SAN SEBASTIÁN 2017 (I): ZABALTEGI/TABAKALERA

En nuestro balance del pasado Festival de San Sebastián, publicado en este enlace, incidíamos justamente en la pervivencia de varios de los vicios adquiridos a lo largo de años de extensa programación. El bajísimo nivel sistemático de la Sección Oficial, a menudo rellena con saldos llamados a esfumarse de cualquier circulación en pocos meses, hacía pensar en un inmovilismo atroz por parte del comité de selección, más preocupado de no molestar demasiado al personal que de incluir títulos pertinentes para un concurso de primera categoría. Esta nula renovación venía casi siempre compensada por las guindas de la competición –en las últimas ediciones, Hansen-Løve, Bonello o Sang-soo–, pero sobre todo por el alto nivel ofrecido en alguna de las secciones paralelas, gracias a la consabida capacidad de la cita donostiarra para absorber los mejores títulos de otros festivales. Ahora, sólo doce meses después de aquel texto, es oportuno reciclar algunas de aquellas palabras críticas en cautos elogios.

A estas alturas, se antoja quimérico exigir a un festival mediático como el donostiarra que prescinda de todo aquello ligado a su naturaleza fastuosa: sin ir más lejos, se dan por hechas las sesiones de inauguración y clausura con un par de preestrenos inanes, cuando no lamentables –este año, Submergence (Wim Wenders) y The Wife (Björn Runge)–. Pero tal clase de peajes resultan evitables para el cinéfilo, en cuanto que el volumen de títulos programados permite trazar viajes totalmente opuestos por esos nueve días llenos de opciones. La saludable confirmación de Zabaltegi-Tabakalera, una sección que en pocos años ha pasado de existir como mero contenedor de todo aquello que no cabía en otras a consolidarse como un espacio abierto al cine de autor más destacado del año, sin apenas concesiones aleatorias, ha supuesto quizá la novedad más enriquecedora para el festival en años, además de refrendar la existencia de mundos opuestos dentro del mismo certamen. Para alguien poco informado, era fácil acudir a esta edición de San Sebastián sin advertir la imponente presencia de las últimas películas de Philippe Garrel o Frederick Wiseman, emplazadas en un concurso paralelo que sigue sin contar con pase específico para la prensa. Pero todo aquel que lo deseó pudo disfrutar de ellas en un espacio inmejorable, prescindiendo además en la decisión de otros títulos sin apenas relevancia fílmica, caso de gran parte de las múltiples proyecciones especiales o las nuevas obras de algunos autores en franca decadencia. En un programa que ofrece a sus asistentes infinidad de rutas, nunca es muy complicado trazar una que resulte fructífera a nivel personal.

The disaster artist (James Franco)

The disaster artist (James Franco)

También es oportuno celebrar la ligera mejoría de la Sección Oficial, que del predominio del cine académico y solemne de otros años ha pasado a incluir también algunas películas imperfectas, pero decididamente opuestas a esa idea. La Concha de Oro a la inspirada The Disaster Artist (James Franco), tal vez la última película que merecía ese galardón atendiendo a meras razones de visibilidad en salas, puede leerse como un fácil reconocimiento a la película aclamada con mayor unanimidad durante la competición, pero también como una ruptura con la línea perezosa de los últimos años de palmarés. El premio supone además reivindicar la dignidad de la comedia pura estadounidense, género históricamente vetado en ambientes festivaleros –por mucho que aquí se le dedicara una retrospectiva en 2012–, y de forma más particular en un país que ha visto sin estrenarse en salas, o bien haciéndolo con lanzamientos chapuceros y en versión doblada, como sobras de las majors, infinidad de títulos del calibre de Anchorman 2 (Adam McKay, 2013). El jurado perdió por el camino la posibilidad de siquiera mencionar Le lion est mort ce soir (Nobuhiro Suwa), sin duda la mejor y más importante obra a concurso, pero el reproche parece menor ante el estimable síntoma de cambio mostrado por la selección en su conjunto. Resulta totalmente imposible de vaticinar si esta tendencia de mayor apertura encontrará o no continuidad, dadas las peculiaridades de cada edición, pero por el momento merece ser reconocida.

