PdV 2013. EL TIGRE SE PERFUMA CON DINAMITA
La cabecera de esta edición, obra de Kikol Grau, no podía ser más adecuada para describir el momento en el que se encuentra el festival Punto de Vista: un tigre de Tasmania (el lobo ese con rayas en el lomo) da vueltas sobre sí mismo hasta que se vuelve punk, le salen los dientes, crece su furia, y finalmente desaparece ante el fantasma del poder. Echadle un ojo, sólo dura treinta segundos. Cada vez que aparecía el tigre en la pantalla, la hipnosis comenzaba: la rabia del animal es la rabia de un festival amenazado por la falta de financiación, que ya nos privó de él el año pasado, y ante la que el equipo dirigido por Josetxo Cerdán supo reaccionar con valentía y lucidez. Después de invernar durante una temporada más larga de la que a todos nos habría gustado, la programación de esta edición ofreció una antología valiosa y variada de un montón de tendencias, estilos y tradiciones en donde cada película impacta en el espectador como si fuese la dentellada de ese tigre infelizmente extinto por culpa, según la leyenda, de la negligencia de sus cuidadores.
Aún es pronto para saber qué será de Punto de Vista en el futuro, pero el público vivió esta edición como si fuese la última. El antídoto contra esta ansiedad fue el apoyo masivo de la ciudad y, sobre todo, de esa comunidad flotante de cineastas, críticos, programadores y académicos que convirtió Iruña en el epicentro del invierno cinéfilo peninsular. Vimos caer la nieve, comimos bocadillos de txistorra y cazuelas de ajoarriero, compartimos copas y conversaciones en el Nicolette y cada uno volvió a su casa llevando consigo un montón de películas en las que pensar. No obstante, como advierte Oswaldo Somolinos, este no es el lugar para hacer crónica social, sino para compartir nuestras impresiones sobre todas esas películas que merecen alargar su vida más allá del festival.
La conexión china
Es posible que la conocida sinofilia de J. P. Sniadecki ayudase a que el jurado que él formaba junto con Bill Brown, José Luis Cienfuegos, Ana Isabel Santos Strindberg y Christian von Borries le diese a Apuda (He Yuan, 2010) el Gran Premio Punto de Vista. Esta película, como decía Gonzalo de Pedro en su presentación, no se parece a los títulos que llegan a través de Francia, con Wang Bing de abanderado, porque en él hay una vertiente pictórica que contrasta con la imagen sucia del DV que emplea habitualmente el documental chino. Puede aplicarse esto a Wu Wenguang o Duan Jinchuan, pero ciertamente no ocurre en los planos más abstractos de la primera parte de West of the Tracks (Wang Bing, 2003). Al contrario, He Yuan tiene una paciencia para encuadrar de forma armónica que resulta casi inaudita en el agitado cine de no ficción del gigante asiático. Sus planos son, mayoritariamente, el anverso y el reverso de una relación paterno-filial que se muestra de manera directa, sin ambages.
La película muestra su mayor virtud en esta diferencia, más incluso que en su trabajada vertiente plástica. El documental chino es diverso, pero incluso en los ejercicios más observacionales hay casi siempre algo de vérité: los protagonistas terminan por interpelar al cámara/cineasta, cosa que aquí no ocurre. He Yuan es literalmente un infiltrado que no interviene en absoluto en el desarrollo de la (no) acción. Su manera de aprehender la realidad responde a la política del xianchang, ese concepto chino de la observación pausada con tomas largas que espera a que la verdad de la imagen se revele por sí misma. En este aspecto, el director sí que sigue claramente la senda de Wang Bing, sólo que la lleva hasta el límite, ocultando las costuras que quedan al aire en el cine de este autor.
Hay otra contribución en Apuda que, aunque no es nueva, sí es muy relevante: en su retrato de un mundo rural subdesarrollado, con un hijo que se esfuerza por cuidar al padre moribundo sin la ayuda de nadie, el película emite un comentario político por puro contraste con la imagen de prosperidad urbana que el régimen chino suele exportar. En este caso, claramente, la estética es política.
