LAS NUEVAS OLAS 2016: MALOS TIEMPOS PARA LA LIBERTAD
Puede que fuese el efecto Trump, que nos cayó en medio del festival, condicionando la lectura de las películas. Puede que fuese eso, o simplemente que los cineastas del presente opinan que lo tenemos muy chungo. El caso es que la selección de Las Nuevas Olas del Festival de Cine Europeo de Sevilla en 2016 nos dejó muy mal cuerpo. No porque las propuestas elegidas por el equipo de José Luis Cienfuegos no fuesen estimulantes –ahí no han perdido un ápice de su búsqueda de nuevos caminos para el cine– sino por el panorama tan gris que retratan sobre la sociedad contemporánea. En esencia, consideramos que buena parte de los títulos seleccionados se centraban en personajes alienados o atrapados en sistemas represivos o castradores, mientras que otras cintas ponían el foco más bien en el contexto. Sea sobre las criaturas que lo sufren o sobre los funcionamientos que permiten y hacen perdurar ese malestar, el caso es que la selección de este año condensaba una rabia hacia el establishment que es la misma que se puede sentir en las calles, y en las papeletas.
Entre las ficciones más prístinas, dos películas parecían querer advertirnos de la indefensión que pueden generar en otros aquellas personas dispuestas a tumbar el sistema establecido. Dogs (2016), la ópera prima de Bogdan Mirica, eligió el género para hacerlo, dentro de los parámetros de metáfora política que permite este tipo de cine. Su película, de la que ya dimos buena cuenta en las crónicas de Cannes, es un equilibrado ejercicio entre el noir y el western, que habla de un sistema podrido y corrupto, en el que los más fuertes toman el poder. También del festival galo provenía The Student (Kirill Serebrennikov, 2016), algo así como un Crimen y Castigo deshumanizado, con reminiscencias a Die Welle (Dennis Gansel, 2008), en el que los contrapesos morales no parecen operar. El chico radicalizado –en este caso, por la vía del fanatismo religioso– que protagoniza esta obra y aterroriza a su clase y al profesorado no parece tener límites, en un sistema permisivo y anestesiado que le va consintiendo todo.
‘Yo no soy esa’
Como apostaron tanto por el ciclo feminista, los programadores del SEFF nos obligan a ver una intencionalidad similar al poner juntos estos dos títulos frente a otros cinco que presentan a mujeres en situaciones contrarias: siendo las víctimas. Es curioso como hasta siete títulos de la selección, en pleno 2016, no conciben más que la sumisión o la muerte para las mujeres; frente a hombres que se presentan como perturbados tiranos, capaces de hacer saltar todo por los aires. Insistimos, no leáis esto solo como una metáfora de la campaña presidencial en Estados Unidos, pero las coincidencias de espíritu no dejan de parecernos curiosas.
En este ámbito, dos películas decidieron jugar a la denuncia de la conducta injusta y desigual hacia las mujeres en nuestra sociedad con propuestas de línea clara, apostando sobre todo por sus actrices. Es el caso da Daphne Scoccia de Fiore (Claudio Giovannesi, 2016) o las interpretaciones de Ariane Labed y Soko en Voir du pays (Delphine & Muriel Coulin, 2016). Entre el drama social y el subgénero carcelario, Giovannesi entrega una película en la que la carga pasional más grande está en la entrega de su actriz. Con su intensidad, el italiano logra salir ileso de un filme que va justo en el guion y tras las cámaras, pero que resulta interesante dentro de este conjunto de Las Nuevas Olas. En la cárcel, Daphne siente atracción hacia Josh y una cierta dependencia, pero en todo momento, hasta en los de más fragilidad, se fuerza a dominar la situación.
