Victorias agridulces de un camarada yanqui: Cuatro obras de Jon Jost
Recuerdo estar viendo laSexta 3 (era pequeño, debía estar o en el último año de la primaria o en el primero de la secundaria) y que estuvieran hablando de Pulp Fiction como una obra independiente, barata, casi underground. No dejaban de repetir que la obra solo había costado ocho millones de dólares. “¿Solo?”, se preguntaba un joven e inocente Sohu. “¿Cómo que solamente ocho millones?”, repetía sin ser capaz de articular una respuesta. Mi mente preadolescente era incapaz de concebir ocho millones. Buscaba referentes. Mi familia, que tuvo la suerte de vivir con cierta tranquilidad económica, ni siquiera habló nunca en millones. Hablaban de un millón como algo enorme, gigantesco, inconcebible. Palabras que solo se dicen en los telediarios. ¿Cómo va a costar algo ocho millones y cómo puede considerarse eso poco dinero?
Los yanquis están perturbados, pervertidos por el capital. Ocho millones en Europa es una superproducción, ocho millones para la industria de Hollywood era algo anecdótico en el imaginario colectivo. Igualmente, puedo estar siendo injusto. Esta distorsión de la realidad no existe solo en el cine americano. La realidad es que la mayor parte de cineastas viven en una burbuja, inconscientes del valor del dinero. Bayona salió hace poco a decir que esperaba que su nueva obra, La sociedad de la nieve, rompiese el techo de “producciones de quince millones” que parecen imposibles de superar en las producciones del Estado español. La cosa es, ¿para qué superar ese techo? ¿Qué interés tiene? Siempre sospecho del uso del término “peli independiente”, sobre todo en los Estados Unidos, porque siempre está en relación con la independencia económica de las majors, pero es un pensamiento profundamente pequeñoburgués. A mí esa independencia me daba igual, lo que quería saber es dónde estaba el cine proletario yanqui. Tenía que existir por algún lado. Podía ser pequeño y poco conocido, pero debía estar en alguna esquina escondida. En ese juego del escondite sigue oculto para el gran público Jon Jost, quien coincide en ser un cineasta muy americano y, al mismo tiempo, revolucionario y combativo en sus formas de producción.
En el ciclo que se proyectó recientemente en Numax (Santiago de Compostela), se seleccionaron dos obras en fotoquímico, Last Chants for a Slow Dance (1977), grabada en 16 mm con un presupuesto de 2.000 dólares; All the Vermeers in New York (1990), grabada en 35 mm con un presupuesto de 240.000 dólares, una rara avis en su carrera, así como dos obras de su etapa más reciente en digital, Coming to Terms (2013) y Casa do silencio (2023), su obra grabada en la Galicia y que sirve como excusa para esta retrospectiva. Dice en una entrevista con Jaime Pena que, desde que rueda en digital, nada le cuesta más de 500 dólares. Resulta especialmente interesante cómo la situación económica de sus producciones tiene un ascenso, pico y caída respecto a los presupuestos, claramente representados en esta proyección, al mismo tiempo que ese descenso supone un aburguesamiento de su cine (problemático, interesante, para nada algo meramente peyorativo). Curiosamente, cuanto menos cuesta su cine y más se encuentra en los márgenes, también pierde gran parte del potencial revolucionario de sus primeras obras. Sobre todo es especialmente interesante cómo la cuestión económica tiene una importancia mayor en esas dos obras del siglo pasado, y el dinero casi desaparece de las siguientes propuestas.
