SEFF 2016: VIAJES EN FAMILIA
Subir a un avión, llegar a otra ciudad, y encontrar cosas y personas que están más allá de nuestro día a día. Para eso viajamos, para salir de nosotros mismos y para encontrarnos a nosotros mismos. Viajamos cuando vamos a un festival de cine, y viajamos también cada vez que entramos en una sala de cine. Viajamos para seguir en movimiento, para sentir el movimiento. Quizás por eso hay determinadas imágenes que nos fascinan. Imágenes que nos llevan más allá de su relato, de su lectura literal, como una caravana frente a las montañas nevadas del Atlas, o unos taxis –que no son taxis– avanzando hacia el desierto: las dos imágenes que abren y cierran Mimosas (Óliver Laxe, 2016), Premio Especial del Jurado en esta última edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla.
Viajes interiores y exteriores
El viaje, en Mimosas, es un itinerario múltiple: por un lado, exterior, físico y geográfico; por otro, interior, místico y psicológico. El espectador puede elegir qué relato seguir: el viaje de una caravana a través de las montañas y desiertos marroquís en dirección a Sijilmasa; o el viaje de unos personajes que se enfrentan consigo mismos a través de los obstáculos que van encontrando en el camino. Estos dos viajes transcurren en paralelo, pero las imágenes de Mimosas son, ante todo, una invitación a la fuga y a la introspección. El juego de tiempos, entre el presente de los taxis y el pretérito de la caravana, permite muchas interpretaciones, que el final abierto incentiva. Habrá espectadores molestos por la deriva del relato, que se niega a cumplir las expectativas creadas; y habrá también quien agradezca esa libertad, la posibilidad de pensar las situaciones y conflictos propuestos más allá de una lógica exclusivamente narrativa.
Las imágenes de Mimosas, en todo caso, entroncan con muchas tradiciones –la épica, el western, las alegorías paisajísticas y, por supuesto, el sufismo, que está en el origen del proyecto– de modo que cada espectador puede convocar un montón de referencias para que le ayuden a interpretarlas – de Lost Highway (David Lynch, 1996) a Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010), pasando por buena parte de la filmografía de Werner Herzog e incluso el suspense de los grandes planos generales de Sergio Leone, por nombrar solo títulos y cineastas occidentales. Estas imágenes, sin embargo, son mucho más que la suma de sus hipotéticos referentes. Son imágenes que surgen del encuentro –físico y mental– entre el equipo de rodaje y los paisajes filmados, entre los intérpretes y sus personajes, entre la luz y la cámara. La globalización, por suerte, también es esto, como bien explicó Óliver Laxe en la rueda de prensa de presentación de Mimosas en Sevilla: permitir a un cineasta gallego, nacido en París, vivir en Marruecos y filmar allí un western sufí, un filme que mira por igual a Oriente y a Occidente.
American Honey (Andrea Arnold, 2016), por su parte, también ofrece un viaje interior y exterior con recursos e intenciones totalmente diferentes. Su protagonista, Star (Sasha Lane), es una don nadie de ninguna parte que decide abandonar una vida mísera y opresiva para unirse a un grupo de vendedores de suscripciones a revistas que recorren los lugares más recónditos e inhóspitos de Estados Unidos. La liberación de Star es, en realidad, una nueva condena, en la que el hedonismo y el deseo funcionan como herramientas de control, como revelan las conversaciones entre la protagonista y su jefa, Krystal (Riley Keough), uno de los personajes más fascinantes de esta década: en uno de los mejores momentos de American Honey, Krystal, vestida con un micro bikini, reprende a Star por sus escasas ventas mientras Jake (Shia LaBeouf), objeto de deseo de ambas, extiende crema por todo su cuerpo, en actitud de perro sumiso. Secuencias así capturan el espíritu de la época en toda su crudeza, según el que todo se reduce a conseguir, acumular, y gastar dinero, sin importar los medios. El viaje de Star, sin embargo, sigue un itinerario de degradación que a veces puede resultar algo obvio, ya que Andrea Arnold tiene mucho más talento para proponer situaciones que para resolverlas. Su estilo, además, bascula entre registros muy diferentes: la pasión entre Star y Jake está filmada en la línea sensorial de Wuthering Heights (Andrea Arnold, 2011), mientras que el paseo por el lado salvaje de la pesadilla americana abraza sin complejos el glamour trash de ese tratado sobre la omnipotencia del simulacro que es Spring Breakers (Harmony Korine, 2012). Por todo esto, American Honey es una película tan sucio y recomendable como echar un buen polvo con regla. Os va a gustar, aunque os dé asco.