Cárcel más grande, pero cárcel al fin y al cabo, es en la que están atrapadas las protagonistas de Voir du pays. De nuevo una película que se preocupa más por el contenido que por las formas, muestra por dentro cuáles son las dinámicas de desintoxicación mental de los soldados tras una intensa campaña bélica. En un complejo hotelero de Chipre, dos soldados francesas intentan olvidar los traumas de su operación en Afganistán, mediante diversas técnicas de VR controladas por los psicólogos del ejército, y la descarga de un poco de adrenalina. Una vez más, la novedad de la película estriba en mostrar estos mecanismos desde la visión de unas mujeres que sienten el peso de una institución primordialmente masculina, casi siempre representada en el cine desde los ojos de un hombre, ante lo que alguna podría gritar: “yo no soy esa”.
Más arriesgadas en su forma son otras películas protagonizadas por mujeres como Le parc (Damien Manivel, 2016). La cinta cuenta justo en su centro con una escena bisagra, que no desvelaremos aquí, pues es el gran logro y sorpresa de la propuesta. En la primera parte, un paseo de una pareja de adolescentes por un parque, con una edición cartesiana propia de las películas más cerebrales de Robert Bresson. En el segundo tramo, cambia el registro y nos encontramos en el terreno de lo fantástico, con figuras que parecen salir de un inmenso negro, en la línea del Pedro Costa de Cavalo Dinheiro (2014). Le parc trata de un desengaño amoroso, uno en que su protagonista parece atrapada, en un espacio abstracto y opresivo, sin muchas posibilidades de rebelarse. Es Alicia, pero no ante el espejo. Es una Alicia ciega.
Contrariamente, otro filme francés de la competición daba una visión bastante más luminosa del desengaño amoroso. Victoria (Justine Triet, 2016) es una simple pero perfectamente combinada comedia romántica, de esas en las que el reparto destaca y el libreto no te trata por idiota, sobre una mujer moderna. Herida, sí; presionada en el trabajo, también; pero dueña de su destino. Es la cara amable de Já, Olga Hepnarová (Petr Kazda & Tomas Weinreb, 2016), mujer para la que solo existe la muerte, pero una llena de sentido. La cinta retrata la figura histórica homónima, que víctima de una sociedad asfixiante que no le permitía expresar su sexualidad, decidió aplicar la justicia del ojo polo ojo en la Checoslovaquia de 1973. Última ajusticiada en la horca, un buen día decidió conducir un camión contra una fila de personas, matando a ocho e hiriendo a muchas más. El suceso recuerda al de Niza el pasado mes de julio, por lo que es imposible no leer hoy la película en clave política, más en el contexto de una selección tan escorada hacia este sentimiento de rabia reprimida. Más allá de su intensidad, la cinta cuenta sobre todo con un excelente trabajo de fotografía en blanco y negro de Adam Sikora, muy próximo a los de Das weisse Band (Michael Haneke, 2009) o Ida (Pawel Pawlikowski, 2013).
Sistemas perversos
Otras películas parecían centrarse más en el sistema que en las víctimas, como La mano invisible (David Macián, 2016), una adaptación de la novela homónima de Isaac Rosa. El novelista andaluz imaginaba en aquel texto un dispositivo en el que el trabajo manual se presentaba ante el público como un espectáculo descontextualizado. David Macián, a su vez, reproduce este dispositivo ante las cámaras, iluminando los movimientos repetitivos de una serie de trabajadores –el albañil, el carnicero, la costurera, el mecánico, la limpiadora, la teleoperadora, etc– con la luz macilenta propia de las naturalezas muertas. La sensación de estrañamiento dura buena parte del metraje, obligándonos a repensar nuestras ideas sobre el trabajo y el espectáculo, pero el tramo final, torpe y precipitado, limita mucho el calado de la propuesta. No podemos evitar, además, fantasear con la posibilidad de una adaptación de no ficción de esta misma novela, en la que los personajes estuviesen encarnados por auténticos trabajadores manuales, y no por actores. El sentido de esa película sería muy diferente al de este.
