LE PASSÉ, de Asghar Farhadi
“Por no morir de angustia y de vergüenza, los hombres están eternamente condenados a olvidar las cosas desagradables de sus vidas, y cuanto más desagradables son, antes las olvidan”. Así sentenciaba un inspector sin nombre encarnado por Roman Polanski en Una pura formalità, de Giuseppe Tornatore (1994). El argumento, sin embargo, no estaría completo sin añadir que el olvido, por muy pretendido, nunca llega a ser real, siendo únicamente posible su camuflaje bajo la alargada sombra de la incomunicación. Y solo por mediación de esa incomunicación se puede explicar la latencia de los fantasmas del pasado en un presente que finge haberlo olvidado, núcleo semántico de Le passé.
Asghar Farhadi tiene muy claro lo que quiere contar, por ende no precisa ofrecer más pistas que un título que, en otros casos, podría resultar muy ambiguo: aquí marca sin más dilación el origen de conflicto(s) presente(s) desde la primerísima secuencia, así como la dirección que articularán a lo largo del metraje. Tampoco le hace falta reforzar de modo más explícito y superficial la idea de la incomunicación, a pesar de tener material diegético para eso (diferencias culturales e idiomáticas), que emplea de manera más coyuntural que instrumental. El cineasta iraní sostiene la fuerza de su guión, redondo, en dos pilares principales: por una parte, la implícita declaración de intenciones de esa primera secuencia, minimalista, que presenta un marco relacional que, si bien no constituirá la línea de conflicto principal de narración, sí el espacio de confluencia y resolución de los mismos; y por otro lado, el personaje protagonista y su posición con respeto de las verdaderas dialécticas argumentales, que lo afectan solo de manera colateral y por tanto permiten su intervención en las mismas con un acercamiento más desmediatizado e íntegro.
A partir del ecuador del filme, cuando ya las cartas sobre la mesa comienzan a estar claras, la narración espieza a tejer una dinámica en la que queda patente que, los fantasmas del pasado, cuanto más aterrados y ocultos, más nocivos se vuelven, y que así serán sus efectos en cuanto emerjan inevitablemente a una superficie en la que pueden hacer muchos estragos, siendo precisamente ese personaje protagonista, externo a los más dañinos de esos fantasmas, el reactivo limitante que ayuda a paliar esos efectos y a conducirlos de un modo lo más constructivo posible, dada la citada “desafección” directa con los mismos y su voluntad de redención personal, a pesar de que no fuera él en absoluto el causante o catalizador de todos esos problemas. La discreta semilla de culpa que empuja la acción estaría más bien articulada en el sentido de no haber hecho lo suficiente por esos personajes (y he aquí nuevamente el tema de la incomunicación) que ahora sufren los efectos de otras relaciones. Estamos, por tanto, ante una instancia muy particular y minimalista del “mesías redentor”, desprovisto de cualquier tipo de épica, voluntad de medallas o interés particular en sus empresas.
La calidad del conjunto, en términos formales y narrativos, está lograda principalmente no tanto por la pericia de unos diálogos en los que apenas sobran palabras, sino más bien por el hábil dominio de los silencios, intercalados con esos mismos diálogos y cargados de una significación aún mayor; a la par que una dirección de actores muy pareja al flujo dialéctico de la narración, y que tiene precisamente en esos diálogos y silencios su principal vehículo de aprovechamiento expresivo. En un mundo asolado por la incomunicación, hablan mejor los silencios que las palabras.