Los viajes de la protagonista de Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016), por al contrario, tienen tanto de exploración interior como de rutina laboral. Maureen (Kristen Stewart) es una médium obsesionada por contactar con su hermano gemelo, muerto unos meses antes, mientras pierde la mayor parte de su tiempo comprando ropa para una celebridad especialmente antipática. La película es una reflexión paródica sobre la puesta en escena y las convenciones del slasher, un artificio en el que todo es falso, comenzando por el propio conflicto de Maureen. Por momentos, Personal Shopper incluso plagia el estilo de Brian De Palma en las películas en las que este cineasta plagia el estilo de Alfred Hitchcock. Assayas, eso sí, sigue siendo uno de los directores que mejor filma nuestra relación con la tecnología. La secuencia del viaje de ida y vuelta a Londres es, en este sentido, virtuosa, porque sabe crear una tensión creciente a partir de los mensajes que van y vienen a través de la pantalla del móvil. Algo tan simple y efectivo como eso: un gesto cotidiano convertido en un gesto aterrador, porque la ansiedad con la que Maureen mira su móvil es la misma con la que casi todos nosotros miramos los nuestros. El clímax de la película va en esa línea, con Maureen sufriendo al leer un montón de mensajes amenazantes delante de una puerta cerrada, detrás de la que podría haber algo, alguien… o nada.
El conflicto de Maureen en Personal Shopper es una broma contada en serio, justo lo contrario que el conflicto de Léo (Damien Bonnard) en Rester vertical (Alain Guiraudie, 2016). Esta película, que le valió el Premio a la Mejor Dirección a su autor, aprovecha el humor insólito y bizarro del cineasta provenzal para hacer más livianas las reflexiones que propone sobre la posición del individuo en el mundo, siempre atrapado en las tensiones contradictorias entre el deber y el placer. Léo comienza la película recorriendo las calles y paisajes del interior de Francia en la busca de diversas quimeras, como encontrar nuevas caras para el cine o ver un lobo en plena naturaleza. Su actitud, inicialmente desarraigada, irá cambiando poco a poco a través de los encuentros y las relaciones sexuales que mantendrá con los demás personajes, asumiendo o rechazando una serie de responsabilidades que lo convertirán en padre, guionista a la fuga y cómplice de un suicidio. Su individualismo provocará, en un primer momento, el rechazo de otros personajes e incluso su expulsión de la comunidad, en la que se acabará integrando como un ermitaño. El naturalismo con el que Guiraudie filma el paisaje occitano contrasta con la progresiva abstracción del relato, que culmina en una secuencia alegórica en la que mantener la posición vertical –esto es, mantener una posición fuerte, clara y coherente ante el mundo– es la única garantía de supervivencia ante el azar y la adversidad.
Los personajes de Safari (Ulrich Seidl, 2016), por extraño que parezca, no sufren ningún conflicto interior. Todo lo contrario. Todos alardean ante la cámara de sus destrezas como cazadores. Son turistas neocoloniales que viajan a un país extranjero para hacer allí aquello que no pueden hacer en su propia tierra. Ulrich Seidl filma sus excursiones cinegéticas con su falsa neutralidad habitual, dejando que sea la duración y la sucesión de planos y secuencias la que exprese su opinión sobre los sujetos filmados. En este sentido, Safari es poco menos que una película de horror, una selección de momentos ominosos muy reveladores del mundo en que vivimos, desde la inclusión intencionada de muchos comentarios desafortunados de los cazadores durante sus entrevistas hasta la decisión de mantener el plano de la larga agonía de una jirafa en presencia de su propia manada. Quizás, por eso, las secuencias de desmembramiento de los animales resultan un alivio, porque en ellas no hay equívoco posible: el mundo, para Ulrich Seidl, es tan asqueroso y desagradable como un torrente de sangre y vísceras calientes, un lugar sucio y hediento del que nadie puede salir limpio.
Conflictos de familia
La falta de sutileza resultó un valor positivo en muchos de los títulos a concurso, que ganaron sentido al ser proyectados durante la semana de la elección de Donald Trump como futuro presidente de Estados Unidos. De hecho, la concesión del Giraldillo de Oro a Ma Loute (Bruno Dumont, 2016), para euforia de muchos, confirmó que estos no son tiempos para películas melindrosas. Este trabajo guarda muchas similitudes con la miniserie televisiva P’tit Quinquin (Bruno Dumont, 2014): las dos obras son comedias criminales filmadas en las playas del norte de Francia, una ambientada en el presente –P’tit Quinquin– y otra en el pasado, en plena Belle Époque – Ma Loute. Su estructura, sin embargo, difiere por completo, ya que el misterio irresoluble de P’tit Quinquin, que Dumont empleaba para mantener la atención del espectador, desaparece en las primeras escenas de Ma Loute, cuando el cineasta pone todas las cartas sobre la mesa: estamos ahora ante un relato de lucha de clases protagonizado por dos familias grotescas. Por un lado, aristócratas endogámicos y oligofrénicos. Por otro, proletarios asesinos y caníbales. ¿Qué es lo que puede salir de su encuentro? Una hermosa historia de amor entre el hijo mayor de los trabajadores y la hija bastarda –de género dudoso– de los patrones. Ma Loute retoma así los temas recurrentes de Dumont –de la búsqueda de lo sublime al enfrentamiento con el mal que anida en todos nosotros– de un modo, esta vez, mucho más radical que nunca. El resultado es un esperpento lúcido e impactante, que le debe tanto al slapstick y a la línea clara como a la irreverencia de Buñuel y a la locura de Kusturica. Un placer, más consciente que culpable, construido a partir de la atracción de lo maligno.