Albüm (Mehmet Can Mertoglu, 2016), por su parte, es como reencontrarse con el primer Yorgos Lanthimos con un punto performático. Sus no-protagonistas tienen un bebé porque toca, y deciden hacer con él todas y cada una de las actividades que se supone que una pareja de mediana edad tiene que hacer. La reproducción de estos extenuantes actos sociales, con una importante carga de estupidez, provoca tanto risa como pavor. Albüm es incómoda de ver, imperfecta y extraña, pero por alguna razón atractiva, quizás porque socava nuestros ritos sociales poco a poco y sin grandes gestos. Puede que esa fuese la razón de que obtuviese la confianza del jurado para el premio especial, mientras que el principal de no ficción recayó en Paradise! Paradise! (Kurdwin Ayub, 2016) Su autora es una importante youtuber feminista, aunque aquí parece ir un paso más allá. En un viaje que realiza con su padre al Kurdistán, si bien no deja de destacar las restricciones impuestas allí a las mujeres frente a su Austria natal, la realizadora decide tratar también el mercado inmobiliario, las tradiciones familiares, la representación espectacular de la guerra, el nacionalismo… Puede ser demasiado para un primer largometraje, que encara en el estilo más puro del cinéma vérité y como diario, a modo de extensión de su experiencia previa en la red. Nosotros, al contrario del jurado, consideramos que se trata de una película inconexa y en exceso improvisada, en donde la diversidad temática desborda a la directora, pero no podemos dejar de destacar que tras esta colección de apuntes sobre su segundo país se esconde una mirada con hambre de cine y un gran talento para la concepción espacial de las secuencias. Si bien en conjunto no acaban de funcionar, como unidades individuales de significado –lenguaje que domina de YouTube– tienen una carga difícil de encontrar en una cineasta novel.
Eldorado XXI (Salomé Lamas, 2016), a nuestro entender, merecía más reconocimiento. Su directora realiza aquí un díptico apabullante sobre La Rinconada, el asentamiento más alto del mundo en los Andes peruanos, en donde una mina de oro mueve la economía local. La primera hora de metraje es un plano fijo de una parte de la explotación a cielo abierto, rodada precisamente al atardecer. La luz se va difuminando en el plano, hasta que los mineros que suben y bajan son solo sombras. Mientras, escuchamos sonidos de diversas fuentes, sobre todo de una radio local, que nos informan de la política del lugar, los ritos paganos ancestrales, la violencia de las bandas, las costumbres religiosas… La palabra da fuerza a la imagen, amplificando sus múltiples significados en este ejercicio aun más sobrio que el de Terra de Ninguém (2012). Recuerda mucho al James Benning más discursivo de Stemple Pass (2012), con una carga política muy fuerte. Vivir en La Rinconada, en esencia, supone habitar el infierno en la tierra, según nos informan las imágenes y la radio. La segunda parte de la película sale al encuentro de esas comunidades y personajes de los que se hablaba en la radio, ofreciendo un retrato de la zona en una tradición más etnográfica que recuerda a algunas de las obras del Sensory Ethnography Lab y, en la manera de contemplar la inmensidad del paisaje a lo lejos, al Lois Patiño de Montaña en Sombra (2012) o Costa da Morte (2013).
El mal, con todo, no sólo se encuentra en lugares remotos. Austerlitz (Sergei Loznitsa, 2016) transcurre íntegramente en un plácido, soleado y caluroso día de verano a pocos kilómetros de Berlín, en el campo de concentración nazi de Sachsenhausen. La propuesta de esta película es puramente contemplativa: una sucesión de planos fijos de larga duración, filmados en un impoluto blanco y negro con un gran sentido estético. Las posiciones de cámara reproducen conscientemente el itinerario habitual de los turistas, por lo que durante hora y media asistimos a un espectáculo aterrador: cientos de personas deambulando con cansancio y desgana –o peor, con entusiasmo– por las instalaciones del campo, en una actitud que bascula entre la indiferencia y la irreverencia, en la que no faltan los selfies obscenos. Austerlitz muestra así la transformación de los campos en parques temáticos, en donde la industria del holocausto, tal y como la llamó el politólogo estadounidense Norman Finkelstein, está contribuyendo a banalizar la memoria de estos lugares. El mal, en Sachsenhausen, no sólo emana del pasado, sino que empapa también el presente, como revela la falta de empatía de la mayoría de turistas y de algunos guías. Loznitsa tiene el inmenso valor de idear un dispositivo simple, directo, eficaz y de una belleza perturbadora que nos confronta con dos cuestiones ineludibles: la primera, más obvia, es qué hacer con estos lugares; la segunda, más problemática, es intentar comprender nuestra propia estupidez e insensibilidad como especie.
