PLAYLISTS Y CUBOS DE RUBIK
En el número 1 de la revista Cinema Comparat/ive Cinema Pablo García Canga escribe un artículo en torno a un día de programación en la Cinemateca Francesa, “14/09/1968, una programación de Henri Langlois” (2012). Ese día de septiembre de 1968 la Cinemateca proyectó cuatro películas: Blind Husbands (Eric von Stroheim, 1919), The Big Sky (Howard Hawks, 1952), Bonjour tristesse (Otto Preminger, 1958) y Bande à part (Jean-Luc Godard, 1964). Según el abstract del propio artículo, García Canga busca en esas cuatro películas “aproximaciones y relaciones de distinta naturaleza, y también diferencias, como si los cuatro filmes —de épocas y sistemas de producción diferentes— formaran parte de un montaje que permitiera percibir o descubrir nuevos aspectos de cada film individual. El artículo propone agrupaciones de pareja, de tres, entre los filmes, en busca de las líneas que permitan unir a las cuatro películas, al tiempo que sugiere que es en el tema del tres, en la imposibilidad o dificultad de incluir el tres en una pareja (¿qué hacemos con el tres?), donde se encuentra un vínculo común. La programación deviene así un juego interpretativo.” No voy a entrar a discutir aquí el artículo de García Canga ni su interpretación. Tan solo que ese “juego interpretativo” sólo se entiende desde una perspectiva crítica. Esas cuatro películas podrían conformar una simple recomendación, un artículo centrado en ellas o, sí, como es el caso, la programación de un día en la Cinemateca Francesa. El juego interpretativo lo podríamos hacer igualmente en todos estos casos.
Soy bastante escéptico con estas interpretaciones, tengo que reconocerlo. No veo la programación como un juego de adivinanzas. Pienso que no debemos caer en la sobreinterpretación, más aún cuando estamos tratando con figuras legendarias imbuidas de los atributos de la genialidad. No, no creo que la programación consista en unir líneas de puntos o en descubrir qué nos quiso decir el responsable de programar cuatro películas consecutivas. Siempre hay una razón para hacerlo, por supuesto, y entiendo que el crítico quiera desentrañarlas, pero esas razones son a menudo muy prosaicas, más cercanas a un cubo de Rubik que a un juego interpretativo. En tanto que programador son incapaz de verlo de otra manera.
Por ejemplo, lo primero qué me pregunto de la programación de ese día en particular es por la copias, por su estado, por sus características (¿estaban subtituladas?), por su procedencia (aunque imagino que todas salían del archivo de la Cinemateca), por las condiciones de proyección en general. Un espectador de 2012 (o 2015, para el caso) conocerá esas películas en versiones puede que hasta distintas. Sabemos que las películas mudas tuvieron múltiples versiones. ¿Qué ocurrió con Blind Husbands? ¿Cómo se exhibió aquel día? ¿Era una copia completa, estaba rayada, se proyecto con acompañamiento musical en directo o se proyectó muda? Programar es atender a estas circunstancias, pues una mala copia o una mala proyección pueden alterar radicalmente nuestra percepción (y nuestra interpretación) de una película. Para juzgar una programación hay que asistir a las proyecciones; si no es así solo estamos juzgando un listado, una playlist. En Spotify, en tu iTunes, dispones de miles o millones de canciones con las que elaborar tus playlists. Puede que la Cinemateca Francesa sea lo más parecido a un Spotify del cine, pero eso no convierte la programación en una mera selección de playlists. Hay que atender a otras circunstancias que tienen que ver con las copias, con su gestión y con las condiciones de su exhibición. Algo de esto percibe García Canga cuando le llama la atención que The Big Sky, película lanzada en su momento en una versión de 141 minutos, luego reducidos en alguna versión a 122, en todo caso una película de más de dos horas, se programe a las seis y media y Buenos días, tristeza a las ocho y media. Ese intervalo de dos horas no permite programar la película en su integridad, por lo que cabe sospechar que la siguiente sesión se retrasó. Puede tratarse de una simple errata del programa o puede que la versión proyectada durase efectivamente menos de dos horas (una copia incompleta o una copia tan machacada que había perdido ya varios minutos al principio y final de las bobinas). Para comprobarlo habría que haber estado allí.
