Novos Cinemas 2024: Las horas ficticias

No Sleep Till, de Alexandra Simpson
Al filo de la madrugada aparece entre las nubes una luna grande y redonda, y los objetos de mi cuarto van emergiendo de la penumbra en la que dormitaban. Parece justo que el festival acabe así: con un baile de sombras y luces sobre paredes blancas, y el insomnio de por medio. No quiero leer ni ver wésterns doblados en la tele, así que me pongo el abrigo, los guantes, la bufanda; agarro un cartón de Deleite A2A2 del minibar, y salgo otra vez a la noche pontevedresa.
No sé si he dormido un par de horas o si he cerrado los ojos apenas un instante, pero el día quince me parece lejano ya. También el dieciséis, con su amanecer y el coche que me llevará de vuelta al aeropuerto, parece un horizonte irreal. Se abre ante mí un tiempo libre y fértil: el de las horas ficticias, tomadas de una noche que no pertenece a ningún día y que mañana creeré haber soñado; el tiempo del cine, pienso saliendo del hotel al frío de la calle.
La luz tan blanca de esta luna grande, henchida, me hace pensar en No Sleep Till (Alexandra Simpson, 2024), que cerró la sección oficial. Es una de esas películas que habitan una noche insomne en la que el orden natural de las cosas se ve alterado por alguna anomalía climática o astral, como en Les nuits de la pleine lune (Éric Rohmer, 1984) o Happer’s Comet (Tyler Taormina, 2022); en este caso, un huracán que se acerca a la costa de Florida. Hay algo en esta clase de películas que toca a la esencia del cine, esas noches artificiales (Schefer) que pasamos en vilo, velando o en duermevela, y donde, en los mejores casos, algo se desplaza en nuestro mecanismo de percepción de las cosas, de suerte que el mundo recupera su condición de posibilidad. En No Sleep Till, es una noche de grandes soledades en la que, sin embargo, hay tiempo para alianzas frágiles, para la solidaridad, y para cambios de vida que se han ido fraguando en el marasmo de la rutina, pero que solo podrían consumarse en una noche insólita como esta.
La afinidad de esta película con Happer’s Comet va más allá de la noche insólita y del relato coral y profundamente atmosférico. Ambas surgen de la órbita de Omnes Films, un colectivo de Los Ángeles cuyo trabajo representa una de las líneas más estimulantes del cine independiente norteamericano. Lo cierto es que Omnes Films también parece encarnar con bastante fidelidad el espíritu de Novos Cinemas, según lo visto a lo largo de la semana. Si fuera necesario, tal vez podríamos poner a dialogar las películas programadas en función de algún hilo temático un tanto genérico que las atravesara a todas vagamente —¿algo así como la Memoria?—, pero me parece que la cuestión de fondo que articula esta edición del festival tiene que ver sobre todo con modelos de producción. Y en este aspecto, Omnes Films, con sus obras de presupuesto ajustado y una línea editorial libre pero coherente, constituye un caso de estudio interesantísimo.

Los capitulos perdidos, de Lorena Alvarado
También bajo el sello de Omnes Films se vio en el festival Los capítulos perdidos (Lorena Alvarado, 2024), rodada en su mayoría por un equipo técnico de dos personas, e interpretada por la familia de Alvarado: su hermana, su padre, su abuela. Ena regresa a la casa familiar de Caracas tras un tiempo en el extranjero, y se encuentra con una abuela que pierde la memoria, y con un padre que se empeña en armar una biblioteca de literatura venezolana para preservar una suerte de memoria cultural del país en tiempos agitados. Se trata de una obra muy íntima, nacida —uno imagina— del deseo de filmar un espacio y unos seres queridos con una dedicación casi documental; todo ello constituye el corazón de la película. Sin embargo, Alvarado activa esta materia familiar atravesándola de una línea narrativa que es puro juego y fabulación —la búsqueda de un libro olvidado, misterioso, que nadie parece conocer—, y que poco importa cómo se resuelva, o que se resuelva en absoluto.
Bajando por callejuelas húmedas y llenas de musgo —mis pasos resuenan en un silencio casi total—, pienso que hay ciertos ecos de El Pampero en Omnes Films; no solo en esta inclinación rivettiana hacia el misterio como un juego, también en la estructura colectiva pensada como una agrupación de cineastas con estilos y preocupaciones marcadamente diferentes, que sin embargo trabajan sobre una materia común y reconocible, construyendo película a película una visión compartida del cine. Y vuelvo a pensar en modelos de producción, puesto que Omnes y El Pampero también comparten una habilidad admirable para sortear los grandes fondos habituales, los laboratorios de guion y desarrollo, todos los eslabones de financiación casi obligatorios en el cine independiente. ¿Acaso no es esta la condición primera para una mayor libertad creativa? Me pregunto, supongo que en voz alta, pasando junto a la estatua de Valle-Inclán.
