POLVO EN EL HORIZONTE
Pero… ¿de dónde han salido todos esos coches? Esta es una de las preguntas más frecuentes durante los debates posteriores a una proyección de Hamada. Y esa fue precisamente una de las primeras cosas que me llamaron la atención durante mi primera visita a los campamentos de refugiados saharauis de Tindouf. ¿Cómo han llegado todos esos vehículos hasta una de las zonas más remotas del desierto del Sáhara? *
Era la primavera de 2014 y yo había dejado mi trabajo en Estocolmo para marcharme dos meses a los campamentos, donde iba a trabajar como profesor voluntario en una pequeña escuela de cine. Aquel cometido comportaba una gran responsabilidad, pero prometía también ser muy gratificante, ya que mis alumnos y alumnas eran la primera generación de jóvenes saharauis que tenían acceso a medios técnicos y a una formación audiovisual, la primera generación que podría narrar su propia historia a través del cine. Mi tarea consistía en orientar, ayudar y motivar a aquel pequeño grupo de estudiantes, apoyarlos con conocimientos y medios para que pudiesen crear sus propias películas, relatar la situación de su pueblo y contribuir a visibilizar un conflicto amenazado con caer en el olvido.
Al término de aquellos dos primeros meses cada alumno y alumna había completado su propio cortometraje y yo había cumplido con la misión que se me había encomendado, pero lo que yo no sabía entonces era que aquel trabajo, lejos de finalizar allí, era sólo la primera toma de contacto de una relación que dura hasta el día de hoy.
La semilla del proyecto
El primer día de clase establecimos un pacto que todos debíamos respetar: cada fin de semana saldríamos juntos con una pequeña cámara y cada uno de nosotros tendría que grabar entre cinco y diez minutos de lo que quisiese: temática libre, estilo libre, formato libre, sin reglas ni normas. El primer fin de semana yo cumplí mi parte del acuerdo filmando los coches viejos y destartalados que veía desparramados por todo el campamento, formando un impresionante museo al aire libre de metal, óxido y arena. El domingo (día lectivo en muchos países árabes) cada uno mostró sus imágenes en clase y yo me sorprendí mucho con el gran entusiasmo y pasión que despertaron entre los estudiantes aquellos coches antiguos y en muchos casos destartalados. Aplaudían y elogiaban aquellos vehículos y me contaban mil y una peripecias relacionadas con ellos, desde anécdotas sobre cómo aprendieron a conducir, sobre contrabando de combustible o sobre atropellos de cabras, hasta narraciones heroicas sobre cómo un coche le había salvado la vida a toda una familia. Pero lo más importante era que, al hablar de coches, aquellos jóvenes estaban hablando en realidad de temas mucho más trascendentes, como la identidad, la memoria, la familia, la guerra, el éxodo, la libertad, los derechos humanos o el amor.
Aquella sesión me hizo comprender la extraordinaria importancia (funcional, material, simbólica y sentimental) que tienen los vehículos en los campamentos, especialmente el idolatrado Land Rover. Estudiantes y vecinos me contaron historias sobre dos, tres e incluso cuatro familias que habían compartido un mismo Land Rover, proveídos de las poquísimas pertenencias que habían podido llevarse consigo y que habían emprendido el éxodo forzado e incierto hacia el interior del desierto, desde su tierra natal en la orilla del mar hasta la hamada en la que, más de cuatro décadas después, continúan aún recluidos. Otro vecino, Tiba, me explicó la manera en la que las guerrillas del Polisario habían convertido los Land Rovers en tanques improvisados durante la Guerra del Sáhara Occidental (1975-1991), ya que los combatientes saharauis carecían de carros de combate. Tal es el prestigio y la trascendencia del Land Rover en esta comunidad que incluso existen poemas y canciones dedicadas a esos coches legendarios. Por no hablar de la increíble destreza mecánica que tienen la mayoría de los hombres de la comunidad. “No hay un saharaui que no sea mecánico”, me aseguró un viejo del lugar. A lo que un amigo suyo añadió, en perfecto español: “te puedes encontrar con un saharaui que no sabe hacer ni la ‘O’ con uno canuto y que sin embargo desmonta cualquier motor y te lo vuelve a montar en menos de lo que canta un gallo”.
