(S8) Mostra de Cinema Periférico 2024: A la espera de una imagen

Turin, de Rhayne Vermette (2015)

Turin, de Rhayne Vermette (2015)

Una casa es las ruinas de una casa, / una cosa amenazadora a la espera de una palabra. A lo largo de la semana, mientras seguía los programas de la (S8) Mostra de Cinema Periférico desde la penumbra de mi habitación —otro año que no pude acercarme a A Coruña, otro año que me perdí la dimensión importantísima de la materialidad de las películas—, estuve releyendo al poeta portugués Manuel António Pina. Sustituyo palabra por imagen, y tomo estos versos como una puerta de entrada a la XV.ª edición del festival.

No es una puerta elegida al azar: son varias las películas que podrían alinearse tras los versos de Pina, que se acercan por un camino u otro a los múltiples significados de la imagen-casa, hogar, edificio, ruina, forma, memoria. Entramos en el cine como quien entra en casa; y son muchas las imágenes que parecen conservar aún el pálpito de esa cosa amenazadora que estaba a su espera y que vinieron a colmar, o a silenciar.

Lo indicaba la programadora Elena Duque en la doble sesión dedicada a Rhayne Vermette, que lleva por nombre Construir una casa: “una casa no es necesariamente un hogar.” Arquitecta de formación, la cineasta de origen métis ha ido armando una filmografía muy diversa que suele regresar a su primera vocación. En una película como Turin (2015), enmarcada en la línea más constructivista de su obra, Vermette, por medio de la técnica del collage y del rayograma, se centra en la figura del triángulo, evocadora a la vez de la forma del tejado y de las montañas de los Alpes que cobijan la ciudad italiana. En su rápida sucesión, sin embargo, los triángulos aparecen también como pedazos rotos de cristal, puntas afiladas e hirientes; y la banda sonora, que mezcla canciones y fragmentos de discursos sobre la obra del arquitecto piamontés Carlo Mollino, se descompone en algún punto, derivando hacia el pitido ensordecedor.

En esta línea más abstracta de su filmografía, donde predomina la técnica del collage, las películas de Vermette —más ejemplos serían Tricks are for Kiddo (2012) o Black Rectangle (2014)— giran en torno a su propia fragilidad. Parece que caminen siempre al borde de la desintegración. Otras películas, como Les châssis de Lourdes (2016), pese a no desmarcarse por completo de las formas geométricas ni del efecto de descomposición del fotograma, se construyen principalmente sobre imágenes filmadas; material de archivo familiar, en este caso, para evocar un hogar que ya no existe, y que en este retrato póstumo emerge con un aire de fantasmagoría, lejos del cálido recuerdo familiar. Una de las voces de la película habla acerca de la automatización de la mirada, de cómo llegamos a un lugar, integramos los elementos en nuestra consciencia y así dejamos de verlos; solo a través del olvido puedo ver de nuevo el lugar tal y como es. Tal vez ahí se encuentre una de las claves de este cine periférico que se congrega anualmente en la (S8): lejos de los automatismos de la imagen, tan incorporados en un cine más narrativo —también independiente—, trata de ver de nuevo el mundo tal y como es.

Les châssis de Lourdes, de Rhayne Vermette (2016)

Les châssis de Lourdes, de Rhayne Vermette (2016)

Así se siente la filmografía de Narcisa Hirsch, a quien el festival dedicó una amplia retrospectiva. Entré en su obra con la curiosidad de un extraño, alentado por algunas palabras bellas y entusiastas leídas a raíz de su reciente muerte, y salí con la sensación de haber estado merodeando por los pasillos de una casa que ahora me resultaba a la vez extraña y familiar. Quizás el primer elemento que me trajo esta sensación de familiaridad fue la insistencia con que se repiten algunas imágenes: reverberan en las cuatro sesiones los ecos de playas, de jinetes, de ciertos rostros amados; pájaros, grafitis, cuerpos desnudos en claroscuro, las transformaciones del paisaje a cámara rápida, la voz de Hirsch. Pronto abandoné la idea de estar viendo una por una sus películas para sumergirme en ese todo fluctuante.

La coherencia con que se organizaron los programas contribuyó al sentimiento de organicidad. La primera de las sesiones, titulada Suite Patagonia, abría con una de las últimas películas de la cineasta, Pradera (2019), hecha junto a su nieto Tomás Rautenstrauch. Mientras ambos contemplan las imágenes de una pradera, un zoom nos conduce suavemente hacia la pantalla, hasta que la hierba mecida por el viento toma todo el encuadre; ¿y no es eso otra puerta de entrada? Seguía otra de las películas más contemplativas de la retrospectiva, Potrero (1973), en la que Hirsch filma un mismo paisaje a lo largo de un año desde un punto fijo. El paso del tiempo se imprime en las imágenes con una simplicidad casi hiriente, de tan diáfana: un corte basta para que se funda la nieve y empiece la primavera, o para que las figuras que pululan por el campo se desvanezcan. Uno podría acordarse aquí de las variaciones paisajísticas que abundaron en la pintura impresionista; Hirsch, frente al paisaje patagónico como Cézanne frente a su monte Sainte-Victoire, registra “instantes de mundo”.