ZABALTEGI/TABAKALERA

Casi como una nota al margen, el pasado año cerrábamos la crónica mencionando la buena salud de Zabaltegi-Tabakalera, espacio que se renovaba para incluir en su selección una combinación de autores consagradísimos y alentadoras apariciones de la nada. El acierto de esta selección en 2017 ha sido tal que ahora parece justo comenzar la crónica repasando sus títulos, principal aliciente de esta 65ª edición para quien firma estas líneas. La primera declaración de intenciones fue abrir el remozado concurso con The Square (Ruben Östlund), última Palma de Oro en Cannes, un título que, por características y expectación, posiblemente habría sido encajado en la análoga Perlas hasta este año. Si bien la película, ácida sátira sobre una burguesía ensimismada, no fue de las más brillantes que se vieron en Tabakalera, su resultado, a base de cargar sin piedad las tintas en su retrato de todos los personajes que desfilan por la pantalla, es tan divertido como moralmente difuso, casi como si se tratara de un desmesurado episodio de dos horas y media de Museo Coconut con intenciones discursivas.

Menos dudas provocaba la doble presencia de los maestros Philippe Garrel y Hong Sang-soo, también con dos títulos procedentes de Cannes. El visionado conjunto de L’amant d’un jour y The Day After, además de brindar dos de las películas más redondas en los últimos años de ambos autores, de por sí instalados en una envidiable regularidad, posibilita una reflexión cómo sus universos bien podrían estar aproximándose y enriqueciéndose entre ellos, desterrando cualquier tópico sobre la inmutabilidad de los mismos. En la obra del veterano francés, como de costumbre taciturna y fluida a partes iguales, un encuentro magistral entre dos mujeres opuestas da lugar a un enredo algo más sofisticado de lo habitual en su cine, con la intervención del azar y las consecuencias de la mentira entre sus ingredientes. Exquisitamente filmada, L’amant d’un jour es una inmersión fascinante en la complejidad de las relaciones humanas, ejecutada con asombrosa liviandad pese a su hondura. Esta definición, casi punto por punto, serviría para definir una película de Hong Sang-soo, cuya hiperactividad ha tenido tres frutos este año. The Day After, el primero de ellos que se proyecta en España, reúne las constantes del cine del coreano y las ensombrece mediante una amarga fotografía en garreliano blanco y negro y alguna rima visual de excelente puesta en escena, propia de quien ha pulido sin cesar la variación como seña de identidad. Como ya señalamos a raíz de la presencia en el concurso donostiarra de Yourself and Yours (2016), el coreano muestra con cada título que se trata de un cineasta de estilo cada vez más depurado, punzante y lúdico sin dejar de emanar una profunda melancolía en su retrato de una masculinidad frágil e inmadura, revelada a golpe de largas conversaciones y botellas de soju.

The day after (Hong Sang-soo)

The day after (Hong Sang-soo)

Otra mano reconocible en el concurso fue la de Frederick Wiseman, el pope del documental observacional, que presentó Ex Libris: The New York Public Library. A lo largo de 200 minutos, este retrato trasciende el simple tributo a la institución bibliotecaria neoyorquina para erigirse en un tratado acerca de la necesidad de conservar y difundir el conocimiento, pero ante todo sobre su papel como motor de la sociedad. Sus imágenes, que prestan atención a las personas por encima de los instrumentos, funcionan también como una suerte de libro abierto, en el que la extenuante duración es casi un detalle menor: el manual de Wiseman, exhaustivo y pulido, confiere también una independencia inusual a cada uno de sus múltiples fragmentos, auténticas set pieces sobre el placer intelectual. Aunque su estructura es más definida, ocurre algo similar con la igualmente notable No intenso agora (Joao Moreira Salles), uno de los trabajos documentales más rigurosos vistos en los últimos años. Ensayo archivístico acerca del desencanto que supuso la resaca del 68, salpimentado con materiales familiares, propone una reflexión densa y pesimista sobre el estado de las cosas al que dio paso aquella década revolucionaria: la parálisis más absoluta y el declive existencial de sus líderes.