Espero que me perdonen que sea tan quisquilloso. Cada vez más, sobre todo desde el inicio de la crisis, la programación es mucho más que una simple selección de películas. Como crítico, incluso como comisario de un ciclo, puedo proponer programas con combinaciones imposibles y sorprendentes, ningún límite me lo impide, salvo mi imaginación o capacidad para ensayar líneas discursivas. Como programador tengo que enfrentarme a la realidad, a los recursos disponibles. A los económicos, pero también a los técnicos, logísticos y humanos. Programar es también un asunto burocrático o una forma de esgrima en la que el oponente del programador es la burocracia. No basta con saber si se puede pagar el alquiler de una película, también es indispensable anticipar cómo se va a pagar (¿exigen pago por anticipado? ¿es factible administrativamente?), dónde y cómo se va a organizar el transporte, encargar (y pagar) el subtitulado…
El programador debería de saber también cuáles son las condiciones de proyección en cabina, hasta qué punto en un programa de cortos es posible combinar distintos formatos. No tanto el programador estable de una sala, pues eso se presupone, como un programador invitado o el comisario de un ciclo o una sesión particular. Recuerdo una sesión en el CGAI programada por un comisario invitado en la que se combinaban cortos en vídeo HD (lanzados desde un ordenador y por lo tanto desde el proyector digital), 16 y 35mm. Por supuesto, había un orden preestablecido que había que respetar escrupulosamente si no se quería alterar el discurso subterráneo que anidaba en esa, sí, playlist. Por desgracia, el comisario no había tenido en cuentas las condiciones de la cabina (una cabina tan angosta e incómoda como la del CGAI), las dificultades para pasar del 16 al 35, que implican mover un proyector o que, y esto es lo más grave, una de las películas en 16mm debía de proyectarse a 18fps. Pero cambiar la velocidad a un Fumeo implica abrir el motor, por lo que es imperativo esperar a que enfríe. Si esa película a 18fps está programada entre dos películas a 24fps, esa operación hay que realizarla dos veces: pasar de 24 a 18 y después de 18 a 24. Y si no se ha tenido en cuenta a la hora de elaborar la playlist, por ejemplo, aprovechando esos cambios de velocidad para programar los títulos en vídeo o 35mm, es imposible evitar sendas pausas de unos quince minutos cada una, pausas que seguramente el comisario nunca previó y que, ay, pueden romper la magia que pretendía crear con esa sucesión perfectamente estudiada y calibrada de películas.
Otra cuestión relacionada con los recursos. Desde hace años el CGAI guarda en su archivo una copia (10 MiniDV) de Kagadanan Sa Banwaan Ning Mga Engkanto (Death in the Land of Encantos, 2007), depositada en su día por Lav Diaz. Nunca me atreví a programarla, aunque sí lo hicimos con Ebolusyon ng Isang Pamilyang Pilipino (Evolution of a Filipino Family, Lav Díaz, 2004), porque venía empaquetada en un ciclo y había que programarla en aquel momento, no cabía esperar. Los problemas con Encantos no habrían sido distintos a los de programar Evolution: los horarios y el subtitulado, fundamentalmente. El primero atenta contra los horarios tradicionales del propio CGAI y los de su personal de sala, ya que su duración (10 horas) excede el de su jornada laboral. El segundo es inviable económicamente: subtitular electrónicamente una película de 10 horas cuesta lo mismo que subtitular cinco películas. Finalmente, Evolution se proyectó en dos días consecutivos (viernes y sábado, cinco horas cada día) y con los subtítulos en inglés incrustados en la copia.
