UNA CRÓNICA DE 240 DÍAS EN COLOMBIA: DEL NQS DE BOGOTÁ AL FICCI DE CARTAGENA DE INDIAS
Europa, a mi ver, es como aquel anciano que ya ha pasado por todas sus fases vitales, y ahora, mirándose fijamente a unos ojos azul cobalto en el espejo de su baño bien iluminado de mármol color marfil, reflexiona de forma cómoda y fría sobre todo lo que ha hecho. Sin juzgarse y sin arrepentirse de nada, hasta llegar a justificarse silenciosamente. Ese anciano comprensivo, sabio, gran demagogo, de cuerpo vigorosamente erguido y mente dulcemente maquiavélica, es verdaderamente el Mefistófeles del mundo. Ese retorcido diablejo que escupe bolas de grasa camufladas de alta cultura, que da de comer al pobre que empobreció, que pide visa para luego quitársela a los que colonizó,… en fin. Europa, ese característico anciano burgués que tras una vida de explotar, y sin arrepentirse, cubre un formulario de UNICEF para amamantar a algún animal oscuro que vaga las sabanas tercermundistas. La redención que promete el bautismo.
Tras demasiado tiempo en Londres, estudiando en el zenit de esta moral cancerígena pero tremendamente cómoda e indulgente (no me extraña que cosas como el azúcar procesado, el chocolate con leche o los autos de fe fueran inventados en el viejo continente; seguramente la pornografía en 4K también) decido, después de 10 años, volver a América Latina, en concreto a Colombia, país que había hecho bastante ruido en Europa tras el último Cannes con La tierra y la sombra (2015) de César Augusto Acevedo y El abrazo de la serpiente (2015) de Ciro Guerra. Me mudé a Bogotá, capital a 2.600 metros de altitud, una gran ciudad americana que desde el cielo parece una tremenda amalgama de luz amarillenta y ladrillo gastado a la que no le fue impuesto ningún orden o jerarquía aparente, y en la que las grandes montañas que la resguardan, se precipitan lentamente sobre sus calles de asfalto irregular y conducción irreverente. Bogotá me pareció un extraño espejo convexo cuando intentaba entender al gran país en el que vivía, sus motivaciones individuales y colectivas, los diferentes estratos sociales e incongruencias políticas y hasta culturales. Lo único que puedo afirmar con seguridad es que la identidad de Colombia como nación, como un gran conjunto de individuos que persigue una meta común, no cumple las expectativas ni validaciones occidentales. Es imposible, ya que Colombia, al igual que muchas sociedades del Norte de América Latina, vive en una temporalidad múltiple forzada dentro de un tiempo único, dictado por el libre mercado y la ética del catecismo católico. La complejidad de esta temporalidad múltiple negada por una serie de expectativas culturales ilustradas de raíz cristiana y ramificación democrática, creo de veras que esculpe la peculiar morfología del paisaje colombiano, desde la frivolización de la violencia, la corrupción generalizada, la adulación de las clases blancas portadoras de pasaportes europeos de un distante árbol genealógico plantado en Europa, hasta ese realismo mágico que te lo venden cuando compras una nevera o un café en Juan Valdez, pero del cual nace una manera de ver la vida, cercana al ‘joie de vivre’, pero entendido como un gran y sudoroso baile poético que consigue alimentarse de lo más mundano y darle una forma estelar, digna de una carta de amor, una oda o un largometraje. En Colombia, no renegando de mi romanticismo propio de europeo en tierra ajena, aún se puede hacer el amor, existen historias vitales, anarquía, vida detrás de la vida, y aunque cada vez se está más cerca de la gentrificación y las modas cultas y exclusivas, hay una serie de factores trágicos que previenen que toda faceta del vivir se capitalice y se empaque. Esto, para bien o para mal, hoy por hoy pasa, y por eso el cine colombiano cuenta historias y el europeo formas. Aquí está el gran peligro que yo sentí en la cultura y el cine colombiano: la dependencia del folklore como eterna justificación de su forma y calidad. El cuento popular revestido con ropa europea.
