NOVOS CINEMAS, NUEVOS VERANOS
Conscientemente, o no, entre las películas seleccionadas en las diferentes secciones del festival Novos Cinemas, aparece el verano como un tema, o un escenario, recurrente. A lo largo de varias películas el verano se alza como esa suspensión del tiempo en el que la vida reduce su velocidad y nos permite observar todo con más calma. También un momento en el que los días se alargan y parecen separarse del tiempo mismo, provocando la ilusión del nacimiento de una especie de línea temporal alternativa que comienza poco a poco para acabar abruptamente cuando se acerca septiembre y la vuelta a la rutina.
Terence Malick se acercó al verano del sur de Dakota, a esas tierras malas que le dan título a la película, para contar la historia de dos delincuentes peculiares sin aspiraciones ni objetivos en la vida más allá de vivirla. Badlands (1973) es un canto a la belleza, un film que nos atrapa y cautiva con una historia narrada por Holly (Sissy Spacek) desde un futuro indeterminado. Los personajes de Holly y Kit (Martin Sheen) caminan a tropiezos por la vida, guiándose por el destino que marca una botella girando en el suelo, sin más sueños que vivir un día más; un vaivén, el de los personajes, que acaba por hipnotizarnos. Malick, en la que fue su ópera prima, consigue vaciar la historia para dejarnos solo con ese ‘no sé qué’, ese atractivo que nos lleva a continuar ese camino errático de Kit y Holly, a pesar de que tengamos que llevarnos por delante la vida de una o dos personas.
También por este veranos que nos ofrece Novos Cinemas pasearon dos literatos: Shakespeare y Dostoyevsky en Rosalinda (Matías Piñeiro, 2011) y António, um, dois, três (Leonardo Moramateus, 2017) respectivamente. Dos películas de las que ya hablamos en la anterior crónica al hablar de la relación entre la literatura y la repetición. Pero, podemos mirar cara estes filmes en relación con el verano, con ese sol que corta las sombras creadas por las hojas creando espacios entre la tiniebla y la claridad donde solo el amor germina. En las dos películas, el verano es ese espacio temporal donde, serán las temperaturas, serán las horas de luz, los enamorados comienzan su viaje. Dos visiones, las de Piñeiro y Moramateus, que parecen también coincidir en unir este tiempo estival con las fiestas, el éxtasis alcohólico, los juegos de mesa, las miradas cruzadas y los besos dados a escondidas.
Hablamos también en la revista de Estiu 1993 (2017), ese hermoso ejercicio de melancolía y memoria personal que firmó Carla Simón. Una historia que, de nuevo, transcurre en medio del verano de una aldea catalana y que gira alrededor de la adaptación de una niña a sua nueva familia. Simón filma el verano como ese tiempo suspendido de la infancia, cuando los años no se rigen por el cambio de la noche del 31 de diciembre a la mañana del 1 de enero, sino por el paso de un curso a otro; un tiempo suspendido en el que las memorias se siembran para, a lo largo del próximo año, ir floreciendo en la memoria. Frida, la niña protagonista (Laia Artigas), ve como esas semillas nacen hacia el final de la película, cuando las lágrimas surgen de la “nada” sin razón aparente. Hasta la más grande y fuerte de las plantas nace de un brote que parece débil.
Muy relacionada con Estiu 1993, y también centrada en el verano, está Piedra y Pájaro (Volga, 2017); la que podría ser casi un documental paralelo a la película de Simón. Los dos filmes comparten como escenario Cataluña, lugar de la infancia de los directores, así como comparten esa búsqueda de la propia infancia a través del cine. En el caso de Piedra y pájaro, el motivo de este ejercicio de mirada hacia atrás es una roca, un lugar en el medio del bosque, donde uno de los directores del colectivo Volga jugaba en la aldea de sus abuelos. A partir de este objeto, se crea un ejercicio visual centrado en acercar las distancias que separan aquellos años de juego con la actualidad fílmica. La película sirve, aquí, para retrotraerse a esas sensaciones del verano, ese ritmo pausado y contemplativo propio de las vacaciones. Al contrario que la roca sobre la que gira esta película, los recuerdos si cambian con el tiempo, incluso pudiendo ser olvidados. Piedra y pájaro funciona casi como una fotografía, congelando ese recuerdo, ese tiempo suspendido de los veranos cuando es un niño.
Entre la ciudad el campo la noción de verano dista mucho. Centrado en la vida urbanita de un barrio de Madrid (San Cristóbal), el documental de Carmen Bellas Una vez fuimos salvajes (2017) intenta captar la esencia de este barrio ante los cambios inevitables del paso del tiempo. La directora crea un diálogo imaginado con un vecino, que ella misma interpreta en voz, creando así un hilo conductor que nos lleva por las diferentes escenas que este particular verano vive: unos niños juegan en un parque, cerca de allí unos adolescentes celebran el cumpleaños de una chica, otros aprenden a hacer la calle suya a golpe de parkour. En el coloquio posterior al pase, la directora decía haberse sentido como un “vampiro” al aprovecharse de las historias de la gente que aparecía delante de su cámara; a pesar de esto, prevalecía la premisa de hacer un retrato singular de un barrio en el que la población destaca por su diversidad. Una premisa atractiva que acaba por desmontarse a los minutos del film ya que este “vampirismo” se hace evidente, volviendo el discurso de la película, doblemente enunciado por la directora (a través de su alter ego y de la voz del vecino que interpreta), en su contra.
Como el verano, también Novos Cinemas termina. Lejos queda tumbarnos en los tejados de Lisboa a reflexionar sobre el amor o la amistad, los paseos entre los árboles buscando un altar al que pedirle nuestros deseos; nos despedimos de aquella roca alrededor de la que jugamos todos estes días y, por último, nos entregamos, manos arriba, al vacío que supone vivir lejos de todo este cine. Ahora solo queda el recuerdo de este verano de cine programado intencionalmente de casualidad. Un recuerdo sobre el que volveremos una y otra vez para soportar la espera hasta el verano del año que viene.