Sí, Death in the Land of Encantos se podría programar en las mismas condiciones, pero programar es también administrar recursos. Esto es algo que el crítico pocas veces tiene que hacer. En cualquier caso creo que programar tiene poco que ver con escribir de cine (al menos en mi experiencia personal, por más que sean actividades complementarios y mutuamente enriquecedoras), pero sí quizás con dirigir una revista, algo que implica encajar muchas piezas y regular equilibrios variopintos (su propio cubo de Rubik). De la misma forma, no es lo mismo programar la Cinemateca Francesa que el CGAI, el Festival de Cannes que Play-Doc, una sesión de cortos que una sala con una programación anual regular y, por último, no es lo mismo programar una filmoteca que un festival. Mucho más de lo que se piensa, los intereses de la crítica y la programación son a menudo contrapuestos. Lo voy a intentar explicar con un ejemplo tan sencillo como reciente, el ciclo Cine e pintura. Arredor da exposición “O primeiro Picasso”, que se programó en el CGAI entre el 10 de marzo y el 21 de abril coincidiendo con la exposición sobre el Picasso coruñés que se celebraba simultáneamente en el Museo de Belas Artes da Coruña.
Los organizadores de esta exposición fueron los que propusieron al CGAI la realización de un ciclo paralelo, en la línea de otras actividades que se iban a desarrollar en la ciudad durante el periodo que permaneciese abierta la exposición, entre finales de febrero y finales de mayo de 2015. La propuesta iba más orientada hacia un ciclo “Picasso en el cine”, en la línea de muchas propuestas que llegan al CGAI y que, en la medida de lo posible, se intentan reorientar en función de nuestra programación, buscando un punto de equilibrio entre los intereses de unos y otros. La idea de centrarnos en biopics de Picasso o películas sobre su figura se desechó desde un primer momento, pues, como es demasiado habitual, respondía a esa visión del cine como mero complemento susceptible de proponer temas para el debate (es el pernicioso síndrome La Clave, que entiende el cine como una antesala para la discusión de temas ‘importantes’). En lugar de ilustrar la vida de Picasso, se planteó el ciclo en torno a las relaciones entre cine y pintura, pero de una forma muy modesta, pues el CGAI no tiene capacidad ni recursos para organizar una gran retrospectiva. Muchas películas que podrían conformar un hipotético gran ciclo sobre las relaciones entre cine y pintura ya se había proyectado en otras ocasiones, algunas varias veces, ya fuesen Lust for Life (Vincent Minnelli, 1956) o Van Gogh (Maurice Pialat, 1991), El sol del membrillo (Víctor Erice, 1991) o Passion (Jean-Luc Godard, 1982), Le mystère Picasso (Henri-Georges Clouzot, 1956) o … ere erera baleibu izik subua aruaren… (José Antonio Sistiaga, 1970). Nuestro ciclo ‘Cine y pintura’ tendría que ser, inevitablemente, un ciclo sostenible, a la medida de nuestra capacidad y recursos actuales, y con un número de sesiones limitadas, que al final fueron ocho. Como crítico, si tuviese que escribir un artículo sobre cine y pintura, abordaría algunas de estas películas y muchas otras que no se programaron. Como programador tengo otras limitaciones.
Para arrancar el ciclo se eligió Vérités et mensonges (F for Fake, Orson Welles, 1973), simplemente porque era la única de las películas en las que Picasso hacía acto de presencia. F for Fake no es tanto una película sobre la pintura como sobre el comercio y falsificación del arte, aunque en realidad Welles nos habla de los mecanismos ‘falsificadores’ o de prestidigitación del propio cine (y ahí es donde entra Picasso, por obra y gracia del montaje). Como prólogo se proyectó el telecine de Lluvia (Eugenio Granell, 1961) película pintada a mano. Esta versión transferida a Betacam (el original es en Súper 8) no resiste la proyección en pantalla grande, algo de lo que me di cuenta muy tarde. En cualquier caso hubiese sido peor programarla junto a los Hand-Painted Films de Stan Brakhage. F for Fake servía también de prólogo a un pequeño ciclo sobre el centenario de Welles que estaba programado para el mes de abril.