Pedro Adrián Zuluaga, del que hablaré luego, me invitó a una de sus clases en la Universidad de los Andes. En ella proyectó dos películas de los años 70. La primera fue un documental de Ciro Durán de 1977 llamado Gamín. Esta producción colombiana, característica de esta época, retrata a los niños de la calle, cubiertos de mierda y comiendo literalmente como roedores. La cámara los filma con teles desde la distancia, como filmando a hienas deshaciendo el cadáver ya comido de una jirafa. En Europa, sobre todo al concienzudo público de los partidos de ascendencia marxista, lo celebraron como un nuevo cine latino, social y reivindicativo. Hicieron lo que siempre hacemos, embotellarlo y marcarlo. Y en Colombia las élites que gobiernan, muy distantes a la gente de verdadera cultura, se postraron muy satisfechos, sin un ápice de vergüenza ajena por el hecho de ver que la marca Colombia estaba siendo relacionada a sus jóvenes conciudadanos mugrientos y malnutridos. Ver la validación paternalista europea por la miseria de su país parecía ser mucho más esencial que la calidad artística del documental, que a mi ver no tenía mucha, ya que asimilaba en términos formales al documental de propaganda republicana dirigido por Joris Ivens, escrito por Ernest Hemingway y John dos Passos en plena Guerra Civil, en 1937, The Spanish Earth, cuarenta años antes. Aparentemente, según me contó Pedro, estos documentales eran muy populares en la Colombia de los 70, que luego dos de los padres estériles del cine colombiano, Carlos Mayolo y Luis Ospina, genialmente llamarían y popularizarían con el término de ‘pornomiseria’. Precisamente un año después, en 1978, Ospina y Mayolo dirigen Agarrando pueblo, una genial sátira que mezcla la obsesión vampírica por retratar al desfavorecido hasta llegar al mismo estilo BBC de orquestar el show de la pobreza, con un cómico canibalismo que recuerda a Cannibal Holocaust (Ruggero Deodato, 1980), cuando el sujeto se revela contra el hostigador director.
Viendo esos dos ejemplos, uno se da cuenta de que este juego de la pornomiseria sigue muy vivo. Sobre todo con el reciente éxito del Abrazo de la serpiente, según muchos la cima del cine colombiano, el western fundacional, obra criticada de forma precoz y adolescente por los estudiantes de la pública Universidad Nacional por traicionar el austero y profundo cine autoral, y alabada hasta llegar a ser la imagen bandera de la torre ColPatria que ilumina la noche en Bogotá, por el presidente Juan Manuel Santos como la gran confirmación de que el cine en Colombia ha alcanzado un nivel digno de los standards marcados por los Oscar. Ahora, tal y como pasó tras Gamín, se necesitaría otra obra crítica con los ídolos y dioses que denuncie sutilmente el abuso del oportunista folklore colombiano amazónico, y de la idea que tienen casi todos los gobiernos que el cine solo tiene valor nacional cuando está validado por un agente externo.
Yo creo que esa crítica silenciosa ya está surgiendo en el cine colombiano, esa sublevación contra el yugo del folklore que dicta temáticas, siendo dominante la del post-conflicto. El FICCI de 2016 vivió los tímidos destellos de esa sublevación silenciosa.
Precisamente Juan Manuel Santos abrió el Festival de Cine de Cartagena de Indias (FICCI) con un discurso muy bien preparado sobre el cine colombiano, sin mencionar los recortes para el presupuesto de 2016, pero destacando los premios y honores de ciertas películas colombianas en los festivales. No faltó, como era esperado, la justificación del apoyo gubernamental al cine a través del éxito de La tierra y la sombra y El abrazo de la serpiente, pero también mencionó a Brillante Mendoza y a Luis Ospina, por lo cual el público emitió un gran y prolongado aplauso que eclipsó al propio Santos. Luis se levantó. Fue una escena bonita de presenciar, cuando los aplausos van dirigidos no a un político, sino a un creador al que en su primera aparición compitiendo en el FICCI con Pura sangre (1982) le dijeron que como era posible que se hubiese gastado las ayudas estatales en tal aberración a los sentidos. Tras el discurso y como un shock al cine que había halagado el presidente, Los Nadie (2016) de Juan Sebastián Mesa, tocó a todo volumen, dejando una estética urbana paisa, manchada con punk metal, marihuana, malabares y sueños de escapar al sur. La antítesis de La tierra y la sombra.
El FICCI es un gran festival, este año contando con la presencia de estrellas tanto comerciales como autorales. Susan Sarandon se alzaba en la publicidad como la gran atracción del festival, pero también para los hambrientos asistentes cinéfilos que no se quedarían decepcionados con la presencia de Brillante Mendoza, José Luis Guerín y Gaspar Noé, entro otros.
