LAS PALMAS 2019: OTRAS FORMAS DE NARRAR

A Portuguesa (Rita Azevedo Gomes, 2018)

A Portuguesa (Rita Azevedo Gomes, 2018)

El Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, en su decimonovena edición, se ha hecho valedor de aquellas películas y cineastas que sin dejar de narrar buscan nuevas formas de hacerlo. Películas conscientes de que todo film es representación -y pueden reflexionar sobre ello- pero que no dejan de creer en el poder y la importancia de las imágenes. Más o menos, en este equilibrio entre el cine narrativo y el experimental estuvieron los doce largometrajes a concurso de la sección oficial incluyendo dos documentales. Un panorama donde la entrega de la Lady Harimaguada de Oro (máximo galardón) a La portuguesa, de Rita Azevedo Gomes, iluminó el resto de la selección con la luz de una modernidad tan particular como la de nuestro país vecino.

Rita Azevedo, que se inició en el cine de la mano de Manoel Oliveira, adapta en La portuguesa un cuento de Robert Musil del mismo título, recogido en Tres mujeres, reelaborado por la escritora Agustina Bessa-Luís, responsable también de varias historias de Oliveira. Aunque más justo que adaptar sería decir que Azevedo pone en escena este material textual pues ha respetado la naturaleza literaria de la historia en un ejercicio plástico que al mismo tiempo que narra expone su artificio. La película relata así, mediante composiciones extremadamente pictóricas, la historia de esta portuguesa (Clara Riedenstein) que, recién casada y desplazada al castillo de los von Ketten en el norte de Italia, ve cómo su marido marcha nuevamente a hacer la guerra durante años. Sin embargo, al contrario que en La venganza de una mujer (2012), esta estilización tiene lugar sobre los mismos escenarios naturales en que podría haber sucedido la historia; como si los personajes del relato de Musil salieran de sus páginas para representar su drama en el presente. Una sensación de representación en vivo que se acentúa por la presencia anacrónica de Ingrid Caven deambulando a través de estos planos tan meticulosamente compuestos a la manera de un trovador. Es evidente por sus trajes que Ingrid Caven no pertenece al mundo medieval de la portuguesa, pero tampoco al nuestro. Y es que la película transcurre en un tiempo encapsulado que es presente y pasado y que es el tiempo de una vida, la de la protagonista, que se ha detenido convirtiéndola en una presencia “extranjera” a la espera en un castillo.

Un ejercicio parecido de adaptación, salvando las distancias, parece realizar Lluís Miñarro en Love Me Not (2019) a partir del mito bíblico de Salomé y la obra de Oscar Wilde. Todo un ejercicio de libertad creativa por parte del reputado productor de nombres como Apichatpong Weerasethakul, Manoel Oliveira y José Luis Guerín y que tras Stella Cadente (2014) entrega su segundo largometraje de ficción. Miñarro lleva el mito bíblico al escenario de la Guerra de Irak para hacer de la historia de Salomé -aquí una soldado (Ingrid García Jonsson) obsesionada con un prisionero árabe (¡Oliver Laxe!) que la rechaza- una denuncia contra la brutalidad y la intolerancia. La película muestra abiertamente su naturaleza de artificio con una puesta en escena teatral que parece justificar el exceso por el exceso y que trae a la superficie todo lo que en este mito y en cualquier ficción suele estar implícito. En este sacar a la superficie, en este hacer violentamente implícito, encuentra Love Me Not todo su poder de transgresión. Y como tal se disfruta, pero uno puede llegar a preguntarse por el rendimiento estético y de denuncia de un gesto tan chorra como el de nombrar a dos personajes “Hiroshima” y “Nagasaki” como gran crítica y recordatorio del imperialismo americano.