Incomodar para estimular
Sólo hubo otro premio más para un largometraje en el palmarés oficial: la mención especial de El modelo (Germán Scelso, 2012), un película que no permite la indiferencia ni el distanciamiento. Puede cabrear o puede fascinar, pero es difícil quedarse al margen. El espectador se encuentra poco menos que ante una colisión de dos trenes mercancías: por un lado, un personaje incómodo, Jordi Pasarin Berzal, un discapacitado de unos cincuenta años que pide limosna con una técnica especialmente agresiva; y por otro lado el cineasta Germán Scelso, un argentino en Barcelona que ante el acoso cotidiano de Jordi decide tratarlo en igualdad de condiciones con un pacto explícito ante la cámara. El personaje no lo podría sintetizar mejor: “No me importa que me grabes, pero dame un euro”. Scelso le da muchos euros a lo largo del metraje, registrando las transacciones en primer plano, implicándose, inculpándose. La relación entre ellos se desarrolla entonces entre la complicidad, la esgrima verbal, el insulto y el abuso, en una tensión permanente que muchos calificaron de inmoral, miserabilista, ofensiva y manipuladora.
La película, por suerte, está por encima de todos estos adjetivos. La actitud confrontacional de Jordi encuentra en la cámara de Scelso la mejor réplica y, por momentos, incluso parece que se atenúa. De este modo, El modelo combate la mala conciencia burguesa con un espíritu punk que va justo en la dirección contraria a Agarrando Pueblo (Carlos Mayolo & Luis Ospina, 1977). Personaje y cineasta mantienen un inquietante juego de poder durante todo el metraje, en donde van apareciendo, sin sutilezas, muchos temas que preferimos evitar: la crisis económica, el fascismo cotidiana, el desarraigo de la inmigración, la explotación laboral, el maltrato físico y psicológico y, por supuesto, la demagogia cinematográfica, presente especialmente en el último tramo de la película. En una sociedad tan mansa como la nuestra, donde muchos siguen atrapados en la cultura de la transición y su alergia al conflicto, un película como El modelo ayuda a ver y, sobre todo, a pensar, como el propio festival: un tigre de Tasmania redivivo.
Elegías en corto
El Premio Jean Vigo fue, con cierta sorpresa inicial, para el director inglés John Smith, autor de Dad’s Stick (John Smith, 2012), el título más corto del festival: su duración se comprime nada menos que en cinco minutos. En ese tiempo, en una exhibición de poética minimalista, la pantalla se llena solamente con planos de detalle de los tres objetos que el padre de Smith le dejó en herencia a su hijo artista, así como con los rótulos que ayudan a interpretarlos, nada más. A partir de estos elementos, la memoria de Smith se expande en todas las direcciones, contagiando al público con su afecto y fascinación por estos fetiches: capas y capas de una luminosidad inesperada.
Los otros dos cortos premiados fueron Toma Dos (Pilar Álvarez, 2012), como mejor cortometraje, y la estadounidense The Florestine Collection (Paul Gailiunas & Helen Hill, 2010), que mereció la otra mención especial. Esta última supone, al igual que Dad’s Sitck, una elegía hacia un ser amado, esta vez la propia co-directora de la película, Helen Hill, que murió asesinada en su casa de Nueva Orleáns dejando la pieza inconclusa. Por este motivo, lo que iba a ser un homenaje a la creatividad de la costurera afroamericana Florestine Kinchen, autora de un centenar de vestidos naif que Hill rescató de la basura, se convierte en el retrato póstumo de la vida en pareja de la cineasta. Paul Gailiunas, su compañero, retomó las ruinas del proyecto (varias secuencias de animación, algunas entrevistas, los propios vestidos, etc) y les dio un nuevo sentido al mezclarlas con películas domésticas y documentos personales del desastre del Katrina, entre los que destaca especialmente el celuloide dañado por la inundación.
The Florestine Collection es así un exorcismo poderoso y sentido que se esfuerza por sublimar la tragedia a través del arte, lo mismo que, de otro modo, también intenta Toma Dos al documentar la reconstrucción de un acontecimiento traumático. Esta vez, el montaje deslavazado sirve para desviar la atención del espectador hacia el poso que dejó este acontecimiento, atendiendo sobre todo a su vivencia interior. No obstante, este enfoque resulta algo ensimismado, al anteponer la creación del efecto narrativo a la empatía con los personajes.