Ya que este artículo no pretende ser una crónica periodística objetiva, no gastaré tiempo describiendo ambientes y sensaciones del público y realizadores, ya que el festival me interesa como vitrina a un cine colombiano que se realiza más allá del folklore y el exotismo que vende en Europa y USA.
Pero es digno mencionar alguna que otra anécdota que ilustra el carácter del festival y la ciudad, desde la farándula al sexo y la mitomanía. Y la comida, que tras 3 días una sustancia que aún desconozco me intoxicó de tal forma que aún hoy me estoy recuperando. Nunca me arrepentiré de comerme esa mojarra frita con arroz de coco y patacones, ¡qué delicia!
La farándula, que refleja la naturaleza colonial de los círculos locales de Cartagena de Indias, fue constante, noche tras noche un evento; uno si se va como director, hasta te invitan a un almuerzo de langosta recién pescada en el Club de Pesca de Cartagana junto al presidente de Cine Colombia (la cadena de cines más grande e influyente del país) para charlar. La fiesta de inauguración, en el Palacio de la Inquisición, estaba repleta de voluptuosas estrellas de la Telenovela, que se paseaban con su pelo teñido de rubio, pechos plastificados, culos plastificados y narices, bueno, plastificadas; vestidas con atuendos muy pero que muy… bonitos. Verdes, rosas y oro. Dignos de los flashes que estaban a punto de causarme un ataque epiléptico. Yo como no bailo un carajo de salsa o vallenato o cumbia, prefería mirar cómo se balanceaba la tétrica cuerda de la horca donde seguramente se cortó la vida a cientos de infieles. Pero lo más espectacular era la barra libre de Johnny Walker Blue Label. No me gusta el whisky pero lo bebí sin toser o forzar arcadas ni una sola vez, como un hombre. Pero ese ambiente farandulero, muy exclusivo pero al mismo tiempo insípido y cansino muere rápidamente una vez se entra en algunas de las películas de la muestra, una selección exquisita compuesta por Diana Bustamante y Pedro Adrián Zuluaga. La sección de ficción con obras del talante de la española La academia de las musas (2015) de J.L. Guerín, la mejicana Te prometo anarquía (2015) de Julio Hernández Cordón, la brasileña Boi Neon (2015) de Gabriel Mascaro y ganadora de la competencia oficial, y la colombiana Oscuro animal (2016) de Felipe Guerrero, emitió no solo seriedad artística sino una dirección muy interesante en este festival que hace malabarismos con la presión mediática y social, y la también presión cultural seria. Son demasiadas películas en total para mencionar, entre Ficción, Gemas, Competencia Documental, Competencia Cortometrajes, Competencia Ficción Colombia, Competencia Cine Colombiano, Nuevos Creadores y Tributos, eran muchas obras distribuidas entre 6 o 7 teatros.
El más representativo y donde se hacían los estrenos era el Teatro Adolfo Mejía o el Teatro Heredia, que vivió grandes noches y tardes. Gaspar Noé mostró todas sus películas, siendo Love (2015) estrella de medianoche en el Adolfo Mejía, contando con su presencia y con la de su actriz y pareja Aomi Muyock. Love, con sus tonalidades neon y su sexo-amor explícito hizo que partes de la audiencia se dirigieran al cuarto piso del teatro a ver la proyección y a follar emulando la ficción. La mañana siguiente las limpiadoras se encontraron con múltiples condones, algunos eyaculados, sobre el suelo del cuarto piso del teatro. Cosas del cine.
Las siguientes fiestas de cada noche siguieron en la misma línea que la anterior, fiestas para mostrar estatus y crear contactos. El ron cola gratis era suficiente para mí y mi grupo de amigos. Dentro de ellos estaba el director colombiano recién llegado de Buenos Aires Juan Sebastián Quebrada, que presentaba en la Competencia de Cine Colombiano su obra prima, Días extraños (2015). Para mí, no la mejor película como tal de la selección, que ganó Noche herida (2015) de Nicolás Rincón, pero sí una de las más interesantes, sino la más interesante.