— ¡Fetichista! —me grita la estatua.
— Buenas noches, don Ramón —digo yo en tono conciliador, y sigo mi camino.
Pero algo de razón tendrá. Es tan fácil obstinarse con una idea y repetirla hasta la saciedad, verla solidificarse como un litro de pintura vieja en un cubo olvidado. Y, sin embargo, ¿tiene sentido hablar del proceso creativo como si el dinero no formara parte de la ecuación? Pienso en otras dos películas, Ulysses (Hikaru Uwagawa, 2024) y Los reinos (Manuel Muñoz, 2024), ambas mostradas en el marco de la sección Latexos. Las pensé estos días como películas-proceso, en la medida en que están hechas —o asumo que están hechas: esta luna grande invita a la imaginación— por partes, filmadas en bloques o en fragmentos separados en el tiempo, y partiendo de estructuras abiertas.

Ulysses, de Hikaru Uwagawa
Ulysses adopta la forma del tríptico, con una primera parte filmada en Madrid, otra en San Sebastián, y una tercera en algún lugar de Japón. La película funciona como un juego de resonancias donde la correlación con los textos de Homero y de Joyce se va disolviendo tras un inicio en el que creemos reconocer a la figura de Penélope; persiste, si acaso, esa tensión entre el hogar y el viajero, entre la marcha y el regreso, como hilo conductor a través de los espacios. Puede pensarse también como un ejercicio de estilos y de variaciones, puesto que las tres partes ensayan formas distintas de puesta en escena: la atención por los primeros planos en Madrid, las coreografías de San Sebastián, los planos más abiertos y generalmente estáticos en Japón. Este juego de variaciones aparece como algo del todo natural, puesto que los fragmentos están filmados en tiempos distintos, en momentos diferentes del proceso de desarrollo, y con equipos cambiantes.
La estructura de Los reinos es menos clara, pero también sugiere una película que se va descubriendo a sí misma en el proceso de creación. Si asumimos la premisa como verdadera —y aunque solo fuera un juego, ¿por qué no habríamos de entrar en él?—, Los reinos pone en escena la separación del cineasta, Manuel, y su pareja, Sofía, convirtiendo el texto cinematográfico en un objeto poliédrico que es a la vez elaboración, proceso, digestión y cierre. Para un material tan sensible —bajando la calle hacia la ría, yo elijo creer que el desarrollo de la película y el desarrollo de la ruptura corren de forma paralela e interdependiente—, el cineasta plantea una voz narradora en alemán, elemento generador de una cierta distancia hasta que la voz se incorpora en el propio devenir de la historia…
En la ría sopla un viento fuerte que se me lleva las frases, así que subo la calle otra vez, encuentro una placita con unas escaleras, y allí me siento a beber mi cartón de leche. Como casi no tomé notas, hay detalles y fragmentos de las películas que se me están empezando a olvidar. Tampoco importa demasiado. ¿Acaso no es la crítica un primer ejercicio de reescritura? ¿Qué puede uno decir de imágenes vistas una sola vez, y sepultadas después bajo más y más películas, que no sea ya un movimiento de la imaginación? Ahora que bebo un sorbo de leche me acuerdo de I Hired a Contract Killer (Aki Kaurismaki, 1990); durante años estuve convencido de que Jean-Pierre Léaud, adentrándose en el ambiente hostil de un bar clandestino y habiendo pronunciado ese fantástico “Where I come from, we eat places like this for breakfast!”, pedía un vaso de leche. La vi de nuevo recientemente: en realidad pide un ginger ale, y lo pide antes de la frase…
—¡Divagas! —me grita una vecina insomne desde su balcón. Está regando las plantas en batín. Hago ademán de protesta, pero la vecina añade, tajante—. ¡Era James Cagney en The Roaring Twenties quien pedía el vaso de leche en un clandestino!
— ¡Raoul Walsh, 1939! Gracias, señora, buenas noches —digo yo, me levanto, sigo mi camino.

