Las altas presiones, de Ángel Santos
Si hay un tema que atraviesa toda la obra de Ángel Santos, ese es el sentimiento amoroso. Desde A. (2002), buena parte de sus ficciones se han interrogado por los diferentes estadios del enamoramiento. Ya sea la sensación de suspense en una relación agotada (A.), el descubrimiento del primer amor en la adolescencia (Septiembre. Los amores jóvenes, 2003), de su naturaleza obsesiva (Sara y Juan, 2009), la ruptura (Dos fragmentos/Eva, 2011) o el cortejo (Las altas presiones, 2014). En estas ficciones, los espacios han jugado un papel importante en el devenir de la narración. Atendiendo a estos dos elementos, podríamos argumentar que el segundo largometraje del gallego, estrenado recientemente en Busán, y que llega a España a través del Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF), es el más depurado en la búsqueda de estas constantes. Se trata de la historia de un localizador que, buscando espacios para el filme en el que trabaja, acaba por encontrar a una mujer. O, para ser más exactos, la idea de esta.
Andrés Gertrúdix deambula en las primeras escenas del filme por diferentes paisajes industriales que simbolizan, en buena medida, el sentir del fuero interno de su personaje. Abandonadas, apartadas, rotas; estas ruinas funcionan de un modo psicogeográfico, si tomamos prestado el término de los documentales de Patrick Keiller. Podemos definir entonces Las altas presiones como una suerte de ficción psicogeográfica con marcado aroma a Antonioni. Santos hace de Diana Gómez su Monica Vitti particular y, como el italiano en Il deserto rosso (1964), estampa en ella una gris paleta de colores cual pintor del desasosiego. Si las apagadas tonalidades de la fotografía afianzan este malestar del protagonista, los movimientos de cámara no hacen sino reforzar la misma sensación. El hastío busca la simetría, los personajes se sienten enjaulados sin remedio en un perpetuo movimiento circular con la panorámica y el travelling como distintivos narrativos. Véase la doble vuelta en círculo en la fiesta en la que toca Unicornibot, o la circunferencia perfecta alrededor de la casa en Portugal en la que Gertrúdix va en busca de un viejo amor.
El protagonista proyecta sobre las mujeres que conoce un ideal de lo que le gustaría que fuesen. En la hermana más joven, ve la variante de la relación que podría haber sido y no fue; en su ex ve una nueva oportunidad cuando lo que queda en ella es solo el recuerdo, quizás menos amargo y más cariñoso con el paso de los años; en la nueva amada quiere ver la magia del descubrimiento, la atracción del impulso genuino y la entrega sin ambages, pero quizás pide también un imposible. La insatisfacción de una búsqueda que nunca termina, un movimiento circular perpetuo, una simetría que aterra.
A Santos le han comparado mucho con Eric Rohmer, pero la influencia más directa de este claro afrancesado – no olvidemos tampoco el impacto de la literatura rusa, muy obvio en su adaptación de O cazador (2008) de Chejov – está sobre todo en la vertiente más realista o social, puede que más desgarrada, de gente como Maurice Pialat o Philippe Garrell. Espacios como la antigua fábrica de cerámicas de Santa Clara, o el carguero abandonado por los alemanes en la ría de Vigo, podrían ligarlo más al Tarkovsky de Stalker (1979) o Nostalghia (1983). Pero, en efecto, Las altas presiones no tiene ese carácter lúdico de la primera Nouvelle Vague, y mucho menos el aspecto litúrgico-fantástico del maestro ruso. Es algo más áspero y directo, más apegado a la realidad, con una cierta dinámica casi documental. Es una película que deja una sensación de cansancio evidente, un verdadero ataque a nuestro estado de ánimo, que nos deja tan descolocados como al protagonista. En parte, todo esto ya estaba en Dos fragmentos/Eva, pero el resultado se veía lastrado por un dispositivo más rígido, que esta vez Santos logra romper. La realidad y el azar se infiltran en la ficción, rodada en un frágil y granulado 16mm; y es ahí precisamente, en esa debilidad, donde reside su mayor fortaleza. En sus aparentes imperfecciones, el filme está lleno de vida. El anterior largo intentaba trasladar con resultados irregulares las constantes de sus cortos. Este, más libre de teoría, respira; ofrece un relato absorbente y sentido de esa desorientación que todos hemos sufrido, cuando no nos atrevemos a agarrar el timón para poner rumbo a nuestra vida, en medio de un mar de tempestades del corazón.