(S8) Mostra de Cinema Periférico 2023: Extrañamientos de la mirada
La (S8) Mostra de Cinema Periférico celebró este año su decimocuarta edición, invitándonos una vez más a alejarnos del centro hacia los arrabales del cine. Allí el gesto cinematográfico se da casi en soledad, al margen de grandes estructuras, y cobra por eso una libertad mayor. La periferia deviene espacio de juego, registro, experimentación, con una gran variedad de propuestas que, desde ópticas muy distintas, empujan hacia un mismo lugar: a medida que nos adentramos en la programación de la Mostra, van debilitándose los automatismos que rigen nuestra percepción del mundo. Se produce un extrañamiento de la mirada. Los objetos cotidianos se ven desposeídos de su familiaridad, y una flor, un bizcocho o una ventana aparecen de pronto como cuerpos extraños en los que palpita el misterio del mundo.
Una de las cineastas destacadas de esta edición, Barbara Sternberg, nos invita a entrar en esta realidad inestable con Transitions (1982), una pieza breve en 16 mm que explora el estado de duermevela. En el sueño agitado de una mujer, las sábanas de la cama se convierten en un lienzo en blanco donde las imágenes, siguiendo la lógica azarosa y sugerente de ese umbral de la consciencia, emergen y desaparecen a gran velocidad, arrastrando con ellas una transformación constante (la mujer duerme en una cama-prado, cama-océano, cama-colmena, los hierros de la cabecera se extienden como las vías de un tren…). Al igual que la materia elusiva de los sueños, las imágenes de Sternberg son imposibles de fijar: pasan fugazmente frente a nuestros ojos y creemos adivinar en ellas un atisbo de verdad que ya se nos escapa.
La superposición de múltiples imágenes es un elemento habitual en el cine de Sternberg, como se pudo comprobar en los dos programas que la Mostra le dedicó. A veces adquiere una dimensión más lírica, como en el caso de Transitions, donde sigue por lo general una armonía compositiva; otras veces, sin embargo, la acumulación de estratos visuales alcanza una densidad que roza la abstracción. Así sucede en Surfacing (2004), otra pieza breve que podría leerse como un pequeño tratado sobre la mirada. Varias capas de imágenes —a las que se añade el efecto de la emulsión rasgada— acaban por sepultar bajo la espesura una escena que se repite con insistencia: oficinistas apresurados dirigiéndose al trabajo. Esta ausencia de visión aparece ligada al hábito, al gesto realizado diariamente y de manera automática, mientras que el título parece interrogarnos: ¿qué es lo que logra finalmente emerger a la superficie? Cuando la niebla se disuelve, son imágenes sencillas las que permanecen, plantando cara al peso de la costumbre: una pareja besándose, una mujer que nada en un lago, un hombre en bicicleta.
John Price, otro de los nombres propios de esta edición, también nos invita a reflexionar sobre la mirada en View of the Falls from the Canadian Side (2006). La premisa es simple: Price regresa al lugar donde, en 1896, William Heise filmó la primera película en 35 mm de las cataratas del Niágara, y lo hace equipado con la misma tecnología. La recuperación de este material perteneciente a los albores del cine hace que tengamos muy presentes las transformaciones tecnológicas que separan el tiempo de ambas películas, y más aún cuando Price abre su pieza fijándose en las aglomeraciones de turistas que retratan el paisaje con sus cámaras digitales. Aquí, la erosión de la mirada tiene que ver no solo con la naturaleza voraz del turismo, sino también con la absoluta integración de los dispositivos fotográficos en nuestro día a día, que a menudo convierte la captura de imágenes en un acto totalmente irreflexivo. ¿Cómo hacer visible un paisaje que ha sido retratado infinitas veces? ¿Cómo filmar las cataratas del Niágara de nuevo como si fuera la primera vez? La respuesta, en manos de Price, cobra una sencillez milagrosa: con un simple juego de foco, el Niágara emerge de la abstracción —primero aparece tan solo como una bruma densa, en la que va dibujándose un flujo que atraviesa el encuadre— y se precipita al abismo por unos instantes ante nuestros ojos, hasta que un nuevo movimiento de foco disuelve lentamente la visión.
La obra de Price se compone de estos pequeños gestos, que surgen del registro de lo cotidiano para tomar un cariz extraño, casi irreal, fruto de sus múltiples experimentos con el cine fotoquímico y el uso de cámaras antiguas. Según pudo verse en el programa doble que le dedicó la Mostra, sus películas suelen aunar imágenes muy diferentes entre sí, oscilando a veces entre una nitidez contrastada y una imprecisión casi abstracta. En esos juegos de texturas, el mundo llega a rozar su disolución: son bellísimas las imágenes del cazador fumando entre una espesura de grano en Gun/Play (2006) o la silueta oscura en la sobreexposición de un paisaje nevado en The sounding lines are obsolete (2009), y en todas ellas late el germen de una aventura. El humo blanco del tabaco contrasta con la muerte —una mancha negra que cae en pleno vuelo—; los pliegues del anorak, a medida que la imagen se oscurece, devienen una invitación al terreno de la fantasía mínima (aquella que nos lleva, por ejemplo, del hombre en la nieve al hombre de las nieves).