Eastern Anthems, de Matthew Wolkow & Jean-Jacques Martinod
Otra película-proceso vista en el festival, con una historia un tanto distinta: Eastern Anthems (Jean-Jacques Martinod, Matthew Wolkow, 2024). Es, precisamente, una película que invita a soñar otras películas, que llama la atención sobre lo frágil de cualquier forma final, acabada. Los dos cineastas, Martinod y Wolkow, inician una correspondencia a partir de un evento particular: el renacimiento de las cigarras, que emergen cada diecisiete años en enjambres colosales. Wolkow lleva años recopilando información, imaginando una película, pero cuando llega el momento de filmar, la pandemia de COVID-19 le impide regresar a casa; en vez de esperar otros diecisiete años, Wolkow deja la película en manos de su amigo Martinod, quien sí se encuentra en la zona. Martinod tiene poco tiempo para bucear en la ingente cantidad de información que Wolkow ha recopilado. Pronto emergen las cigarras, Martinod empieza a filmar; he aquí una primera mutación de la película imaginada.
No será la única: un problema con la cámara hace que pierdan casi todo el material filmado. Las imágenes tiemblan, se disuelven, se llenan de manchas de color. Podría haber sido la estocada final a este proyecto mutante, pero Eastern Anthems incorpora sus fracasos, convierte su propia reformulación en parte de la obra, de forma que la película sigue soñándose a sí misma. También la sueño yo ahora por las calles vacías de Pontevedra. Me cuesta convocar su forma exacta, los fragmentos se mezclan en mi memoria; pienso en las postales, en los retratos, en la mezcla de texto e imagen, en la tensión entre un formato más bien clásico de entrevista en la pista sonora y una imagen que sigue los caminos de lo experimental… Me parece que esta dificultad de fijarla es parte innegociable de la película, y sigo inventándole otras formas desde el recuerdo. Martinod fuma en la puerta de la única taberna abierta.
— Sí, también podría ser así… —creo que dice, aunque no le oigo bien.
Curiosamente, hay otro Martinot (ese con t) rondando por el festival, Maxime, a quien Novos Cinemas le dedica una retrospectiva. Algo parecido me sucede con una de sus películas, Le sentier des asphodèles (2023): a pesar de la impresión profunda que me ha causado, apenas consigo recordarla. Hay en ella un apicultor, Jean, que recorre el sendero que da nombre a la película en compañía del perro Léon. Es una compañía formulada en dos soledades: Jean farfulla un soliloquio interminable, lleno de giros lingüísticos y juegos de palabras, y Léon viene y va libremente en su vagabundeo animal. El sendero se encuentra en algún lugar de la Bretaña y tiene forma circular: se trata, por lo tanto, de una película que regresa a su punto de partida, a un lugar que ya no es el mismo, transformado por el recorrido y la duración. En el tiempo que le lleva transitar el círculo, Le sentier des asphodèles ahonda en la distancia entre mapa y territorio, acumulando voces, paisajes, leyendas, desdibujando los tiempos —pasado, presente, futuro— sobre el denominador común del espacio.
En esta película, el ritmo lo es todo: el ritmo conjunto de los pasos y de la letanía de Jean, como un eco lejano de los vagabundeos fílmicos de Fabrizio Ferraro. Algo hipnótico sucede con esa clase de películas que subordinan su tiempo al caminar de los personajes; el caminar acaba por ser una forma de montaje, tal y como sugirió el propio director. En esta película, otros puntos de vista entran en acción: Martinot, al igual que Martinod, se interesa por lo no-humano, por lo animal, y materializa la perspectiva del perro a través de una cámara libre, caótica, que corre azarosamente por el bosque a dos palmos del suelo. En una secuencia particularmente interesante, esta cámara subjetiva detiene de pronto el movimiento animal que la caracteriza y se convierte de nuevo en una cámara objetiva; sin corte alguno, se eleva con un gesto limpio, se para en actitud contemplativa sobre las ramas de un árbol.
Abismado en mi propio soliloquio, he llegado frente a una casa grande y vieja que parece abandonada. Tiene una ventana abierta en el segundo piso y unas cortinas blancas que se mueven con el viento. Junto a la casa hay un jardín, y en el jardín hay una casita de plástico de color naranja y un caballo pastando entre la maleza.
— Todo está igual como la tarde aquella… —recita el caballo distraídamente.
— No me voy a callar, Memé —silba un pájaro desde su rama una y otra vez.
Pienso en las frases que me han acompañado esta semana. Pienso en la pregunta que me he hecho catorce veces a lo largo del festival: ¿cómo se hace una película? Pienso en las catorce respuestas que he recibido sentado en la fila tres, butaca uno, del Teatro Principal. Una noche es corta para todas ellas. Ahora estoy sentado en un escalón junto a la casa abandonada, y la luz blanca de la luna empieza a desvanecerse. Despunta el día, estoy cansado. Viene un gato negro a saludarme. ¿Acaso tú sabes, gatito negro, cómo se hace una película?
— Miau —dice el gato, y salta dentro del jardín.
Se acabaron las horas ficticias, regreso a mi cama.