SEFF 2018: SECCIÓN OFICIAL

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La sensación al llegar a un gran festival es la de querer verlo todo. Un vistazo al horario muestra la grandísima variedad de opciones y filmes programados que, mientras no se resuelva la posibilidad de la ubicuidad, se solapan y contraprograman. Comienza ahí el tetris de películas tradicional, la selección de qué ver y cuándo, que finaliza por dar en una experiencia única y personal a cada uno de los asistentes. Esto es lo que pasa en el Festival de Sevilla, una cita que reúne en sus más de 15 salas el mejor del cine europeo del último año. Faltan las horas en Sevilla para sumergirse en el cine y poder abarcar la excelente selección que el equipo de Cienfuegos acerca a la ciudad, con títulos muy esperados como The house that Jack built (2018), último trabajo del siempre polémico Lars von Trier, o las últimas piezas de Mia Hansen-Løve, Oliver Assayas o Sergei Loznitsa. Cada crónica es, como decía, una experiencia única, y quizás ahí resida la gracia de apostar por tanto cine de calidad; ésta es, pues, una (la mía) particular visión de la XV edición del Festival de Sevilla.

En la sección oficial se dieron cita nombres muy conocidos en el panorama cinematográfico actual. Sin embargo, como siempre uno gusta de descubrir el desconocido más que reafirmar las certezas, intenté huir de aquellos nombres que ya conocía en el catálogo para adentrarme en territorios desconocidos. Esta irrupción en lo desconocido es algo que también mueve a Víctor Moreno en La ciudad oculta (2018) a entrar en los mundos subterráneos de Madrid para filmar una lisérgico viaje que comienza como un documental observacional para ir, poco a poco, mutando en un film mudo de ciencia ficción. Las inusuales estructuras que esconde la ciudad se van transformando en el único mundo que parece existir, donde las únicas presencias humanas están relacionadas con el trabajo de mantenimiento. El film parece una alucinación de un mundo apocalíptico donde la máquina (la ciudad) parece haber vencido a la humanidad, esclavizándola en trabajos eternos, como si modernas versiones de Sísifo fueran. Destaca en el film de Víctor Moreno el fantástico trabajo de dirección de fotografía, en el que prima una oscuridad llena de matices y que deja en el espectador la tarea de llenar en su mente esos espacios en negro.

Lejos de esta oscuridad, el último trabajo de Christophe Honoré, Plaire, aimer at courir vite (2018), es un cuanto a la lucha contra los imposibles. El film, que comparte temática y universo con 120 battement par minute (Robin Campillo, 2017), también se sitúa en el París de los años 90; por el contrario, el film de Honoré no se sitúa en las calles, en las protestas activistas, sino en el hogar, en la reclusión de Jacques, el protagonista, al ver que el reloj de su vida parece ir demasiado deprisa como para volver a enamorarse de nuevo (algo a lo que hace referencia el propio título del film: vivir enseguida, amar lento). Será la aparición de Arthur, un joven bretón lleno de la energía propia de la juventud, lo que haga evolucionar a Jacques, sacándolo a veces de su zona de confort y demandándole la atención que una relación necesita, aunque no siempre consiga. Un film agridulce en el que Honoré juega a la perfección con los espacios, construyendo imágenes a veces perfectas donde las propias paredes de la casa sirven para dividir los planos en diferentes imágenes, emociones.

Pity (Babis Makridis, 2018)

Pity (Babis Makridis, 2018)

También sobre las relaciones personales, en este caso familiares, se centra Pity (Babis Makridis, 2018), comedia negra que juega a incomodar, a situarnos en esas situaciones cotidianas y absurdas donde todos estuvimos. La historia orbita alrededor de una madre en coma y un marido sumido en una profunda depresión. La compasión de los que lo rodean parece hacer cada vez más fuerte esa depresión y hunden, más y más, al protagonista en un estado oscuro donde cualquier indicio de alegría debe ser suprimido. Resulta difícil hablar del film sin arruinar el argumento ni desvelar información, sobre todo habida cuenta la excepcional ironía con la que Makridis aborda temas tan universales como la muerte. Canino (Yorgos Lanthimos, 2009) es quizás la referencia más clara que se le puede encontrar a Pity, no en vano los dos filmes comparten guionista (Efthymis Filippou) y optan por narrar una historia sin nombres, ni lugares concretos.

Más en la línea de los clásicos biopics, aunque sin caer en lugares comunes, Dovlatov (Alexei German Jr., 2018) se centra en la vida del escritor prohibido Sergei Dovlatov para describir a la Rusia de los años 70. Una Rusia cerrada sobre sí misma donde todo llega tarde y a través de contrabando. Quizás es por eso que en los 70, cuando en los Estados Unidos ya estaba en desaparición, parece crecer la cultura ‘beat’ entre una juventud obsesionada por crear, discutir sobre arte, beber y disfrutar de la vida; ideales que no comulgan con el espíritu obrero y de camaredería del gobierno soviético. Dovlatov es también un canto al arte en el más puro de los sentidos: el arte por delante de todo, por delante de la familia, del trabajo, del exilio o de la cárcel. Crear es la única forma de continuar moviéndose hacia delante.

También en la línea de un cine más convencional, Elsa Amiel filma en Pearl (2018) la historia de una culturista que, a punto de presentarse en un concurso que puede decidir su futuro, se reencuentra con su hijo después de cuatro años sin verlo. Este film camina entre lo documental, centrándose en retratar este mundo del culturismo femenino (los medicamentos, las rutinas de ejercicio exhaustivas, etc.), y el drama familiar más clásico, una madre se reúne con su hijo después de cuatro años sin verlo, sin dejar de lado una estética que recuerda a los trabajos de Nicolas Winding Refn (especialmente si prestamos atención a la banda sonora de la última parte del filme). Pearl es como un disparo que encuentra en su brevedad, tan sólo dura 82 minutos, y en su potencia, el ritmo del filme es un constante in crescendo, sus mejores aliados.

M (Yolande Zauberman, 2018)

M (Yolande Zauberman, 2018)

Finalmente, cerramos esta primera crónica hablando de M (2018), quizás una de las apuestas más arriesgadas de esta Sección Oficial del Festival de Sevilla. La directora, Yolande Zauberman, consigue adentrarse en el oculto mundo de una comunidad judía ultraortodoxa para, a través del testimonio de Menahem Lang, protagonista del film, denunciar la cultura de la violación de la que los niños judíos son víctimas. El film, narrado desde un primerísimo plano en cámara en mano, hace patente la urgencia de esta obra; esto, sumado a la claridad y rotundidad de la conversaciones lleva a M a una dimensión sorprendente donde víctimas de violaciones admiten haberse convertido en violadores posteriormente, donde las víctimas salen al encuentro de sus violadores, y donde la cultura del silencio brota a la superficie en aquellas familias con víctimas entre ellas. La urgencia de este filme, que “construye un particular #MeToo” (cómo precisa el catálogo del festival), adquiere más importancia se tenemos en cuenta que es Zauberman, mujer cineasta, la que consigue romper las barreras de esa comunidad masculina para denunciar y contar estas historias. Sin embargo, la directora camina también por alguna zonas grises, especialmente cuando se habla de “redención” o “perdón” para los violadores o se opta por no llevar estos problemas ante la justicia. Zonas grises, con todo, que es preciso caminar y tener en cuenta. M queda en la mente después de su visionado, provocando el debate interno con nosotros mismos (¿qué haría yo? ¿Entiendo por qué hablan de perdonar?) y es quizás ahí donde reside la mejor de sus características: la de provocar que pensemos, provocar debate, algo cada día más y más necesario.

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