Y para cerrar esta colección de distopías contemporáneas, hace falta hablar de Homo Sapiens (Nikolaus Geyrhalter, 2016), un viaje espectral por las ruinas de la modernidad, de Chernóbil a Fukushima. La puesta en escena, igual que ocurría en Austerlitz, entronca con la tradición del paisajismo psicogeográfico, en la que la observación directa del territorio aspira a convocar los fantasmas de su pasado. El montaje, sin embargo, evita una estructura temporal o espacial, para proponer en cambio una organización en bloques temáticos o iconográficos: hay, en este sentido, una secuencia dedicada a los interiores abandonados de distintos espacios de servicio, ocio o consumo; otra a las ciudades deshabitadas a la orilla del mar; otra más a las construcciones enterradas bajo la arena o la nieve. La ausencia de figuras humanas contrasta con la inquietante contemporaneidad de las localizaciones: no estamos ante los vestigios de una civilización extinta, sino ante nuestras propias ruinas, espacios obsoletos por culpa de una mala planificación o que colapsaron después de alguna catástrofe evitable. El documentalista austríaco Nikolaus Geyrhalter nos advierte así de la fragilidad de nuestro entorno y de nuestra propia transitoriedad, recordándonos que el día en el que desaparezcamos no pasará nada.
Nuevas vías para el cine de archivo y familiar
Otros títulos de no ficción le dieron una vuelta a la manera de encarar el archivo. En esta línea, La película de nuestra vida (Enrique Baró, 2016) intenta encapsular en unas pocas secuencias los recuerdos de los veranos pasados en una casa familiar. En el estilo de títulos como Fóra (Xan Gómez Viñas, Pablo Cayuela, 2012), el realizador decide mostrar no solo el archivo montado al modo de un ensayo clásico, sino filmar muchos de los objetos que conforman esa memoria doméstica: álbumes familiares, revistas y periódicos viejos encontrados en un cajón, juegos de mesa de la infancia… Además, este dispositivo de archivo mixto se incluye en el corazón de una ficción en la que los miembros de la familia aparecen interpretados por actores que simulan encontrar estos materiales durante una visita a la casa. En las pausas, realizan diversas actividades de ocio que se montan junto con viejas grabaciones domésticas, mientras que unos intermezzos performativos, llevados a cabo por unas jóvenes vedettes, reproducen viejas fotos encontradas en un álbum. Estas dos actividades juegan además con las ideas de masculinidad y feminidad según han sido representadas en la historia del arte, estableciendo roles de género en un filme de tipos –el director es muy honesto en este aspecto– que no paran de mirar a señoras. Así, la película funciona también como un dispositivo que evidencia la genealogía patriarcal del cine y del arte, con una mirada claramente falocéntrica –en términos de Laura Mulvey, ya que estamos feministas en este SEFF– hacia el cuerpo femenino. La película de nuestra vida es simple y compleja al mismo tiempo, muy gozosa y, ante todo, honesta. De hecho, es una de las mejores películas sobre memoria familiar que estos cronistas han visto en mucho tiempo.