La lectura de las imágenes
Fuera ya del palmarés, varios títulos nos invitaron a fijarnos en el significado oculto o implícito de las imágenes, ya fuese en sentido político, estético o sociológico. Por ejemplo, The Anabasis of May and Fusako Shigenobu, Masao Adachi and 27 Years Without Images (Eric Baudelaire, 2011) es una obra de una sencillez admirable que profundiza en las lagunas de la historia a través de lo que podríamos llamar ‘imágenes delegadas’. El título de la película describe perfectamente su tema: la desaparición durante casi tres décadas de la actriz Fusako Shigenobu, fundadora del Ejército Rojo Japonés, de su hija secreta May, y del cineasta militante Masao Adachi, miembro de la misma organización. Los testimonios de estos dos últimos establecen un relato cronológico de su vida en la clandestinidad en el Líbano, en donde se refugiaron a comienzos de los años setenta, y sirven de comentario para las imágenes filmadas por el cineasta francés Eric Baudelaire, quien, siguiendo la teoría del paisaje que Adachi había desarrollado en sus propias películas, sólo muestra los espacios en los que transcurre la acción: las claustrofóbicas ciudades japonesas y las no menos opresivas calles de Beirut. Lo más interesante de la propuesta es que el el propio Adachi el que le encarga a Baudelaire que filme los paisajes libaneses, porque después de su detención ya no se le permite volver a este país. La película se construye, por lo tanto, a partir del intercambio de narración por imágenes, siendo la propia película el lugar de este encuentro.
Por su parte, la reinterpretación que propone Museum Hours (Jem Cohen, 2012) se refiere en principio al rol del museo en la sociedad contemporánea, un enfoque que se desborda enseguida en dos direcciones: primero hacia el exterior, convirtiendo la ciudad de Viena en un museo al aire libre en donde las piezas más significativas son los desechos del capitalismo; y después hacia el interior, entrando en cada cuadro, especialmente en los de Brueghel el Viejo, para descifrar sus alegorías con una sensibilidad contemporánea. En ambos casos hay una clara voluntad de filmar la mirada y, sobre todo, de establecer una pedagogía de la imagen. Sin duda, Cohen rueda mejor que nunca, quizás porque esta vez tiene un presupuesto generoso, pero su discurso no va más allá de las ideas que había desarrollado en Lost Book Found y Chain (Jem Cohen, 1996, 2004). De todas maneras, poca gente debería estar decepcionada con esta película, porque aquellos que no conozcan la obra de Cohen tienen aquí una excelente oportunidad para descubrirla, y aquellos que ya la admiramos encontraremos en esta obra una síntesis fluida de sus greatest hits: elogio de la flânerie, apología del modernismo, relato de viajes y conciencia política.
Por contraste, el mayor descubrimiento de esta edición fue la película siciliana Un mito antropológico televisivo (Maria Helene Bertino, Dario Castelli & Alessandro Gagliardo, 2011). Este documental de metraje encontrado consiste en el reciclaje de materiales profundamente cutres desde un punto de vista periodístico que resultan al mismo tiempo muy reveladores desde un punto de vista sociológico. A partir del archivo de una televisión local de Catania, los directores de esta pieza rescatan imágenes de comienzos de los noventa que despiertan tanta vergüenza como fascinación: políticos corruptos, ciudadanos indignados, violencia estructural, religiosidad desaforada, manipulación periodística, declaraciones irrelevantes e incluso un plano obsceno filmado en una discoteca en donde la cámara intenta poco menos que penetrar a una bailarina la base de zoom. Italia, Sicilia era esto, sin anestesia ni atenuantes, una sociedad que se ridiculiza a sí misma mediante la forma de construir sus propias representaciones. Deberíamos importar ya este dispositivo, porque nos ayudaría a aprender mucho de nuestras propias miserias.
Experimentos formales
Todas las películas del festival eran exigentes a su manera, pero las dos que llevaron más lejos sus premisas fueron El jurado (Virginia García del Pino, 2012) y Gui Aiueo:s (Go Shibata, 2010). La primero supone una especie de oda al píxel que reivindica, en claro desacuerdo con las tres películas anteriores, la opacidad de las imágenes. Nada puede saberse con certeza contemplando su metraje, que consiste íntegramente en la filmación en primer plano de los rostros desfigurados por el *zoom digital de cuatro miembros de un jurado popular. El juicio al que asisten queda siempre fuera de campo, pero la directora suministra al público los datos básicos para comprender el caso mediante el montaje de sonido: las voces del juez, del fiscal, del abogado defensor y de los testigos debaten un asesinato por violencia de género, pero sus intervenciones resultan intencionadamente incomprensibles. Gracias a este dispositivo, el público está tan perdido como los protagonistas del película. Una vez más, la complicidad del público es fundamental para el éxito de este trabajo, que tiene su mayor virtud en la habilidad para dejar preguntas en el aire.