He aquí, pensé yo, un punto de partida sugerente para una película. Comenzaron así nuevos viajes y estadías que dieron pie a horas y horas de filmaciones con mecánicos, chatarreros, taxistas, camioneros, desguaces, cementerios de vehículos, etc… Los saharauis bromean con que allí es donde van a parar todos los coches que nadie más quiere e imaginad mi cara de estupefacción cuando en uno de mis paseos en busca de coches llamativos me encontré, en un rincón del remoto campamento de Dajla, con una C-15 de Inelsa, una empresa de instalaciones eléctricas de Sanxenxo con la que he colaborado mucho de joven, cuando yo trabajaba en la construcción.
Dinamita para la película
Pero los acontecimientos tomaron un giro inesperado cuando una chica joven e intrépida entró en juego. ¡Boom! Así es ella. Zaara es una joven ingeniosa, resolutiva e idealista con un carácter volcánico. Una granuja en toda regla, increíblemente obstinada, que no desiste hasta convencer a alguien de que un círculo es cuadrado. Tenía diecinueve años cuando nos conocimos y su mayor sueño era aprender a conducir, conseguir un empleo y, sobre todo, comprarse un coche. Estaba loca por los coches y no tardó en convencerme (o eso pensó ella) de que era una auténtica experta en ellos. En cuanto supo de la película que yo estaba haciendo se ofreció a participar, con la idea inicial de simplemente «echar una mano», pero ella es demasiado enérgica, inquieta y proactiva como para limitarse a hacer «sólo» eso. El resultado, inevitable, fue que ella se hizo enseguida con el control de la situación y se convirtió en la verdadera protagonista de Hamada, ya no detrás de la cámara, sino delante de ella. Y honestamente, esa fue la mejor cosa que le podía haber ocurrido a esta película.
Zaara transmitió al proyecto su osadía y vitalidad, su espíritu lúdico y rebelde, su energía canalla. Poco a poco fuimos involucrando a más gente en la película: familiares, amigos, vecinos, obreros de la construcción, profesores, activistas, soldados, médicos… La comunidad sabía que éramos «los locos de la cámara» y no sólo nos dejaban hacer, sino que en muchas ocasiones nos invitaban a filmar en sus casas o en sus trabajos.
Entre 2014 y 2017 pasé con Zaara, Sidahmed, Taher y la comunidad saharaui un total de ocho meses, en los que la película fue sólo una pequeña parte de una experiencia vital mucho más amplia. Pasamos muchos días y semanas haciendo cosas que nada tenían que ver con el cine: un día ayudábamos a un vecino en la reconstrucción de su casa, otro día improvisábamos chapuzas como electricistas o ayudábamos repartiendo medicinas… Éramos vecinos, compañeros de trabajo, amigos y confidentes. En esos ocho meses desarrollamos Hamada en estrecha colaboración y, durante ese período, aprendí mucho sobre las diferentes maneras en que la juventud inventa, reinventa y trata de dar sentido a su día a día en un contexto tan complejo y precario, en una de las regiones más aisladas, áridas, hostiles y desoladas del planeta, donde nada parece cambiar ni avanzar.
“¿Qué día es hoy?”, le pregunta Zaara a Sidahmed en el prólogo de la película. “¿Hoy? El mismo día que ayer”, le espeta su amigo. Por una parte, estos chicos y chicas no tienen nada que hacer y, a pesar de todo, esa total vacuidad les confiere la libertad de hacer cualquier cosa que su imaginación pueda concebir. Mi experiencia con ellos es que eligen a menudo la segunda opción, y nuestra película trata precisamente de eso: de jóvenes que se rebelan contra el silencio, la inmovilidad y la indiferencia, que se niegan a ser olvidados y se elevan y expanden más allá de los límites de una realidad restringida y coartada.
Para mí, los meses que pasé con esta comunidad resultaron una experiencia profundamente transformadora. Fue un privilegio tener la oportunidad de testimoniar y compartir la lucha por la libertad de esta admirable gente, una lucha enérgica, exultante e incansable.
* Hay una escena en el film una de mis secuencias favoritas, en la que un astuto “traficante de coches” narra las penurias por las que tuvo que pasar para traer su Mercedes desde España hasta los campamentos, atravesando Marruecos, el Sáhara Occidental, Mauritania y una de las partes más peligrosas del desierto del Sáhara.