El uso de actores y archivo no fue exclusivo, en todo caso, de esta película. Correspondências (Rita Azevedo Gomes, 2016) y The Dreamed Ones (Ruth Beckermann, 2016) deben comentarse en común, pues suponen dos vías paralelas de acercarse al mismo tema. En los dos casos, contamos con la correspondencia entre dos poetas que se intenta reproducir mediante el montaje de piezas de archivo y la interpretación de los textos por parte de actores. Si bien Beckermann pone el acento en los actores, construyendo una ficción para ellos en la que se enamoran mientras leen las cartas; Azevedo es un poco más osada, mezclando las misivas con un archivo multiforme de grabaciones, imágenes en Super 8, fragmentos de películas, cuadros y demás referencias visuales; que añaden un plus a las lecturas / interpretaciones de Eva Truffaut o Pierre Léon. Donde The Dreamed Ones se retrae en ejercicio íntimo, Correspondências se expande como la plasmación de la vida interior de una cinéfila que quiere conectar con el mundo.
Eugène Green también recurre a intérpretes en Faire la parole (2016), una película sobre los aspectos más importantes de la identidad vasca, en la que el francés pone a un grupo de jóvenes a recorrer iglesias y a escuchar interpretaciones musicales. Patrimonial en exceso para algunos, lo cierto es que Green logra esquivar la caricatura y la película postal para mantenerse fiel a sus constantes espirituales y melómanas, recogiendo con cariño la esencia de un pueblo en que es bienvenido, en que es visitante y no turista. Su particular dialéctica de las ficciones se pierde para dejar paso a una narración más sencilla, en la que el reencuadre juega un papel más importante que el montaje a la hora de captar la esencia de los rostros y las miradas. Al final, se mantiene reconocible y fiel a sí mismo.
Lo mismo puede decirse de Rithy Panh en Exile (2016), aunque no como un piropo. En la línea de La France est notre patrie (Rithy Panh, 2015), el camboyano sigue tomándose demasiado en serio sus trabajos para el canal Arte. Al archivo se añade ahora un actor filmado como alegoría de su experiencia como superviviente del holocausto provocado por los jemeres rojos. Es como si Panh hubiese colocado su alma en el cuerpo de un yo más joven para filmarlo en el estilo de Life of Pi (Ang Lee, 2012), en una especie de espiritualidad zen mal entendida. El resultado es, digámoslo claro, una horterada. Si esto llega aderezado por unas imágenes del régimen montadas con uno de sus comentarios en piloto automático, la sensación de desgana que invade al espectador no tiene límites. El tema, nunca debería ser más importante que el cine. Quizás, si Gallimard le hubiese publicado sus diarios, nuestras pupilas no tendrían ahora que sufrir tanto.
Por último, Vida Vaquera (Ramón Lluís Bande, 2016) adopta un dispositivo observacional para documentar la vida de los vaqueros de alzada en el ayuntamiento asturiano de Somiedo, en donde varias familias siguen llevando el ganado a la montaña de mayo a octubre. Bande filma la convivencia de estos ganaderos con sus animales sin digresiones ni distracciones, más cerca de la etnografía clásica que de experimentos sensoriales como Sweetgrass (Lucien Castaing- Taylor & Ilisa Barbash, 2009), con la que comparte tema. La película se estructura en dos actos que transcurren en presente –la vida arriba y la bajada– enmarcados por un prólogo y un epílogo que recuperan imágenes y relatos del pasado. El rigor de Bande se manifiesta en la duración de los planos, que casi siempre coincide con la duración de las acciones filmadas. Este esfuerzo por mantener la integridad de la acción en la representación hace de Vida Vaquera una propuesta sólida y coherente, aunque algo rígida por momentos. Bande crea así, desde el presente, un archivo cinematográfico de vocación atemporal, que da continuidad a sus trabajos anteriores sobre la memoria histórica: Eiquí y n’outru tiempu (2014) y El nome de los árboles (2015). La decisión de filmar los hábitos de una comunidad primitiva –incluso protocomunista, como la ha definido el cineasta en una entrevista publicada hace pocos días en Otros Cines Europa– es un gesto valiente y comprometido en un momento histórico en el que huir hacia delante parece la solución más fácil.