parte de Los Ángeles. Esta falta de complejidad no me preocupa por ser injusta con los incels, sino porque siento que no presenta lo ambiguo, contradictorio y, sobre todo, existente en el día a día que es esta forma de misoginia para evidenciar lo peligroso que puede ser. Me recuerda a algunas parodias de Trump, donde su forma de presentarlo es tan desagradable y tan horrible que ni por asomo parece que pueda convencer a nadie, porque este tipo de retratos solo sirven para dar la razón a gente previamente convencida. Siento que el trabajo de la ultraderecha por controlar su imagen, por apelar a valores abstractos, por usar, justamente, dogwhistles para no dejar claras sus intenciones o las consecuencias que sus acciones van a tener, es uno de los grandes trabajos de análisis con esos grupos. Creo que incluso los fans de Roma Gallardo o Andrew Tate verían en la representación de este personaje (siempre errático, poco normativo en su comportamiento, en una violencia muy ridícula, bajo una falta de argumentos evidente) nada más que una persona patética, porque justamente es incapaz de presentarse sobre los matices necesarios para pensar sobre este tipo de grupos. Me resulta autoindulgente y acaba siendo una parodia con ínfulas de realidad. Me resulta bastante gracioso que, justamente, el matiz que más me interesa parece inconsciente (aunque, evidentemente, pueda no serlo). El incel dice que quiere violar la Léa Seydoux cuando esté muerta. En el primer capítulo, el del pasado, ella muere en el agua con un vestido sumergido que hace que queden transparentados sus pechos, perfectamente encuadrados e iluminados. Me pareció especialmente horroroso que uno de los planos más sexualizantes hacia la actriz protagonista sea, justamente, cuando está muerta, haciendo que sea el propio Bonello quien reproduce las formas de un incel.
Curiosamente, la obra a la que más me recordó La Bête es el Super Mario Wonder (Shiro Mouri, 2023), la última entrega 2D de Mario para la Switch, porque ambas tienen una obsesión con generar elementos de cambio fascinantes en las lógicas propias de sus sistemas, algo muy habitual en cualquier Mario, pero en el caso de Wonder lo trabaja mediante gimmicks, cambios que parecen radicales (como controlar otros personajes, como cierto movimiento errático por parte de las plataformas), pero Mario siempre tuvo ese tipo de cambios mediante matices de la posición de los bloques, mediante un movimiento injustificado de las plataformas, obligándote a cambiar la forma de jugar y usar las habilidades, sin necesidad de mostrar esa consciencia de cambio de apariencia. Recuerdo salir de ver la película de Super Mario Bros del año pasado y comentar con Adrián lo horrible que me resultaba, por tener que crear dramas de personajes, por fijarse una estructura narrativa académica, por tener que buscar una justificación para la aparición de un nuevo elemento. En los juegos de Mario la narrativa es mínima para poder explorar otros elementos que, en ese caso, son igual de importantes: las físicas, el movimiento, la espacialidad, el sistema de juego y sus posibles variaciones. Al meterlo en el cine siempre hay que justificar todo eso, por automatismo del audiovisual, por una dictadura de la narrativa convencional y la opinión ejecutiva de lo que es la diversión. Me da cierta lástima que Mario Wonder tenga que justificar esos cambios mediante setas mágicas y tópicos de la psicodelia, porque la sensación de fascinación, magia, capricho y cambio constante siempre fue algo que estaba en los Mario, sin necesidad de evidenciar esa alteración del espacio, ni explicar un por qué. Super Mario Bros. Wonder y La Bête están llenos de gimmicks que parecen ser disruptivos, dando apariencia de ser una obra ecléctica y abierta al constante cambio, pero ambas acaban asimilando estos procesos como pura fachada, sin perder nunca la unidad, ni registrar en ellas ningún gesto radical que pueda romper su sensación de equilibrio. Por lo menos el Mario Wonder es divertido y no tiene intención de hacer ningún comentario sociopolítico sobre la cultura incel, algo que siempre es de agradecer.