SAN SEBASTIÁN 2016 (III): RESUMEN Y CRÓNICA FINAL (2/2)
III. PERLAS
Al reunir cada año una colección de títulos que ya llegan de Cannes, Berlín o Venecia con la vitola de ser las citas más importantes del año cinematográfico, la mayoría con estreno en los meses sucesivos asegurado, la sección de Perlas tiende a acaparar en todas las ediciones varias de las películas más destacadas de San Sebastián. Hay incluso casos –L’avenir o Neruda en la presente edición– en los que apenas unos pocos días median entre el pase donostiarra y la exhibición en salas del estado, lo que convierte sus proyecciones en una suerte de preestreno que sirve al interés de las distribuidoras. Sea como sea, siempre hay al menos alguna de sus obras que tiende a elevar sustancialmente el nivel medio del certamen.
Una de las películas que más expectativas habían levantado después del último Cannes, Toni Erdmann (Maren Ade), las cumplió sobradamente en tierras vascas. La alemana no sólo aglutina en ella los principales hallazgos de sus previas y descompensadas obras, ya provistas de una mirada incisiva hacia las relaciones humanas, sino que por primera vez logra situarlos al servicio del enriquecimiento de una narrativa plagada de matices. Retrato sobresaliente tanto del peculiar vínculo paterno-filial como del actual marco europeo –a través de una Rumanía ocupada por voraces corporaciones extranjeras, en lo que se presenta como una suerte de producción deslocalizada–, aparece tocada por la extrañísima cualidad de fluir por infinidad de asuntos complejos a lo largo de tres horas sin que ninguno de ellos resulte un añadido postizo. Algo similar sucede en Sieranevada (Cristi Puiu), con la que comparte localización y metraje. Su logro está más fundamentado en una labor de dirección brillante, que extrae un partido inconcebible de los espacios de un minúsculo piso de Bucarest. Si el Nuevo Cine Rumano ha insistido en mostrar los cambios que ha atravesado el país para que a la postre siga preso del inmovilismo, la película de Puiu concentra la gravedad de todas las brechas abiertas en un intenso ritual familiar, socarrón y descorazonador por igual.
En las antípodas del atrevimiento de estas dos películas se sitúa la que obtuvo el máximo galardón en Cannes, Yo, Daniel Blake (Ken Loach). El Premio del Público obtenido entre todos los títulos de la selección acredita que el británico, pese a llevar años repitiendo sin cesar un esquema caduco para testificar los problemas de la clase obrera, goza aún de numerosos adeptos. Poco más que el carisma del working class hero bonachón que interpreta Dave Johns hay en su última película, que no cae en el saco de sus trabajos más desafortunados pero tampoco se despega del insistente didacticismo esperable. Como obra nacida para poner en solfa absolutamente todo, empezando por sí misma, se dijo hasta la náusea que Elle (Paul Verhoeven) habría sido la mejor elección para ocupar el lugar de Loach en aquel palmarés. Diabólico e inteligentísimo cóctel de capas y subtextos, imbricado a múltiples niveles, parece haber llegado en el momento crucial para el reconocimiento unánime de un autor del que se dudó en su apogeo comercial.
También hubo un lugar destacado para algunos títulos procedentes de Berlín. Por encima del certero Oso de Oro –Fuego en el mar (Gianfranco Rosi)– brilló El porvenir (Mia Hansen-Løve), sincero reflejo existencial que reúne en su tramo final toda la esencia del cine de su directora. Mediante la exploración del choque entre la fuerza del pasado y un futuro incierto, la misma brecha temporal que en otras ocasiones optó por representar de forma más brusca, se confirma como una de las cineastas que mejor comprenden el significado del tiempo presente. También Little Men (Ira Sachs), con la que el norteamericano refrenda su capacidad para revelar las emociones de sus personajes sin explotarlas, demuestra su entendimiento del momento vital que atraviesan unos personajes en proceso de cambio, análogos a la exposición de un Brooklyn asediado por la gentrificación.
Otra ligera tendencia fue la de las reinvenciones autorales. Neruda (Pablo Larraín), quizá la película más ambiciosa del chileno hasta la fecha, levanta un crudo testimonio del duelo entre el mundo sensible e ilusorio del creador y la sequedad de un clima político hostil, en una lograda obra de múltiples recovecos que acepta casi cualquier calificativo menos el de biopic convencional. Del mismo modo, Frantz (François Ozon) puede sorprender por el reciclaje de su autor en un sereno melodrama clásico, remake de Remordimiento (Ernst Lubitsch, 1932). Aunque se llega a echar en falta la aparición de esa aptitud para indagar en el lado malévolo de las relaciones humanas, su absoluta serenidad y destreza demuestran que sus lecturas pasionales admiten mutaciones en nuevos géneros y registros, otro logro de un cineasta siempre ecléctico. No se muestra así L’économie du couple (Joachim Lafosse), cuyo director se revela incapaz de añadir ningún logro a la distante mirada sobre la conflictividad humana que le valió la Concha de Plata con Los caballeros blancos (2015).
Como colofón a la sección se presentó la esperada Arrival (Denis Villeneuve), una de las películas más aplaudidas en todo el festival. Hay que reconocer al director la puesta en pie de un reto complicado, el de eludir el cliché visual de las historias de invasiones extraterrestres para conducirlo hacia una atmósfera más íntima y de ínfulas poéticas, pero también cabe señalar cómo desbarata su consecución en un tramo final de disparatada intensidad emocional entre los violines de Max Richter. Paradójicamente, la anunciada cumbre del autor de Maelström (2000), muy reivindicable durante sus inicios canadienses, se convierte así en uno de los títulos más fallidos de quien ahora es un buen artesano adulado en demasía.