En una línea completamente diferente, Gui Aiueo:s se sirve de una ficción para documentar su propio proceso creativo: el equipo de rodaje interpreta a una especie de banda de rock que se dedica a registrar paisajes sonoros reales. La película juega a ser una road movie que finalmente acaba siendo una colección de performances más o menos inspiradas. El trabajo de sonido es lo más interesante de la propuesta, sobre todo por la decisión de desincronizarlo con respeto a la banda de imagen, pero en general Gui Aiueo:s sufre una progresiva pérdida de interés que limita considerablemente sus méritos.
Observación y comprensión
Una obra que pasó injustamente desapercibida por el festival, quizás por culpa de su agradable levedad, fue Sniegs (Laila Pakalnina, 2012), un mediometraje que retrata una de las facetas más insólitas de la sociedad letona: su pasión por el esquí, a pesar de ser un país completamente plano (su punto más elevado es la colina Gaizina, que apenas pasa de los 300 metros). En esta geografía, los letones construyen sus propias colinas para después explotarlas como pistas de esquí durante la temporada invernal. La cineasta Laila Pakalnina describe este proceso mediante un montaje virtuoso, mucho humor, y una banda sonora que sirve de comentario irónico, surreal o directamente perverso a las imágenes. Esta técnica es muy parecida a la que ya había empleado en Pa Rubika Celu (Laila Pakalnina, 2010), pero esta vez el tema da mucho más juego: Sniegs funciona entonces como una metáfora desconcertante de un país en donde el deseo es el motor principal de su inconsciente colectivo e incluso de su propia economía doméstica.
Frente a esta exhibición de creatividad, el documental más clásico del festival fue sin duda A la sombra de la cruz (Alessandro Pugno, 2012), un título que describe el funcionamiento interno de la abadía del Valle de los Caídos sin salirse nunca de la ortodoxia observacional: su director, el italiano Alessandro Pugno, espera pacientemente a que sean los propios monjes los que delaten la mentalidad nacional-católica de su institución, sobre todo en aquellas escenas en las que adoctrinan descaradamente a los alumnos de su escuela. Las convenciones observacionales también están en la base de The Island of St. Matthews (Kevin J. Everson, 2013), una película que también recurre puntualmente la estrategias participativas y performativas para abordar el recuerdo de una inundación en una pequeña comunidad de Mississippi. Su director apuesta claramente por el ritmo geológico y las imágenes-fetiche, como la de un escultórico esquiador acuático, pero el resultado está lejos de provocar la misma fascinación que los mejores trabajos de James Benning o Chantal Akerman.
Las últimas líneas de esta crónica van a ser para Hoof, Tooth & Claw (Adam Gutch & Chu-Li Shewring, 2011), un cortometraje sobre la relación de una anciana galesa con los animales de su granja en donde nunca queda claro quien cuida de quien: el mal estado del ganado fuerza su sacrificio, privando a la anciana de su único motivo para seguir viviendo. La relación de la cámara con los sujetos filmados, ya sean humanos o animales, intenta reproducir la complicidad que se vivía en esa granja, dejando la verdadera tragedia fuera de campo. Y en ese lugar, por desgracia, se van a tener que quedar nuestros comentarios sobre las tres películas a concurso que, por motivos de agenda, no llegamos a ver: Handful of Dust (Hope Tucker, 2012), un epílogo a la saga The Obituary Project; Alam Laysa Lana (Mahdi Fleifel, 2012), el título ganador del Premio del Público; y Vers Madrid (The Burning Bright) (Sylvain George, 2012), un retrato de la efervescencia política del Movimiento 15-M. En otra vida, en otra pantalla, veremos estas tres obras que, sin duda, deben estar a la altura de un festival que claramente merece sobrevivir a la extinción de su especie.