Love Me Not (Luís Miñarro, 2019)

Love Me Not (Luís Miñarro, 2019)

En Paul Sanchez est revenu! vemos cómo los personajes atraviesan el encuadre corriendo. Pero el cuadro atiende antes a los espacios naturales que a la acción, el plano es demasiado amplio, se sostiene demasiado tiempo y, aunque el score de John Cale insiste como una caricatura en los códigos de la acción, encontramos algo ridículo y esforzado en esos adultos correteando por la campiña francesa vestidos de gendarmes. La última película de Patricia Mazuy es extraña y aparentemente absurda, con la fisicidad cómica del último Bruno Dumont y una mezcla de géneros y tonos que abarcan desde la comedia costumbrista hasta las pelis de comisaría, el thriller y el spaghetti western. Son coordenadas absolutamente distintas de las de La portuguesa, más lúdicas, pero el contraste entre los espacios naturales y la artificiosa representación que en ellos tiene lugar no tiene nada que envidiar del film de Azevedo. Para Mazuy se trata de reflexionar y jugar con los mitos. De cómo los mitos habitan la realidad y cómo todos acabamos representándolos. Es el mito de Paul Sanchez como el hombre acosado por su jefe, su mujer y las deudas que se rebela violentamente contra el trabajo y la familia, pero también el rol de “policía novata resolviendo un caso imposible” como mito desde el que alcanzar el ansiado reconocimiento o los mitos cinematográficos de géneros como el spaghetti western. Y el ejercicio funciona entre el extrañamiento y la naturalidad.

Allí donde el surrealismo de Miñarro acabó resultando en un ejercicio intelectual (y vacío) en torno a la relectura y actualidad de un mito, a través del distanciamiento estético -vía la plasticidad o el extrañamiento- Azevedo y Mazuy reflexionaban sobre su propia representación sin impedir por ello disfrutar y elaborar por distintos derroteros una historia, y lo hicieron tan lejos del realismo como del minimalismo. Más cuestionable resultó, sin embargo, el ejercicio de estilo de Lin Zi en The Fragile House (2018), con cambios constantes de formato, usos de “ventanillas” o “viñetas” dentro de un mismo encuadre y un repertorio fascinante de herramientas visuales. Mi favorita: el mantenimiento en plano fijo de un espacio sobre el que se funden y encadenan las acciones de los personajes. La película fue premiada con la Lady Harimaguada de Plata pero no quedó nada claro si en toda esta manipulación de la imagen hay otro motivo (narrativo, sensorial, discursivo o de algún tipo) más allá del exhibicionismo.

Como contrapunto a estos exuberantes ejercicios de estilo, la sección oficial presentó dos títulos minimalistas tan distintos e interesantes como The River y The Mountain. En la primera, a partir de la premisa de cinco jóvenes hermanos que trabajan una granja aislada en la naturaleza a las órdenes de su padre, el director kazajo Emir Baigazin realiza con muy pocos elementos y una puesta en escena muy ritualizada -en base a gestos, lugares y rutinas que se repiten con ligeras variaciones- una alegoría sobre la historia de los antiguos países socialistas: desde el Antiguo Régimen al servicio de un “padre” tirano hasta la actualidad, pasando por el desmembramiento de la comunidad a causa del capitalismo y por cómo el intento de liberarse de éste y recuperar los vínculos perdidos acabó envenenando aquello que se quería salvar. No obstante, es en la fotografía de las inmensas llanuras de Kazajistán y del caudaloso río del título, en las hieráticas interpretaciones de los protagonistas y en el poderoso uso del tiempo y del ritual de Baigazin que la película cobra un interés que trasciende con mucho su manido discurso.