No sólo de autores consagrados vive Zabaltegi. Codeándose con ellos, dos de los debuts más destacados del año y una confirmación estimulante encontraron hueco en la programación. Aunque la búlgara ¾ (Ilian Metev), Premio Cineasti del Presente en Locarno, obedece al esquema de coming-of-age tan repetido hasta la saciedad en otras parcelas de este festival, sus imágenes revelan pronto una sensibilidad inusual, escondida bajo una apariencia anecdótica. Mediante la repetición de escenas cotidianas de los tres miembros de esta familia, un padre y sus dos hijos, y evitando cualquier atisbo de grandilocuencia o sobreexposición del drama, la película se desliza con sutilidad hacia su verdadera razón de ser: la ausencia de la madre y la incapacidad del padre para sobrellevarla, impresa en el mismo título de un debut más que estimulante. Aún más contundente resulta Closeness (Kantemir Balagov), descarnado viaje a una región inhóspita y conflictiva de la Rusia noventera, que enseña una capacidad para retratar sin aditivos lo humano pocas veces vista en un director novel. Por encima de sus múltiples imperfecciones, la película desarrolla una mirada inédita y rabiosa, que se atreve a ofrecer soluciones sorprendentes y brilla sobre todo por su trabajo puramente intuitivo, confiriendo a cada abrazo o mirada una potencia emotiva fuera de lo común. En esta ópera prima tan especial y atenta a los rostros, un nombre y una presencia lucen por encima de los demás: el de la actriz novel Darya Zhovner, mágico hallazgo reconocido con una inusual mención especial en el palmarés. De no provenir de dos gigantes como Locarno y Cannes, cualquiera de estas películas habría supuesto un hito en el concurso donostiarra de Nuev@s Director@s, tan a menudo con dificultades para programar verdadero talento emergente. Pero Zabaltegi demuestra ser otra cosa, y su seno acogió títulos todavía mejores que los dos citados, caso de La nuit où j’ai nagé (Damien Manivel & Kohei Igarashi), confirmación de la extraordinaria delicadeza del director de Le parc (2016). El francés se desplaza a Japón en su tercer largometraje para capturar, sin una sola palabra y de nuevo trabajando la gestualidad en 4:3, el viaje por parajes nevados de un niño de seis años durante la ausencia del padre, probando así una nueva faceta de su asombrosa mirada: parece haber heredado la capacidad para observar la infancia de los grandes maestros orientales. En la línea de Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa & Hippolyte Girardot, 2008), la fórmula de la codirección logra aunar las sensibilidades europea y asiática, dando como resultado una miniatura que hay que contar entre las grandes obras de esta edición de San Sebastián.

Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón)

Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón)

El cine español estuvo bien representado por un nuevo documental, el sorprendente Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón), objeto singularísimo en cuanto a que su personaje, la madre del actor y director debutante, también lo es. Recopilación de grabaciones caseras en torno a una familia numerosa y caótica, gobernada por la arrolladora Julita, supone un homenaje con gracia e incontestable amor a un personaje tan excéntrico como humano, en el que subyacen la sombra de la muerte y la silenciada vulnerabilidad en el seno familiar de la figura materna. Gracias a su carisma, el relato íntimo adquiere un gancho irresistible y universal. Un reclamo similar se omite en la opuesta 12 jours (Raymond Depardon), que da voz, con tono monocorde y casi clínico, a pacientes psiquiátricos que esperan a conocer una decisión crucial para el resto de su vida: saber si permanecerán recluidos entre los muros del centro sanitario o podrán luchar por retomar sus caminos en el exterior. Más allá de los interludios en pasillos y patios, bien captados y musicados, Depardon aporta poco más que la indudable virtud de saber escuchar esas entrevistas decisivas entre dos partes comprometidas, reivindicando también a aquellos individuos cuyo rol ha de resolver con frialdad el futuro de pacientes emocionalmente descompuestos.

El premio a la mejor película de la sección fue para el mediometraje francés Braguino (Clément Cogitore), un desconcertante cuadro etnográfico en torno a dos familias de la taiga siberiana acechadas por la sombra de la normatividad. Nos dejó tan en fuera de juego como sus imágenes, a años luz de casi todas las compañeras de selección mencionadas, pero, como sucede en cualquier festival, ningún capricho de los jurados es capaz de sumar o restar valor a los títulos seleccionados. Habiendo visto la mayor parte de la competición Zabaltegi-Tabakalera –que incluyó algunos títulos más, caso de la serie íntegra Vergüenza, de Juan Cavestany para Movistar+–, podrá decirse desde ya que su auge en 2017 no sólo fue pertinente, sino también memorable.

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