En el caso de Last Chants for a Slow Dance, la cuestión económico-política se presenta como un gran monstruo, presente e invisible, que condiciona todos los procesos de alienación del protagonista. Desde las formas de opresión que él emite de forma directa, sobre todo en su marcada misoginia, hasta las formas de opresión que él tiene que sufrir, sobre todo el trabajo proletario y la familia nuclear. La obra es puro ‘años 70’, desde su obsesión con la figura y psicología del asesino, su desesperación y decepción postmovimientos sociales de la década pasada, toda esa fijación por el divorcio y la decadencia de una relación, la herencia formal de la dilatación temporal del plano de un Warhol de los 60, expandiéndolo con más herramientas narrativas y aplicadas a un contexto de política de la alienación (me recuerda, por supuesto, a la Jeanne Dielman de Akerman, tanto como a The Sealed Soil de Marva Nabili). Parece un contrapunto de las road movies, donde los múltiples desplazamientos y la incapacidad de estar en un punto fijo no se presentan como libertad, sino como profundamente alienantes. Todo lo que fue un entresueño de los 60, parece ahora el fantasma desolador de una vida destruida.
All the Vermeers in New York es la primera vez que, según el propio Jon Jost, existe una vinculación con el cine como “industria”. Ese enlace con el business acaba relacionándose directamente con la obra, en la que presenta una historia de amor en el contexto de la bolsa de Nueva York con una exposición sobre Vermeer como eje vertebrador. El punto de unión comienza con el hecho de que Nueva York se llamaba Nueva Ámsterdam, y existe un punto común cronológico entre los comienzos de la bolsa en la ciudad y la obra de Vermeer. La cuestión museística, el fetiche de las obras de arte y la consideración de la pieza artística como valor bursátil se relaciona con la propia historia de un hombre que trabaja en la bolsa de Nueva York. Este dice: “Solo muevo el dinero de un sitio a otro”, de la misma forma que la gente que comisaria los museos mueve los cuadros de un espacio a otro, sabiendo que lo que traslada no es una pintura, sino capital, tanto social, como económico. Si las condiciones proletarias de Last Chants for a Slow Dance condicionaban el día a día de su protagonista de forma clara (y sus relaciones amorosas, especialmente sus relaciones con las mujeres), la conexión económico-política de All the Vermeers in New York se vuelve más abstracta, difícil de concretar. Movimientos y transacciones que suceden tras la narración de una historia de amor y el desplazamiento urbano por las calles y el transporte público. Michael Wilmington explica cómo “al igual que Vermeer, intenta sugerir algo más grande, más espantoso, centrándose brillantemente en algo pequeño y aparentemente mundano” y que “tal como Vermeer pintó el colapso del imperio holandés, haciendo que Nueva Ámsterdam acabase siendo Nueva York, vemos en All the Vermeers in New York la disolución de una era”. Los ochenta financieros, mentalidad de tiburón, imparablemente yanquis, darán pie a una época de decepción, rebelión adolescente y movimientos sociales en la última década del milenio. Al final estamos presenciando la caída imperial mediante movimientos sutiles de capital financiero imperceptibles para la mayor parte de la gente, pero influyendo de forma soterrada, invisible, en nuestras vidas. La gente enamorándose y el mundo colapsando y la historia rima consigo misma con siglos de distancia, pero nosotros vemos principalmente a gente improvisando, haciendo bromas, haciendo el tonto y en esa tensión entre lo liviano y el peso de la historia en movimiento se encuentra todo un gran retrato de los abstractos movimientos del capital.