El origen de todos los males, en Ma Loute, es la familia, porque reproduce y amplifica los males preexistentes. La conclusión de esta película –que incluso podríamos considerar como un final feliz– concede el derecho a la vida a unos a través de la toma de conciencia de los otros, sin que eso pueda alterar sus relaciones de clase. El estancamiento en el que viven estos personajes resulta comparable al que rige las interacciones sociales de los protagonistas de Love & Friendship (Whit Stillman, 2016), si bien las intrigas de estos últimos son menos primarias y bastante más perversas. La familia, de nuevo, es un territorio propicio para la opresión y la extorsión, sobre todo cuando es extensa y anda de viaje de palacio en palacio. Whit Stillman adapta con soltura y oficio el texto de Jane Austen, conservando intacta su ironía, mientras Kate Beckinsale compone una Lady Susan en todo su esplendor mefistofélico. Sin embargo, Love & Friendship parece una película realizada a destiempo, carente de toda empatía con nuestro presente, por mucho que haya espectadores que disfruten de su humor alambicado y melifluo. Es un filme hipster en un tiempo que necesita, más que nunca, un buen arrebato punk.
La Lady Susan de Love & Friendship encarna, entre otras cosas, a la invitada no deseada que irrumpe y perturba la paz familiar, un personaje que también aparece en Ernelláék Farkaséknál (It’s Not the Time of My Life, Szabolcs Hadju, 2016). Esta película empieza con la llegada imprevista de una mujer al hogar de su hermana burguesa. Las reglas de la hospitalidad contemplan su acogida, pero esta invasión provocará las inevitables fricciones entre ambas hermanas y sus respectivos maridos e hijos. La película recoge su convivencia durante algo menos de 24 horas, sin salir en ningún momento del piso en el que transcurre toda la acción – aunque los personajes, por turnos, sí salen. Este dispositivo es muy similar al de Sieranevada (Cristi Puiu, 2016) –uno de los grandes títulos de esta temporada, que también se pudo ver en el festival, en la Selección EFA– pero Szabolcs Hadju no llega nunca tan lejos como Cristi Puiu, ni en la complejidad de la trama ni en su virtuosismo formal. La unidad espacial consigue, eso sí, transmitir la asfixia de la convivencia forzada, que degenera en una serie de crisis en la que todos los personajes tienen sus razones, a pesar de ser todos unos hipócritas. La trama, por desgracia, irá perdiendo fuelle hasta acabar en un final fácil, incluso algo torpe, en el que los personajes encontrarán una especie de redención.
El desencuentro familiar está también en la base de Juste la fin du monde (Xavier Dolan, 2016), una película que narra el retorno al hogar, tras doce años de ausencia, de un escritor víctima, a pesar de su juventud, de una enfermedad mortal. Este trabajo, por mucho Gran Premio del Jurado de Cannes que ganase, es un auténtico despropósito que solo provoca vergüenza ajena. La creatividad de Xavier Dolan, otras veces exuberante, parece aquí atrancada en una serie restringida de recursos que insisten en llevar la tensión dramática hasta el exceso: son demasiados primerísimos primeros planos en escorzo, demasiados ralentís, demasiadas canciones atronadoras que interrumpen continuamente las escenas, una sobredosis de diálogos obsesivos que dan vueltas sobre el vacío, y unas desafortunadas interpretaciones histriónicas en las que todos los intérpretes, a pesar de tratarse de grandes estrellas con sólidas trayectorias, están sobreactuados hasta la parodia involuntaria, con la digna excepción de Marion Cotillard, que es la única que se salva de la quema. Con estos materiales, los personajes, y sobre todo sus conflictos, resultan inverosímiles; peor aun, resultan ridículos. Ahora bien, conviene comparar los excesos de Dolan con los de Dumont. ¿Son tan diferentes? ¿Por qué unos nos producen rechazo y otros nos fascinan? ¿Es solo una cuestión de gusto? Pensemos en las interpretaciones: ese registro, en el caso de Ma Loute, es buscado, voluntario, significativo; mientras que en el de Juste la fin du monde es producto de la falta de habilidad del cineasta. Una pena.