Si estas primeras películas transcurrían en silencio, la música irrumpe de pronto en la sesión con Patagonia (1977), que se complementó con la proyección de Patagonia, versión corta (1973). Resulta interesante ver cómo una misma imagen —por ejemplo, una niña caminando bajo la nieve— se transforma de una película a la otra: el efecto que produce en la versión de 1973, al ritmo de la música psicodélica de King Crimson, es bien distinto al aire melancólico que toma en 1977 junto a una melodía lánguida de Klaus Schulze. Dos hipótesis posibles para un material de base que, según parece recordarnos la cineasta, podría tomar aún otras mil formas distintas.

Patagonia, de Narcisa Hirsch (1977)

Patagonia, de Narcisa Hirsch (1977)

Pronto se hace evidente que no hay un registro predominante en ese mundo de variaciones de Hirsch. Basta con ver las chispas que saltan al yuxtaponer La noche bengalí (1980), filmada junto a Werner Nekes, y A-Dios (1989). La primera podría tomarse como ejemplo de su cine más intimista y sensual: Hirsch aguanta un mismo encuadre durante largo tiempo, jugando a alterar sus valores desde el plano fijo a través de una coreografía de los cuerpos que va añadiendo profundidad a la imagen. A-Dios, en cambio, es una película de tesis, de montaje, donde las imágenes se suceden sin pausa, modificándose constantemente las unas a las otras; solo hay que ver al esquiador sublime que, suspendido en su vertiginoso salto, nos recuerda irremediablemente a una rana por su yuxtaposición con la imagen de un anfibio. Si en la primera película solo importa el tiempo de los cuerpos bajo una luz cambiante, en la segunda se mezclan sexo, muerte, amor, absolutismos, violencia, mitos. Varios elementos —la música, los intertítulos, los primerísimos planos— evocan el cine mudo, y parecen plantear discretamente una pregunta: ¿acaso no podríamos pensar el cine experimental como heredero de tantos caminos expresivos abiertos por el cine mudo en los albores de la imagen en movimiento?

Tal vez algunos de los instantes más bellos del cine de Hirsch se encuentren en sus múltiples cartas filmadas. En Para Virginia (1984), dedicada a una joven argentina que se suicidó en Ibiza, una secuencia de baile en plano detalle deviene un canto a la vida, coronado luego por el estallido de una bomba nuclear (siempre, colindante, la pulsión de muerte). En Andrea 1973, dedicada a su hija, o en Rafael 1975 y en Rafael, agosto de 1984, dedicadas a su pareja de aquel tiempo, Hirsch se sirve de la cámara para recorrer los rostros amados con la suavidad de una caricia. Vuelvo a pensar en esa sensación de familiaridad creciente: quizás surge de algunos temblores, de algunos barridos, de ritmos, encuadres, detalles, pero sobre todo de una curiosidad por el mundo que nos lleve a verlo de nuevo, revelándose en su misterio; ahí la familiaridad del trazo pasaría por el intento de desarmar siempre todo sistema desde un tono lúdico y atento.

Salgo de esta gran casa para pasearme aún por algunas de las películas de la sección Sinais. Citadas por Pablo Marín, las palabras de María Negroni parecen responder a los versos de Pina: hay que instalar, en medio de las ruinas, las marcas de la obsesión. Filmada en un sobrio blanco y negro, la película del cineasta argentino, Materia vibrante (2024), encuadra con elegancia las tensiones entre construcción y naturaleza: un arco de piedra en medio de los árboles o la vuelta de una montaña rusa sobresaliendo entre el bosque. En un momento dado, abandona estos cuadros estáticos para filmar la naturaleza mediante unos zooms muy veloces; es otro bosque el que se nos presenta entonces, vibrante, inesperado. ¿Cuántas veces habremos visto el bosque en el cine por primera vez? Llega Paisaje cromático #2: Culebra (Brenda Boyer, Beatriz Higón, 2024) para añadir complejidad a la pregunta. La naturaleza, filmada en una separación de colores que evoca el cine de Arthur y Corinne Cantrill, aparece de pronto tan extraña como real.

Paisaje cromático #2 Culebra, de Brenda Boyer, Beatriz Higón (2024)

Paisaje cromático #2 Culebra, de Brenda Boyer, Beatriz Higón (2024)

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