The Mountain (Rick Alverson, 2018)

The Mountain (Rick Alverson, 2018)

La depuración -en este caso trabajando el aspecto 1.31:1, las miradas huidizas de los protagonistas, las texturas desaturadas de la fotografía y un ritmo denso- también sirve a The Mountain para producir sensaciones fascinantes, aunque no por ello agradables. The Mountain narra la historia de un joven (Tye Sheridan) que en los años 50 acompaña al neurocirujano de su madre (Jeff Goldblum) por distintos hospitales en un gradual descenso a las profundidades de la lobotomía. Le mueve el deseo de comprender qué le sucedió a ella, de recuperarla de algún modo. Es precisamente el tono lobotomizado lo que hace tan atractiva y pesarosa esta película de Rick Alverson, que limita cualquier exceso a las intervenciones de un Denis Lavant pasadísimo. Y lo más fascinante de todo: que es en el vórtice de la lobotomía donde el alienado protagonista contactará con otro ser humano en un final tan esperanzador como desconcertante.

En este panorama solo hubo tres títulos que apostaron por las formas, más o menos convencionales, del realismo, pero muy diferentes entre sí. Galardonada con el premio del público y el de mejor guion (Elma Tataragic), la película serbia Stitches, de Miroslav Terzic, representó aquel realismo social efectista e inmersivo habitual de tantos festivales. Su guion gira en torno a las mujeres serbias que sufrieron el robo de sus hijos recién nacidos, dados en adopción por medios ilegales, y juega su principal baza en el uso del punto de vista. Guionista y director sitúan al espectador en el lugar de la paranoia, donde la información que conoce está tan limitada y es tan poco certera que el mundo externo parece inconmensurable y la lógica de la historia incomprensible; tampoco hay ninguna voluntad de comprender el presente o el pasado, sino de sumergirnos en el punto de vista de una víctima para la que todo gira en torno suyo. También de víctimas va Gracias a Dios, de François Ozon, que tal vez ofreció la narración más tradicional pero no por ello menos interesante, aunque aquí se trata de reconstruir meticulosamente los hechos reales que han llevado al sacerdote de Lyon Bernard Preynant a juicio por pederastia y al cardenal Barbarin por encubrimiento. Mediante una estructura en tres partes, cada una dedicada a uno de los protagonistas como si se entregaran el relevo de la acción (dramática y política), en sus mejores momentos la película funciona como homenaje al coraje de las víctimas y como prueba del enorme esfuerzo requerido para afrontar un daño tan grande; en los peores, Gracias a Dios se dispersa y alarga y se entrega a detalles tan pobremente trabajados como los flashbacks de los abusos en la infancia.

En algún punto entre estas dos películas, Casa propia, del argentino Rosendo Ruiz, es de un realismo hosco. Narra la historia de un profesor de literatura (Gustavo Almada) que vive con su madre enferma y, entre visitas a su novia, quien vive con su hijo, fantasea con tener una “casa propia”. En un equilibrio infrecuente en el drama social, la película de Rosendo Ruiz huye tanto del miserabilismo como de embellecer el entorno que retrata. El personaje de Gustavo Almada no es ni carismático ni atractivo, y así se le representa, desde el retrato de un hombre corriente que hace las cosas como puede en el mundo, y en la casa, en que vive.

Casa propia (Rosendo Ruiz, 2018)

Casa propia (Rosendo Ruiz, 2018)

En este panorama cobraron especial interés dos documentales que trabajaban imágenes de archivo y películas domésticas como Historia de mi nombre y Pirotecnia, así como la inclasificable Mother, I am suffocating. This is my last film about you. A partir del descubrimiento de que carece de imágenes de su pasado o del de sus padres -un pasado parejo al de Chile durante la dictadura neoliberal de Pinochet-, y desde la premisa del título, la directora de Historia de mi nombre, Karin Cuyul, emplea películas domésticas ajenas junto a otras imágenes de archivo o tomadas por ella misma en el presente para indagar en su historia familiar. Un trabajo con las imágenes que va desde la más simple ilustración o metáfora de lo relatado por la voz en off de Karin hasta la búsqueda de aquello de su pasado que resuena en las imágenes de otros. Una auténtica demostración del poder de las imágenes para reconstruir historias. También una reflexión en torno al poder de las imágenes, en Pirotecnica el colombiano Federico Atehortúa Arteaga funde una situación personal (cómo un día su madre se sumió en mutismo más absoluto cambiando la vida de su familia) con la historia cinematográfica y política de su país. Los materiales más diversos (desde el primer relato fotográfico de Colombia hasta las primeras imágenes de un partido de fútbol) cobran un nuevo sentido en esta reflexión que niega la capacidad de las imágenes de hallar alguna verdad por más veces que se reproduzcan y que examina cómo afectan en la reproducción de la violencia, teniendo siempre como trasfondo el horror de los “falsos positivos”: la imagen de un “guerrillero” muerto en circulación constante.