Fuera de esta película, Picasso desapareció del ciclo, no así la pintura. Mr. Turner (Mike Leigh, 2014) es una de esas películas que nunca defendería como crítico (me gusta muy poco), pero que se había estrenado unos meses atrás, estaba de actualidad por alguna que otra nominación a los Oscar, y permitía cubrir el hueco de las biopics de pintores echando mano de un título en distribución que no era necesario buscar en el extranjero ni subtitular. Aún así, la película de Mike Leigh tiene un trabajo fotográfico a cargo de Dick Pope digno de mención. Al fin y al cabo el ciclo atendía prioritariamente a las relaciones entre cine y pintura y, como otras películas del mismo, ponía en primer plano esa utopía de trasladar un universo y una materia pictóricos a la superficie espacio-temporal de una pantalla de cine.
Eso es algo que logra plenamente la película Shirley: Visions of Reality (Gustav Deutsch, 2013), que me interesa más de lo que me gusta, pero que me interesa mucho. Tampoco tengo claro que no me guste mucho, pues su propuesta, aunque algo cansina y repetitiva, me parece fascinante. Creo que pocas veces se ha logrado convertir tan plausiblemente una serie de cuadros en una historia: donde Godard había querido que el protagonista de Passion fracasase, Deutsch triunfa. Me sigue sorprendiendo que esta película se acabase estrenando en España, pues cuando la vi por primera vez, poco después de su estreno en el Festival de Berlín, pensé que era la típica propuesta para una galería de arte (en Vila do Conde incluyeron de hecho uno de sus capítulos como videoinstalación, y hay que decir que funcionaba muy bien en ese formato). Como comentaré más tarde, su estreno estaba plenamente justificado: es una película atractiva para el público, quizás no para un público interesado en la obra de Deutsch, pero sí en la de Edward Hopper.
Igual de sorprendente es el estreno de National Gallery (2014), pues Frederick Wiseman no es muy habitual en la distribución española (esta es la segunda película de su larga carrera que tiene estreno en España) y, lo cierto, es que tampoco creo que sea una de sus mejores películas ni de las más representativas de su cine. Habla de pintura, por supuesto, y de cómo esta se transmite, pero habla de la institución (la National Gallery) mucho menos de lo que me gustaría. Como película de Wiseman prefiero mil veces antes su documental precedente, At Berkeley (2013), que solo se vio en televisión, pero At Berkeley no tiene ninguna relación con la pintura.
Tanto F for Fake, que había puesto en distribución para circuitos no comerciales una distribuidora barcelonesa, como las otras tres películas están disponibles en España con copias en DCP y subtituladas, lo que simplificaba trámites, transporte de copias y no implicaba la contratación de un servicio de subtitulado. La respuesta del público fue muy positiva con un total de 83 espectadores (F for Fake), 109 (Mr. Turner), 136 (Shirley) y 69 (National Gallery). La cifra más inesperada es quizás la de Shirley, lo que nos debería llevar a pensar qué es lo realmente ‘comercial’ o al menos lo atractivo para el público o para cierto tipo de público. Shirley quizás no tenga sentido en las salas de un centro comercial, precisa por el contrario de un público afín, quizás aficionado al arte, que visita exposiciones o, al menos, informado. Basta con que sepa algo sobre su propuesta en torno a Hopper. No hay duda de que en este caso la estrella era Hopper.
De la misma forma, la estrella de la doble sesión Cézanne (Jean-Marie Straub & Danièle Huillet, 1990) / Une visite au Louvre (Jean-Marie Straub & Danièle Huillet, 2004) era Cézanne. Solo así se explica que esta sesión, realizada ya en abril a la vuelta de la Semana Santa, cuando habían pasado tres semanas de la última proyección del ciclo, congregase a otras 69 personas, una cifra muy alta para una película de Straub-Huillet, al menos en el CGAI. Que este número de espectadores esté en consonancia con el de los títulos anteriores del ciclo (al igual que con National Gallery se proyecto una única sesión, en el caso de la película de Wiseman por culpa de su duración, en la de los Straub porque los derechos se limitaban a un único pase) significa que el ciclo en sí mismo ‘creó’ su propio espectador que fue pasando con toda naturalidad de Welles-Picasso a Leigh-Turner, Deutsch-Hopper, Wiseman-toda la National Gallery y Straub-Cézanne. Un espectador que sabía también hasta donde podía llegar y que carecía de un gancho artístico que lo conectase con las películas pintadas de Stan Brahkage (35 espectadores entre los dos programas celebrados el mismo día) o con Dutta-Singh (30 espectadores), pues en este caso ni el cineasta ni el pintor decían seguramente mucho a la mayoría del público.