Otro gran nombre que vuelve al tema de la familia, pero sí sale airoso, y con dos premios bajo el brazo –mejor actor para Victor Ezenfis y mejor guion– es Eugène Green, que en Le fils de Joseph (2016) se mantiene fiel a sus constantes de sátiro social y reivindicador de la espiritualidad en un mundo contemporáneo desprovisto de ésta. Partiendo de los mitos del sacrificio de Isaac y de la paternidad adoptiva de José, padre de Jesús, el galo realiza una película que nos reconcilia con la vida, devolviéndonos la fe en la familia frente a las difunciones y violencias que presentaban otras piezas de la competición. Green juega con las metáforas haciendo referencias a la Biblia para transmitir su mensaje: para él la familia no es cuestión de lazos sanguíneos, sino de reconocerse los unos a los otros en comunidades en las que la transmisión del conocimiento y la moral son claves. Vincent creció siempre con su madre María, quien no quiso decirle quién era su padre biológico, ausente. Cuando descubre que se trata de un pomposo pseudointelectual que desprecia la inteligencia y a las personas, decide vengarse de él, si es que Joseph, en el que comienza a identificar una verdadera figura paterna por su afinidad espiritual, no consigue evitarlo.
El galardón al guion está más que justificado. Nos encontramos ante un libreto en el que Green depura su habitual prosa barroca y la contrapone a una gris burguesía parisina venida a menos, donde estas palabras suenan huecas y ridículas. Como en el barroco, el contraste provoca el efecto más poderoso, en la que puede ser la primera comedia pura de Green. Una verdadera sátira a los pequeños burgueses adormecidos de París y al egoísmo que reina en el mundo contemporáneo, en la que reclama la transmisión y la fe como valores para salir de esta crisis espiritual a la que parece abocada Europa. Incluso si las referencias bíblicas pueden resultar muy evidentes por momentos –la elección de los nombres de los protagonistas es quizás demasiado obvia– y lastrar el relato por exceso en alguna ocasión, nos encontramos ante la que quizás sea la obra más mínima y trabajada del autor, donde su habitual dialéctica del plano frontal, con una mirada que es espejo del alma humana, cobra más protagonismo que nunca.
La familia, vista como comunidad cerrada, es siempre fuente de tensiones y conflictos, que solo parecen tener cura con la distancia que ofrecen los viajes. La conquista o la defensa del espacio propio es la motivación que mueve a Sasha en American Honey, a Léo en Rester vertical, a Lady Susan en Love & Friendship o a las hermanas de Ernelláék Farkaséknál; y es también el desafío de las protagonistas de Zjednoczone stany milosci (United States of Love, Tomasz Wasilewski, 2016). Ambientada en la Polonia de 1990, a los pocos meses de la caída del muro de Berlín, esta película tiene como principal virtud contar con una ambientación y una fotografía apagada que remite directamente a la época, erigiéndose en genuino viaje temporal para los que vivimos aquellos años. Sus actrices, las cuatro magníficas, interpretan a un conjunto de amas de casa o trabajadoras liberales que pasan por desengaños amorosos, en tres historias que se entrelazan. Trufada de humor negro y un tanto cínica, la cinta presenta también a la familia como un contexto castrador, del que estas mujeres logran liberarse rompiendo barreras. Resulta curioso que esa liberación pase por la posesión de otros cuerpos –aquí no hay amor– como quien va a adquirir un Levis a la frontera, porque el primo Nikolai lo trae de contrabando. Que la película identifique la fiebre consumista que parece apoderarse de algunos de los personajes con la caída del muro, con la ansia y excitación de poder tocar un cuerpo ajeno y prohibido, establece la interesante posición ideológica de una película que abandona poco a poco esa lectura para acabar convirtiéndose en un drama bien ejecutado, pero muy de la temporada 2016.
Esta conquista del espacio propio en el entorno familiar guía también Hjartasteinn (Heartstone, Guðmundur Arnar Guðmundsson, 2016), un título sobre dos adolescentes islandeses incapaces de comprender la relación que los une: porque son amigos… ¿o son algo más que amigos? Su historia, un relato de iniciación sobre la dificultad de superar los prejuicios propios y ajenos, está contada con oficio y medios, pero sufre de un cierto esquematismo que le resta interés y efectividad. Los dos adolescentes protagonistas de Hjartasteinn solo necesitan, en el fondo, lo mismo que todos nosotros: tiempo y espacio, distancia y perspectiva, experiencia y madurez; justo aquello que se gana viviendo, viajando y viendo películas; justo aquello que se puede conseguir, en pequeñas dosis, viniendo año tras año al SEFF.