La reflexión de Federico Atehortúa sobre el modo en que las imágenes reproducen la violencia podría servir para acercarse a la provocadora película lesota de Lemohang Jeremiah Mosese. Mother, I am suffocating. This is my last film about you fue la propuesta más radical de la sección oficial en términos estéticos y morales. Mediante la voz en off de una mujer que atraviesa las calles de África con una cruz a cuestas y se dirige a su “Madre” (personificación del continente), el director entrega una catarsis de rencores y heridas donde la voz, que presume orgullosa de haber emigrado para no volver y de haber asumido la mirada del hombre blanco, culpa a África de sus miserias. Evidentemente, se trata de una provocación; la película acaba con un «Llevo una hora frente al espejo, y, ¿sabes lo que he visto, Madre? Te he visto a ti», pero no deja de ser el ejercicio de un director que parece regodearse autoflagelándose con todas las herramientas que ofrece una fotografía, por otro lado impresionantemente poética, de un blanco y negro sucio y muy contrastado que pone su textura rugosa al servicio de estilizar el sufrimiento.

Junto a estas doce candidatas al Lady Harimaguada por el Festival de Las Palmas concurrieron algunos de los títulos más interesantes del año, bien en la sección Panorama (la sensible reconstrucción de la adolescencia y del descubrimiento del deseo de Génesis, de Philippe Lesage; el luminoso “coming-of-age” de Dominga Sotomayor, Tarde para morir joven; la magnífica experiencia temporal que es An Elephant Sitting Still, de Hu Bo; o Hotel by the River, lo último de Hong Sang-soo), bien en Panorama España (con Mudar la piel, de Ana Schulz y Cristóbal Fernández; Oscuro y lucientes, de Samuel Alarcón; y una magnífica selección de cortos). Pero merece la pena mencionar especialmente dos títulos de la sección Canarias Cinema que destacaron sobre los demás. De uno de ellos, La ciudad oculta, que abstrae el subsuelo de las ciudades de su función para transfigurarlo en un mundo subterráneo y un espacio onírico desde el que hablar de nuestro hábitat de forma distinta, ya hablamos con motivo del Festival de Sevilla y la entrevista a su director, Víctor Moreno.

El segundo es En busca del Óscar, un documental con trazas de ficción del cineasta canario Octavio Guerra, y el fascinante retrato de un crítico de cine que presume de no ver las películas: Oscar Peyrou, presidente de la Asociación Española de la Prensa Cinematográfica y delegado del FIPRESCI. Su método: valorarlas desde el cartel. Pronto nos daremos cuenta, sin embargo, de que el centro del documental no está tanto en la reflexión metacinematográfica de este gesto, imposible de tomar en serio ni como provocación dadaísta, como en la existencia entera de Peyrou, que transita de festival en festival por todo el globo sin abandonar esta pose, entre cínica y desencantada, que le ha permitido sobrevivir durante años en un entorno tan propicio a la impostura. Es una comedia triste que invita a reflexionar al crítico y a apreciar, pese a todo, las virtudes de algunos festivales.

En busca del Oscar (Octavio Guerra, 2018)

En busca del Oscar (Octavio Guerra, 2018)

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