Lo cierto es que, en mi opinión de crítico y programador, estas últimas sesiones eran las que justificaban realmente el ciclo, tanto las de Straub, como las de Brakhage y Dutta. Jean-Marie Straub y Danièle Huillet porque permitía abordar la pintura desde otra perspectiva que no tiene nada que ver con la mera trasposición o adaptación; Stan Brakhage porque desde principios de 2014 el CGAI está embarcado en un ciclo que va presentando sus películas en programas bimensuales y estaban pendientes sesiones monográficas sobre sus películas pintadas a mano, el formato que más cultivó en su última década y media de vida; Amit Dutta porque desde hace tiempo quería programar en el CGAI alguna película de este cineasta y videoartista que suele transitar por las secciones paralelas de algunos festivales (Marco Muller siempre apostó por él) y varias de sus últimas películas abordan directamente el tema de la pintura, The Seventh Walk (2013), en particular, la obra de un viejo pintor, Paramjit Singh, buscando en los mismos paisajes en los que él vive los escenarios, las historias y los temas que aborda en sus cuadros. Estas tres o cuatro últimas sesiones fueron también las que implicaron un mayor esfuerzo logístico: copias procedentes del exterior (Straub-Huillet Films, Canyon Cinema, el propio Amit Dutta, aunque en realidad la copia fue enviada desde Cinéma du Réel en París), subtitulado electrónico (Straub, Dutta) y variedad de formatos (35, 16mm y DCP, respectivamente).
En resumen, hay varias consideraciones en torno a la programación que me gustaría apuntar:
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Nadie programa exactamente lo que quiere. Se programa lo que se quiere de lo que se puede. Cuantos más medios, más catálogo, más recursos, más fácil es programar; el resultado también debería ser mucho mejor.
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El objetivo de la programación no debe de ser llenar la sala, tener a toda costa el máximo número de público. Al menos no en una programación cultural. Una sala comercial es otra cosa: ahí importa el beneficio. En una programación cultural el beneficio es intangible y guarda relación con la transmisión de conocimiento.
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Pero es importante llegar al mayor número de público, no se debe renunciar a ello. De eso se trata precisamente: de construir un público. Al espectador no se le debe sobrevalorar, pero mucho menos infravalorar. Se trata de desafiarlo y proporcionarle información. No me parece mal tener 18 espectadores en una sesión de Brakhage (aceptaría gustoso 180). Lo que realmente me congratula es ver que esos 18 espectadores aguantan la sesión entera: eso demuestra que saben lo que vienen a ver.
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Es importante conocer a tu público y saber que no es lo mismo un espectador de París, A Coruña o Tui.
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Una programación sostenida sobre ‘obras maestras’ es un agobio. El cine es algo más que eso. Por suerte.
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Lo anterior es válido también para la crítica de cine, pero menos grave.
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Ser radical en tu programación está muy bien siempre y cuando tengas un público que te sostenga. A diferencia de lo que decía un tuit reciente de Antonio Papell (@Apapell) sobre Podemos, creo que se puede ser radical y transversal a la vez, pues cada sesión puede tener su público. Al mismo tiempo, habría que saber qué significa ser ‘radical’. Y dónde. Y cuándo.
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Una programación puede ser maravillosa sobre el papel, en un folleto de hace casi cincuenta años o en una web y en la práctica ser un desastre. La selección de películas era buena, la proyección muy mala: mal asunto. Hasta puede darse el caso de que la proyección se haya suspendido a última hora. El papel lo resiste todo.
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Siendo sinceros, el programa de aquel día de septiembre en la Cinemateca Francesa, al menos de ese 14/09/1968, no tenía nada de particular. No era nada ‘radical’, más bien al contrario, y no creo que se diferenciase mucho de la programación de muchos cines de repertorio del Barrio Latino.
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El peor pecado de un programador puede ser el narcisismo. En el crítico está mejor visto.