IV. HORIZONTES LATINOS
Otra cita clásica del festival, Horizontes Latinos es la sección que consolida la estrecha relación del certamen con las cinematografías de América Latina, de las que año tras año se proyecta lo más destacado. Muchas de sus películas proceden de Cannes, Locarno o Venecia; lo que a menudo convierte su selección en casi una subdivisión de Perlas, con la particularidad de que las obras que recoge tienden a tener mucho más complicado su posterior acceso a otros circuitos.
Es el caso de La larga noche de Francisco Sanctis (Andrea Testa, Francisco Márquez), debut de alucinante madurez que bordea la maestría en la dosificación psicológica del pasado de su protagonista, repleta de detalles bressonianos. En esta opresiva noche oscura del alma, que enfrenta la vida tranquila del Sanctis del título (Diego Velázquez) con las consecuencias de su posicionamiento revolucionario contra el régimen argentino años atrás, late un dilema existencial mayúsculo, cuyo principal síntoma se sublima con el excepcional corte de cierre. También hacia la memoria de esa misma época mira La idea de un lago (Milagros Mumenthaler), a través de la evocación de las vivencias personales de una joven que lidia con el recuerdo de su padre desaparecido durante la dictadura. Su conmovedor remiendo de los tiempos vitales demuestra la imperiosa necesidad de seguir reformulando las miradas hacia el pasado, circunstancia que ambas películas coinciden en solventar de un modo sobresaliente.
Otros de los trabajos que pudieron verse en este marco fueron Viejo calavera (Kiro Russo), ópera prima que conjuga el interés antropológico de su mirada desprejuiciada y tenebrosa hacia la minería en Bolivia con un poderosísimo lenguaje visual; Alba (Ana Cristina Barragán), entrañable coming-of-age ecuatoriano merecedor de una mención especial del jurado; o la laureada en Venecia La región salvaje (Amat Escalante), nueva vuelta de tuerca a los descarnados cuadros sociales del mexicano, cuya usual crudeza incorpora en esta ocasión un elemento fantástico orgánico.
V. ZABALTEGI-TABAKALERA / OTROS
La gran novedad de este año ha sido el reciclaje de la sección Zabaltegi, zona abierta para concentrar sin limitaciones temáticas el cine que no tiene cabida en el resto de apartados, en lo que ahora es una nueva categoría competitiva con Tabakalera como sede. La relevancia media de los autores escogidos también parece haber incrementado exponencialmente, aunque el punto débil sigue siendo la dificultad para encajar algunas de sus sesiones en el horario. El cine que ofrece Zabaltegi-Tabakalera suele ser idóneo para desquitarse del formulismo de otras categorías, pero los aciertos de su amplia selección siguen sin verse acompañados de pases para la prensa o proyecciones más espaciadas en el calendario.
Destacaron especialmente los trabajos breves, como La disco resplandece (Chema García Ibarra), doble vuelta de tuerca al post-humor y el relato adolescente surgida de un encargo tan improbable como hablar de las relaciones entre Turquía y Armenia; The Hedonists (Jia Zhang-ke), excelente síntesis de las inquietudes temáticas y estilísticas de quien firmara The World (2004); o Sarah Winchester (Bertrand Bonello), ópera fantasma con cuyos sonidos completaba el francés su celebrado doblete en esta edición. Alma de cortometraje, por su libertad, tiene Sîpo Phantasma (Koldo Almandoz), curiosa hibridación de estilos documentales que mezcla la historia de Murnau y Stoker con un crucero recreacional. La rusa Zoology (Ivan I. Tverdovskiy) también ofrece la singularidad argumental como baza, en este caso a través de la mutación física que experimenta una mujer de mediana edad, asfixiada por la influencia materna y eclesiástica.
Un creciente lugar para los autores consagrados se expandió con títulos como Wiener-Dog (Todd Solondz), A Quiet Passion (Terence Davies) o Midnight Special (Jeff Nichols). Las tres películas citadas confluyen en presentar a sus directores demostrando sus dotes muy lejos del nivel de sus mejores trabajos, pero también asumiendo las nuevas limitaciones que enfrentan: en el caso de Solondz, a través del guiño y la autorreferencia; en Davies, mediante las citas poéticas de la homenajeada Emily Dickinson; en Nichols, con un esquema de sci-fi ochentera, que tiene bastante más de apuesta personal por revivir un estilo de cine en desuso que de la desbocada nostalgia ahora en boga.
El festival se completó con sus numerosísimas secciones y actividades paralelas, desde la dedicada a la producción vasca hasta los habituales escarceos con la gastronomía de Culinary Zinema. Entre todas ellas cabe destacar el exhaustivo ciclo centrado en la figura de Jacques Becker (Le trou, 1960), que en octubre llegará a la Filmoteca Española. A él hay que sumar la retrospectiva temática The Act of Killing, con un total de 32 títulos de este siglo y variado pelaje en torno a la violencia global. La buena respuesta que obtuvo encontró cierto eco en la Sección Oficial, muchas de cuyas inclusiones también se entregaron a explorar sus consecuencias, aunque casi ninguna de esas películas demostró la categoría suficiente para formar parte de una virtual versión actualizada de esta muestra en el futuro. Al Festival de San Sebastián, indiscutiblemente consolidado como evento en la agenda cinematográfica de cada año, no le vendría mal intentar pulir estas dialécticas que se intuyen para mejorar el nivel de cara a próximas ediciones.