Con Juan Sebastián y los chicos de Montañero y una chica que ahora anda por Méjico, nos juntábamos todos los viernes en la casa de P.A.Z para ver películas y hablar. Ellos bebían agua panela y fumaban. Yo soy muy insanamente sano para eso. El cineclub que teníamos en Bogotá se llamaba el NQS (Norte Quito Sur), como la arteria que cruza la ciudad. En el NQS, en el que me recibieron de brazos abiertos gracias a Camilo Restrepo, ganador en el FICCI por su lindo cortometraje La impresión de una guerra (2015), sentí una frescura interesante, peligrosa pero necesaria en un país como Colombia, tan anclado a su folklore y con una cultura buscando ser validada por Europa. La mayoría de ellos acababan de volver de 5 o más años viviendo en Buenos Aires y estudiando en la Escuela del Cine. Criados en un ambiente burgués latinoamericano, una clase privilegiada por el simple hecho de que para estudiar y hacer cine te tienen que dejar pensarlo como una realidad, pero no eran la élite. A mi ver tienen un ángulo no tan anclado en oportunismos u obligaciones de inculcar la identidad nacional, hay más libertad en su mirada hacia el país y también una acidez mayor con esa cansina validación europea. No me atrevo a decir que formalmente puedan ser radicales, pero sí en general tienen una sensibilidad fresca al volver a Colombia. Yo veo Días extraños como un paso adelante, este año es una película que se sostiene sobre su habilidad dramática y no se apoya sobre ese folklore tan endulzado y tan adulado por audiencias occidentales, condescendientes a veces sin darse cuenta.
En La tierra y la sombra, que fue la primera película que fui a ver en Colombia, no sentí una voz detrás, sentí una mirada que había sufrido un amor post-adolescente por la pantalla de un Tarkovski muy macerado por una idea de mi compañero del NQS, Chiwee, llamaba ‘obramaestrismo’, la obsesión de que las cosas suenen serias y solemnes… eternidad estéril. No es un camino a seguir, no hay huecos en donde respirar.
En cambio Días extraños, por muchas incongruencias que pueda tener, muchas cosas que puedan frustrar, muchas referencias medio cocidas a Carax o a Cassavetes, genera burbujas de oxígeno para poder creer en la emancipación del cine colombiano de ese peso que tiene todo cine de ‘país en desarrollo’ de ser previamente validado por el ‘otro’, el papacito. En la película de JSQ se ven esos tenues destellos que al que es consciente hasta cierto punto del pasado del cine en Colombia, contando a la generación previa de Ciro Guerra, Rubén Mendoza y Óscar ‘Papeto’ Ruiz Navia, lo iluminarán brevemente con la posibilidad de superar el folklore y reivindicar la vida, la vida que no necesita ser justificada por la temática, ni validada por la forma, ni le debe nada a nadie. La identidad colombiana se forja sin obligaciones, sin expectativas o presiones, sin política. Nos debería unir a todos, independientemente de dónde seamos, y no apreciar el cine colombiano por su exotismo, siguiendo el ejemplo de la pornomiseria, no tiremos monedas en una fuente de Bogotá para que los gamines salten a por ellas, mientras enfocamos solo el agua y no la mano que provoca el gesto.
Yo llegué en el auge máximo de El abrazo de la Serpiente, a todo el mundo le dolió en superficie o fondo perder contra El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), y que la palabra saliese de los labios de Sofía Vergara (el trauma Miss Universe repetido), pero Ciro no debe monopolizar, como el público extranjero percibe, el cine colombiano. Exactamente igual que Gabo, ganando el Premio Nobel, dejó un desierto literario forzado en Colombia; Ciro, que no lo estoy comparando con Gabo, puede hacer lo mismo si no se actúa con sensibilidad y criterio. El FICCI y el NQS me dejaron claro que el futuro será brillante, pero peligra por los vicios y las expectativas del público tras El abrazo de la serpiente. Espero que el público colombiano sepa ver más allá de la familiaridad folklórica, desnudad al cine travestido de oportunismo y darle una oportunidad al cine que toca dentro sin la pretensión de unir ni separar, sin la misión política de crear identidad forzada y artificial. Y para el espectador de Europa, el espectador aparentemente omnívoro y tolerante, le digo: cuidado con su naturaleza, con la vena colonial y exotista, mira a los ojos de igual a igual, sin tanto juicio oculto en cáscaras liberales, mira con humanidad, sus historias son las tuyas.
Para mí, como lo hablé con Juan Lugo, actor principal en Días extraños, este FICCI y Cartagena de Indias se sentía como el comienzo de algo nuevo.
Y así lo creo, y desde Galicia, les digo que estamos juntos en esta lucha.