La Mostra también dedicó una sesión a la obra de Benjamín Ellenberger, cineasta argentino cuya producción cinematográfica empieza en el super-8 y se expande hacia el 16 mm y la performance. De esas primeras piezas, pudimos ver tres, todas ellas en blanco y negro y basadas en el registro de la luz del sol sobre las cosas: desde un paseo por un paisaje nevado en S/T (2016) hasta un inventario de la luz en un espacio interior en Fragmentos de domingo (2013). Tal vez la más bonita de todas sea Delta (2013), una suerte de diario de vacaciones fragmentario que discurre a gran velocidad. Como si quisiera capturar la realidad desde todos sus ángulos, Ellenberger rompe una misma acción (por ejemplo, una chica saltando al agua desde un muelle) en múltiples detalles: pasan escasos fotogramas del rostro de ella en distintas perspectivas, los pies en la madera, la luz en el lago, la figura que se zambulle, y ahí donde las aguas se cierran tras el cuerpo, el brillo tembloroso y repentino del sol (otra imagen fugaz muestra sugerentemente un letrero con el nombre de Ondina.) Es precisamente en la fugacidad de sus imágenes que reside la belleza de la película: la cámara registra esos instantes de felicidad, preservándolos para la memoria, pero el proyector nos los devuelve a tal velocidad que sentimos toda la fuerza del tempus fugit tal y como debió sentirla el cineasta filmando su sombra apagándose bajo un sol de tarde.
De las piezas de Ellenberger en 16 mm, se mostraron dos películas pertenecientes a la serie Reflejos nocturnos, numeradas I y IV (2020). Son películas atravesadas por la noche, “filmadas fotograma a fotograma con largos tiempos de exposición y reveladas a mano antes de que amanezca”, según cuenta él mismo. En ellas, la luz arranca visiones espectrales de la oscuridad, árboles y plantas cintilan en la noche, y los faroles insisten en su callada señal. Las precede un verso de John Donne que ya avanza la vacuidad de cualquier descripción: “La luz no tiene lengua, sino que es toda ojo.”
Además de las retrospectivas, la Mostra recuperó una vez más la sección Sinais, donde los universos creativos se diversifican en tres programas agrupados bajo el subtítulo común de Viaje a un mundo propio; y así es como se siente adentrarse en cualquiera de ellos. Entre l’espill i el riu (2022) es donde sitúa el cuerpo Natalia Rabaneda Vergara, como si quisiera medir con él la naturaleza o bien ensayar formas de desaparición. Así, se adentra en el río y sujeta un espejo, que aparece como una interrupción en la imagen, borrando momentáneamente partes de su cuerpo, o como un agujero que se llena de árboles y de cielo. En el mismo programa pudo verse Fractura (2023) de Biviana Chauchi, una pieza en blanco y negro que muestra a una mujer con un vestido oscuro bailando sobre un fondo de luz. La fractura del título se presenta en el corazón mismo de la imagen, que solo aparece revelada en su mitad izquierda: un corte profundo y serpenteante la recorre de arriba a abajo, recordándonos la verticalidad del cine, mientras la bailarina se desliza por ambos lados de la fractura, positivo y negativo; los colores se transforman, pero el movimiento fluye ajeno a toda interrupción.
Algunas de las imágenes más bellas de esta edición pudieron verse en Há ouro em todo o lado (2023) de Rita Morais, que explora los vestigios de las minas de oro romanas en la península ibérica. Morais filma antiguas galerías excavadas en la piedra según el método conocido como ruina montium, que consistía en inundar esas galerías para que las montañas se derrumbaran. La película encuentra una cierta atemporalidad en el paisaje, que, sin embargo, conserva las huellas de su historia, y logra acarar siglos distantes con recursos sencillos como la superposición. En un momento dado, por ejemplo, vemos una de esas galerías mientras de fondo va creciendo un murmullo de agua; la “inundación”, que empieza por sonido, culmina en una sobreimpresión lenta y progresiva del correr de un río que acaba sepultando la imagen inicial.
Una de las pocas piezas filmadas en vídeo, Oh, Ute! (2022), de Lucía del Valle Ramírez, toma la forma de un brevísimo diario de viaje que empieza y acaba en las alturas, viendo el mundo desde una ventanilla de avión. Su fuerza viene precisamente de la brevedad de esa visita: cuando vemos de nuevo la tierra en miniatura, las nubes raídas que se esparcen sobre los campos, algo ha cambiado. Las imágenes dejan un poso que va creciendo, como sugieren estas bellas palabras de la cineasta que acompañan el corto: “«Tú les das agua y ellas crecen», escribe Ute Aurand a Alex Pirie; imagino así las imágenes: creciendo entre el viaje y el regreso”.
Sobre el crecimiento de las imágenes nos habla implícitamente Muestrario (2023), de Sofía Hansen, que se presentó como WIP; uno se pregunta qué transformaciones vivirá aún la película hasta llegar a su forma definitiva. Siguiendo la idea de ‘desarchivar un territorio’ (el bosque chileno de Hornopirén), la obra emprende una exploración que comienza precisamente en los archivos, recopilando informes, mapas y muestras de plantas e insectos, para desembocar en una contemplación de la naturaleza en movimiento. Este viraje llega de forma lenta y sutil, en un abandono progresivo de un registro más documental, y nos recuerda el poder del cine para capturar la vida sin atravesarla de alfileres. En su atención por el detalle, y en el cuidado que pone en observar cómo incide la luz en una rama, en un tronco, o en una babosa que se desliza entre los brotes, Muestrario parece contradecir la expresión que dice que ‘los árboles no dejan ver el bosque’; pues el bosque se encuentra en cada árbol, cada sombra, cada pliegue de corteza, a la espera de la tormenta.