NOVOS CINEMAS 03: SECCIÓN OFICIAL
Recoge Jonás Trueba una frase de Mekas en la que el director lituano recordaba que “el mal y la fealdad se cuidarán solos; es el bien y la belleza lo que necesita de nuestros cuidados”. Sin duda esa debe ser la función de los festivales y la crítica de verdadero valor, proteger y servir de altavoz de aquellas gemas que se escapan cada año de nuestro limitado radar individual. Una necesidad más acuciante en tiempos de consumo rápido y múltiples propuestas, que pone de manifiesto el valor de los contados espacios como Novos Cinemas, destinados a las primeras películas; aquellas que al carecer de la marca reconocible de una larga carrera o de los premios otorgados en el pasado, son más fáciles de obviar por el espectador. Y si además, como en el caso del joven festival pontevedrés, muestra indicios de una sólida y coherente programación, que conecta con personalidad los filmes de sus distintas ediciones, no podemos más que celebrar, acompañar y apoyar a su equipo con todas nuestras fuerzas. Señalamos pues a continuación, las cuatros películas de la Sección Oficial que más han despertado nuestro interés a lo largo de la semana.
La primera sorpresa de esta edición fue Fail to appear (Antoine Bourges, 2017), primera muestra de la coherencia citada anteriormente. Esta se emparenta y continua los aciertos de la formidable Short Stay (Ted Fendt, 2016), presente en la Edición 01 del festival y con la que comparte una propuesta visual de aparente sencillez que, sin embargo, esconde una reflexión amarga y compleja sobre la soledad y la necesidad de conexión humana.
Antoine Bourgues, que ya nos había sorprendido en el Cinema du Reel de 2012 con East Hastings Pharmacy (2012), vuelve a los espacios suburbanos de Vancouver para mostrar una historia de proximidades y distancias entre una asistenta social primeriza y su cliente acusado de hurto. Una trama que le permite retratar aquellos espacios donde la interacción social se encuentra mediatizada por la burocracia institucional, dificultando cualquier intento de ayuda o de empatía y generando una energía negativa de baja intensidad con un progresivo efecto deshumanizador. Uno de los mayores logros de Bourges es precisamente su habilidad para recrear esa tensión de un modo sutil, mediante una puesta en escena distante y con un inteligente uso del tiempo fílmico y de la estaticidad corporal.
Trinta Lumes (Diana Toucedo, 2017), a la postre Premio del Público, era una película esperada (en su camino anterior a Novos Cinemas había recibido galardones en Filmadrid y en el D’A) y otra muestra de la buena salud del cine gallego contemporáneo. Diana Toucedo filma aquí imágenes a modo de resistencia frente al olvido, una pequeña muestra de una realidad en riesgo de desaparición que logra trascender la idea de registro etnográfico. Lo hace mediante una mirada que desprende una ética de la justa distancia: aquella que posee el que mira a una comunidad desde la cercanía y la intimidad del que ha intentado comprender de igual a igual.
En Trinta Lumes Toucedo nos habla de los últimos portadores del fuego de O Courel y sus decisiones formales están destinadas a reflejar justamente a un grupo de parroquias que vive entre un pasado con cada vez más protagonismo y un futuro dolorosamente incierto. Como en el faulkneriano condado de Yoknapatawpha, en la Comala de Rulfo o en Arraianos (Eloy Enciso, 2012) el presente y el pasado, lo físico y lo espiritual, lo humano y lo natural se encuentran entremezclados y con fronteras difusas por las que, en ocasiones, se puede acceder a otros mundos.
Sorprende también una constante, un hecho que emparenta a Trinta Lumes con otros ejemplos encuadrados bajo la etiqueta del denominado Novo Cinema Galego: su capacidad para digerir unos referentes fílmicos contemporáneos de una manera orgánica y en situación de igualdad. Así, desde su prólogo el filme recoge con naturalidad y perfecta adecuación a la realidad gallega los ecos de obras en principios muy lejanas: desde el panteísmo y la superposición de temporalidades del cine de Apichatpong Weerasethakul o la voz en off y el acercamiento arrebatado y trascendental a la naturaleza del Terrence Malick de The New World (2005) o Tree of Life (2011).
Sin premio en el palmarés final pero especialmente destacable para el que escribe estas líneas es The World is Full of Secrets (Graham Swon, 2018). Con un mínimo número de recursos, el director (que ha sido productor de otros filmes que hacen de la necesidad virtud, cómo la ya citada Short Stay o Hermia & Helena de Matías Piñeiro, otro conocido de Novos Cinemas), construye un relato que impresiona desde el comienzo en su valiente apuesta a la hora de tratar un acontecimiento macabro: el asesinato real de un grupo de niñas en un suburbio acomodado norteamericano durante la celebración de una fiesta de pijamas.
Alejándose desde el comienzo de las tropos visuales del slasher, pero con una cercanía a la estructura de los filmes de terror de antológicos, Swon deconstruye el subgénero para explorar sus fronteras y, dejando la violencia visual en fuera de campo, analizar la forma en la que las mujeres transmiten a través del relato oral la violencia ejercida sobre ellas. Un hipnótico, estilizado y nocturno intento de mezclar el ambiente onírico de las The Virgin Suicides (Sofia Coppola, 1999) con la estructura antológica de la tradición literaria del Decamerón.
Historias contadas a la luz de las velas, en círculo, en la oscuridad de la noche y lejos de la protección paterna, donde se construyen los relatos de cada una de las protagonistas mediante largos planos secuencia donde el rostro femenino tiene un papel fundamental a la hora de conjurar y reflejar la violencia perpetrada contra las mujeres. Cuando funciona, especialmente en el comienzo y en el final de la misma, deja un estupendo sabor de boca, a la vez que sirve de una forma muy acertada y actual como reflexión sobre la representación visual de la violencia.
Mención Especial del Jurado de Novos Cinemas, Un violent désir de bonheur (Clément Schneider, 2018) resulta cálida, sugerente y morosa como una tarde de verano a la hora de contar su historia de revoluciones políticas interiores y exteriores. Construida sobre el trabajo de su actor principal, Quentin Dolmaire, que realiza una gran labor a la hora de vehicular y dotar de calado a las dudas y miedos de Gabriel, un joven monje en tiempos de la Revolución Francesa. El espíritu juguetón y sensual del filme, cercano a la obra de Pasolini, de João Pedro Rodrigues o al Albert Serra más liviano, resta gravedad e incrementa la humanidad a la hora de tratar el gran tema de la película: el choque de ideas y la fricción entre ideologías durante cualquier conflicto bélico, junto a una mirada al pasado que sirve, ante todo, para interrogar nuestro presente.