Un cielo tan turbio, de Álvaro F. Pulpeiro
Bajo el agua, dirigiendo la mirada hacia la superficie, todos los océanos parecen el mismo. Se trata de una astuta herramienta introductoria: sumergirnos durante varios segundos, desorientados, preguntándonos dónde estamos y a qué vamos a asistir. Cuando la cámara emerge, la imagen es negra y está presidida por una llamarada de fuego; es solo un aviso de lo que vendrá a continuación: retratos de un país convulso, descompuesto, y del tránsito consecuente de su población y las nuevas cotidianidades que habitan. Este es el primer escenario que nos presenta Álvaro F. Pulpeiro en su nueva película, Un cielo tan turbio, proyectada por primera vez en el marco del festival danés CPH:DOX, como parte de la sección Next Wave.
La cinta, en cuya producción ha colaborado A Cuarta Parede, parte de los escritos del autor polaco-británico Joseph Conrad en Nostromo (1904). La novela, inspirada en el conflicto de 1903 entre Colombia y Estados Unidos que finalizó con la separación de Panamá, se desarrolla en la nación ficticia de Costaguana y aborda la intervención norteamericana en los países del sur para apropiarse de sus materias primas autóctonas. Pulpeiro traslada las reflexiones del escritor a un escenario tan real y contemporáneo como es la nación venezolana, un país sumido en un devenir político, económico y humanitario, que perfectamente podría protagonizar la novela de Conrad.
Es justo describir al lucense Álvaro F. Pulpeiro como un cineasta etnográfico, un antropólogo audiovisual que transita entre los límites físicos y conceptuales de diferentes entornos y que explora el comportamiento humano de aquellos que los habitan. La curiosidad y el deseo de entendimiento guían su mirada, y así lo ha demostrado a lo largo de su trayectoria. Si en Nocturno: Fantasmas de mar en puerto (2017) realiza el retrato de un barco y su tripulación, una hibridación de lenguas y orígenes, en Un cielo tan turbio se aventura en un viaje de carretera a través de las fronteras de Venezuela con Brasil y Colombia, y documenta una serie de situaciones, mayoritariamente encarnadas en el día a día de profesiones nómadas y extrañas, que se dan en los márgenes de este contexto. Pulpeiro no se recrea en la entrevista al uso ni en lo explícito de la miseria, sino que propone una pieza observacional a través de diversos parajes post-industriales y, a partir de ellos, se aproxima a los distintos moradores que encuentra en su camino, acogiéndolos en la imagen como un elemento más del paisaje.
En un relato fragmentado, son los propios medios de transporte los que cohesionan las diferentes secuencias y generan esa sensación de road movie. Hay cierta preocupación también por retratarlos, por convertirlos en paisajes vivos. En una de las primeras escenas se introduce al espectador en un barco y se traza una ruta lineal por toda su anatomía: presenciamos los ruidos de las áreas más íntimas y profundas del navío, las salas de máquinas, como si fuesen intestinos; la cámara trepa y sube escaleras, atraviesa los mamparos y visitamos los pasillos, los camarotes, vemos a los tripulantes durmiendo, escuchamos la radio de a bordo; salimos a cubierta y Pulpeiro finaliza la secuencia con lo que se podría describir como un plano subjetivo desde el punto de vista del propio barco, su mirada oteando el mar y el horizonte. Se escuchan disparos. Hay un tono de no-futuro durante todo el metraje que recuerda al cine post-apocalíptico de Sokurov y Żuławski, alimentado por los cielos ahumados, prendidos en las llamas de una hora mágica registrada por ópticas aberrantes y por un espacio sonoro que vibra y golpea, recreando un malestar colectivo.
Desde la imagen, observamos las consecuencias del bloqueo territorial y marítimo que vive Venezuela, pero Pulpeiro no emite un juicio claro sobre el conflicto que retrata, y ni siquiera se detiene en exceso a plasmar la opinión de esos apátridas que se encuentra. Es a través del material de archivo sonoro, que introduce en forma de transmisiones de radio, donde pone en situación los eventos que narra, y son los propios Chávez, Maduro, la oposición y los medios internacionales los que relatan la historia reciente de Venezuela. Mensajes fragmentados e inteligentemente entrelazados que muestran una panorámica en contraste de lo que ocurre en el país, y que contextualiza las vidas de los nómadas que habitan estos lugares de tránsito y colapso. No hay un posicionamiento crítico más que el de acompañar a la figura del apátrida, y probablemente estos grupos de personas diferirían si estableciesen un debate entre ellos, pero no aportaría nada al relato y Pulpeiro prefiere filmarlos en sus cotidianeidades. Ellos hablan sobre comer carne de tortuga y enamorarse en Brasil, y como esa luz del auto que guía al espectador en la oscuridad de la noche, unos mariachis deleitan a los conductores con rancheras de Juan Gabriel.
Mariachis, militares, contrabandistas de gasolina, intercambiadores de bolívares o piratas. Pulpeiro colectiviza a todas estas personas en una especie de jerarquía de profesiones fronterizas, confluyentes en ese arquetipo de habitante del destierro. Es uno de estos apátridas, precisamente, el otro elemento cohesionador que propone la cinta, y es aquí donde Pulpeiro se adentra de lleno en el terreno de la ficción: Un bebé llora en los asientos traseros de un coche, a espaldas de la indiferencia de un presunto padre que conduce. Una voz en off estratégicamente superpuesta despierta y recita a Cernuda cuando llora ese bebé. «Háblame, madre. Y al llamarte así digo que ninguna mujer fue de nadie como tú lo eres mía. Háblame, dime una sola palabra en estos días lentos, informes, que frente a ti se esgrimen como cuchillo amargo entre las manos de tus propios hijos»[1]. Una plegaria a una madre ausente, a una patria en deriva, no solo sociopolítica, sino también simbólica. Pulpeiro repite esta misma fórmula para desenlazar la película: El bebé llora otra vez. El padre posa sus ojos sobre las líneas de la carretera, incapaz de soltar el volante y consolar los lamentos de su hijo. Nos sumergimos, de nuevo, y en la profundidad del océano esa voz —como una profecía, el no-futuro de ese bebé— completa el poema de Cernuda. «Yo te hablo como un huérfano». Huérfano de una patria, habitante forzoso de un destierro en su propia casa. «Pirata del aire, gigante de hierro, caballo sobre el agua». La cámara emerge frente a un paisaje industrial de arquitecturas marítimas que bien podrían ser ese coloso férreo que describe el orador sin rostro. Un gigante que se delata glorioso en un antaño, pero que ahora yace a merced del tiempo, del salitre y del óxido.
[1] Cernuda, Luis. Elegía Española I, en Las Nubes, 1943.