Un pequeño mundo, de Laura Wandel
Resulta complicado decir algo sobre una película que habla tan bien por sí sola. Que grita tanto de forma tan silenciosa y agónica, enquistándose a fuego en las venas y haciéndonos arder por dentro. Se vuelve casi innecesario decir nada sobre ella por miedo a estropearla o herir su naturalidad. No es una película que puedas pensar. No te da tiempo. Es un torrente de incertidumbre y miedos. Todo es mentira comparado con una sola secuencia de la inmensa y desproporcionada batalla que tiene que vivir Nora en su primer año de colegio. Un pequeño mundo es un inmersivo volcán de imágenes que se suceden sin descansos o tiempos muertos. Rodada con pocos cortes y unos niños caídos del cielo, la cinta es profunda desde esa aparente sencillez, tan bien heredada de cineastas como Ken Loach o los hermanos Dardenne, pero aquí se nota que hay algo nuevo que aportar y una mirada que desciende y pone el foco sobre la inocencia para hacerla estallar. La cinta no busca, sino que encuentra la lágrima por la vía más difícil y menos manipuladora de todas: la de la honestidad.
Dicho esto, las óperas primas casi siempre tienen algo especial. A veces se toman decisiones precipitadas y no suelen ser las más correctas, pero sí son las que más corazón poseen. Al igual que el patio de colegio que retrata con un ojo tan veraz como asfixiante Laura Wandel, las primeras películas muchas veces son un incendio de ganas e intensidad. Un puro arrebato, en el buen sentido, que intenta abarcar demasiado en poco tiempo; pero aquí no. En Un pequeño mundo todo está tan contenido y tan sabiamente elaborado que no solo es un trabajo minucioso de investigación al que se le ha dedicado años de vida, paciencia y sensibilidad, sino que salta cualquier barrera que pueda existir entre lo real y lo representado para erigirse en un faro con su propia luz, que denuncia sin subrayar la crueldad que lleva al terror, y el terror que lleva a la crueldad, porque la violencia es circular y una vez que se ha sembrado es difícil pararla. Se vuelve endémica e incontrolable, hasta tal punto que tristemente puede llegar a normalizarse, y quizás por falta de medios y educación se acaba aprendiendo que la única falsa salida es practicarla.
Esto último es durísimo y a ello se entrega esta película, cuya narración pivota sobre una única cuestión principal: la lucha imposible y suicida de Nora entre querer integrarse y defender a su hermano de los abusos que sufre por parte de sus compañeros, que duele tanto que traspasa la pantalla y se cristaliza con una contundencia que te arrasa como una ventisca y te deja tiritando sin importar el abrigo que lleves puesto. La cámara casi nunca se despega del rostro de la protagonista, consciente de que desde ahí puede contarlo absolutamente todo. O de su cuerpo, como si este fuera una isla y el resto un mar envilecido y hostil, lleno de tiburones del que solo nos llegan sonidos, desenfoques y miradas tristes y torcidas. El secreto del cine bien hecho no existe porque es magia, y aquí hay de sobra. No hay fórmulas, pautas, esquemas… solo intención y verdad.
En Un pequeño mundo conviven enraizados múltiples tipos de violencia que funcionan como capas superpuestas del relato y dinamitan la idea de la infancia como ese territorio lleno de ternura e inocencia que conocemos, y para ello Laura Wandel no necesita salirse del colegio en todo el metraje. No necesita ir más allá de las verjas de este pequeño mundo lleno de detalles, matices e implosiones que lo es todo en la juventud, porque no podemos olvidar que nuestro primer contacto con lo que se supone que es la sociedad se produce en los colegios y las guarderías. Lugares muy vulnerables y conflictivos donde se forja buena parte de lo que seremos más adelante como adultos. Nora se ve obligada a hacer equilibrios, mucho más profundos e íntimos que los que tiene que realizar en la piscina o en esas clases de gimnasia, para mantenerse a flote en un lugar pantanoso en el que la tierra a veces también parece quemar. Como ese juego con sus “amigas”, en el que se decide si una de ellas la invitará o no a su cumpleaños. Esta supuesta arbitrariedad tiene consecuencias devastadoras y es arrogante y cruel, porque la crueldad disfrazada de inocencia sigue siendo crueldad. Puedo comprar la idea de la ambivalencia del mal y el bien como conceptos también difusos o incluso etéreos, pero hacer premeditadamente daño a otra persona siempre está mal. Da igual el nivel de consciencia que tengamos al respecto.
Uno de los puntos más destacables de la película es cómo la cineasta hace uso de forma maravillosa del fuera de campo y lo sitúa como un recurso lleno de energía y tensión: lo que no se ve cuenta y tiene a veces mucha más fuerza que lo que vemos, y no puede ser más acertado para hablar de algo tan delicado y sobre lo que todavía tenemos que prestar mucha atención como es el acoso. Trabajar con lo implícito juega aquí un papel crucial y es una de las decisiones de realización más adecuadas para un contexto de esta intensidad que he visto en mucho tiempo.
Tampoco hay música, y seguramente no la necesite, porque la música son todos esos sonidos cotidianos que juntos crean sinfonías y vida, y son parte de la atmósfera real que se produce en medio de la crispación y la violencia social a la que están sometidos todos los personajes de la película, incluso el propio padre de Nora, cuando esta le pregunta (influenciada por sus nuevas amigas) por qué no tiene trabajo como los demás padres, y por qué siempre va a buscarlos y recogerlos a la entrada del colegio.
Para terminar, ese abrazo final que Nora le da a su hermano es un regalo impagable. Un acto de entrega total y de amor incondicional para romper la órbita elíptica que es la violencia, y uno de los mejores cierres y mensajes que puede darnos Laura Wandel, por muy manido o cursi que pueda parecer: el amor puede ser el único antídoto que nos rescata de la oscuridad y nos devuelve a un camino que nunca deberíamos haber abandonado, pero en el que, empujados muchas veces por determinados contextos sociales, podemos perdernos en múltiples intersecciones.