LADY BIRD, de Greta Gerwig

Para una peli indie, verse catapultada a la temporada de premios es un arma de doble filo. Por una parte, entra en otra liga y consigue más atención de la que jamás obtendría por méritos propios, garantizando incluso una carrera comercial internacional. Por otro lado, corre el riesgo de verse reducida a una narrativa promocional, encorsetada en el hueco que ocupa entre las restante candidatas, valorada solo como contendiente y no como entidad. Especialmente peligrosa es esta dinámica para los films a los que encima se les puede aplicar la etiqueta de “diversos”. Parece que Get Out (Jordan Peele, 2017) cumple encantada la función de mostrar que estos ya no son los #Oscarsowhite de las últimas ediciones, pero en cambio a Greta Gerwig le impusieron tener que salvar por ella y por todas las compañeras en este año del #MeToo y #TimesUp, ahí es nada.

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A su película Lady Bird (2017) le viene grande a responsabilidad de tener que luchar por la sororidad en pleno en la batalla contra el Goliat de la industria audiovisual. Es una obra deliberadamente menor, que se contenta con representar a una única mujer, la heroína titular, en ese gran momento de encrucijada vital que es el último curso en el instituto. Lo que no es poco como meta: los coming-of-age están tan estereotipados que cuesta encontrar alguno que trascienda el simple trayecto por las estaciones habituales del viacrucis adolescente. La película hace check-in en cada rito de paso imaginable (peleas familiares, amistades frágiles, despertar sexual, selección universitaria, el puto baile de fin de curso…), pero por lo menos lo hace con una voz autoral bastante definida a estas alturas, que oscila con precisión entre la ironía y la ternura desde la distancia.

Así, si una virtud tiene la obra de Gerwig, desde sus inicios como actriz mumblecore hasta sus recientes logros como guionista, es la honestidad. Partiendo siempre de su experiencia (¿hasta qué punto de su biografía?), suele escribir e interpretar mujeres vacilantes pero resueltas, imperfectas pero carismáticas, en busca de su lugar en el mundo. En su ópera prima decide explorar el origen de ese arquetipo con una Christine resabiada y rebelde, a la que no costaría imaginar dentro unos años como la Frances de Frances Ha (2012) o la Brooke de Mistress America (2015). La sinceridad diferencial de Greta se nota en los pequeños detalles, en las elecciones que hace para darle profundidad al relato. Prefiere mostrar una relación maternofilial complicada, como las de la vida real, en la que no es fácil redimir a los personajes, pero sí llegar a comprenderlos. Opta por evidenciar las consecuencias de la crisis financiera de este siglo en la clase media, cuando la mayoría de estos discursos obvian cualquier circunstancia socioeconómica (genial el gag del pasatiempo inmobiliario). Mantiene una relación de amor-odio con su ciudad de origen (como nos pasa a todos, supongo), un Sacramento que desdeña por provinciano frente a la efervescente Costa Este, pero que también idealiza como locus memoriae fundacional.

A la Greta Gerwig cineasta aún le falta dar un salto cualitativo para estar a la altura de la Greta Gerwig escritora, pues la puesta en escena de Lady Bird apenas cuenta con soluciones visuales de empaque. Lo que sí tiene es ritmo, apoyándose en unos montajes de transición entre secuencias que hacen que el año académico avance en el metraje con gracia, sin cansar nunca ninguna anécdota. Su otra gran virtud como realizadora es la dirección de actores: certera en el casting, consigue que todo el elenco brille por pequeño o funcional que sea el papel, pero especialmente meritorio es cómo canaliza el talento de Saoirse Ronan y Laurie Metcalf, hija y madre condenadas a quererse pero no entenderse, cuyas interpretaciones asombran como espejo una de la otra.

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Con estas aptitudes y su sentido del humor, Gerwig bien podría volverse de aquí a unos años en el Woody Allen de esta generación, aunque quizás no le haga mucho chiste la comparación (acaba de arrepentirse públicamente de haber colaborado con el neoyorquino). Con quien sí es conveniente equipararla es con nuevas creadoras norteamericanas como Miranda July, Issa Rae o sobre todo Lena Dunham, artistas que también convierten lo personal en universal de una forma idiosincrásica e inconfundible (no es casualidad que muchas lo hagan desde la pequeña pantalla).

Dentro de unos años echaremos la vista atrás y seguramente recordaremos Lady Bird como una cinta que aunque no era redonda de todo, daba buena medida del talento por explotar de su creadora (como a Christine, cosas importantes le esperan); tal vez nos parecerá el Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) de esta década. Es probable que no recordemos los premios que finalmente ganó o no ganó, pues esas vanidades en el fondo no son relevantes. Y con suerte, la situación para las mujeres en Hollywood habrá cambiado y las circunstancias que convirtieron al filme en un estandarte frente a los “all-male nominees” ya no se reproducirán (la esperanza nunca se pierde).

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