Las otras dos obras del ciclo ya no evidencian esta obsesión por los flujos de la economía, ni tampoco tienen el humor y la ironía de esos inicios. Ese aburguesamiento no solo va ligado a un desinterés por las relaciones económicas, sino en la propia formalización de la obra que se vuelve más solemne, más ontológica que política. Coming to Terms adquiere la estructura y el tono propios de un melodrama. Tiene la destrucción de la familia nuclear, los conflictos generacionales y la crítica a las figuras paternas, pero su estilo es ya asimilado por la highcult. No tiene el interés popular del melodrama clásico de Hollywood, por el contrario, esta asimilación por parte de un circuito ajeno a su origen permite intensificar ciertos aspectos del melodrama, como pueden ser la exploración política de los espacios, una apuesta más radical, casi warholiana, sobre el primer plano y el soliloquio, así como toda una aproximación al tiempo y la duración vital de exigencia particular que está en los melodramas clásicos de una forma muy distinta (en sus elipses, en sus estructuras de construcción en off de vidas pasadas, en todo lo soterrado y oprimido de las experiencias de vida; no en el tiempo directo del propio plano estático). En esos procesos de intensificación (nunca llega a ser tan camp como algo de Sirk o Minnelli, intensifica los códigos del género, no los códigos sociales de masculinidad-feminidad y heterosexualidad, como los directores clásicos) y, sobre todo, de estabilización de la obra (sus estructuras experimentales, sensación temporal distorsionada, ironías y tensiones entre cultura pop y alta cultura no son tan extremas como en sus inicios), se pierde gran parte del potencial político, incluso cuando toda la estructura pueda remitir a las cuestiones de análisis de la familia nuclear y la cisheterosexualidad del melodrama.
No tiene residencia fija desde hace diecisiete años. Por lo visto, la última vez que pagó alquiler fue en Portland, en el 2006. Estas condiciones materiales presentan, al mismo tiempo, el espacio de precariedad que continúa su obra, pero, también, el inevitable aburguesamiento de un autor que adquiere cierto renombre y puede permitirse vivir de hacer cine, no pagar alquiler y hacer viajes por el mundo; incluso si esto nunca supone tener un buen colchón económico para crear sus obras. Casa do silencio parece una recopilación de experimentos hechos en Galicia, tanto de trucos visuales como sonoros que combinan motivos paisajísticos con registros de distintes artistas del país. Tiene mucho de cine de notas, fragmentos de la cultura gallega que mezclan memoria histórica con música y poesía, permitiendo que esta aproximación a Galicia sea bastante abierta, de relaciones no particularmente evidentes. Ese esfuerzo por una pluralidad de técnicas y materiales también se refuerza por la forma en la que todo parece continuar una estética desde el juego, el experimento desde una aproximación manual al material, de hacer pruebas sin la necesidad de una fuerte carga teórica detrás. La ausencia de aparentes lógicas que justifiquen las decisiones formales más allá del disfrute de esa creación, da pie a toda una visión más abierta y despreocupada del proceso creativo y la capacidad de pensar una herramienta política más allá de las lógicas causales de los procesos simbólicos, presentando una obra de diversión y política entre varios camaradas internacionales.
El tema del dinero y gran parte del interés por retratar los flujos económico-políticos desaparecen, pero hay algo en la radicalidad en la formalización de sus obras que permanece bastante intacta. Me da lástima que la retrospectiva de Jon Jost haya quedado en estas cuatro obras, porque sería un buen momento para hacer un ciclo más completo de una obra muy amplia en cuanto a cantidad y variedad. Volviendo al inicio del texto, no puedo dejar de pensar qué pasaría si en laSexta 3, en vez de decir “qué barato es un largometraje de ocho millones”, hubieran hablado de Jon Jost. Dudo que con doce años me hubiera gustado ninguna de estas cosas, pero, por lo menos, quedarían en las backrooms de mi cerebro las posibilidades de hacer cine de esta forma. Una alegría, en cualquier caso, que se difunda en espacios públicos la obra de uno de los pocos cineastas yanquis que beatea los alegatos de cerdo capitalista y, de darse la contingencia histórica, no dudarían en asaltar una vez más el Palacio de Invierno de turno.
Referencias:
Entrevista Jon Jost, Jaime Pena, Caimán Cuadernos de Cine https://www.caimanediciones.es/entrevista-jon-jost/
Juan Antonio Bayona: “’La sociedad de la nieve’ está rodada para verse en pantalla grande”, Javier Zurro, eldiario.es https://www.eldiario.es/cultura/cine/juan-antonio-bayona-sociedad-nieve-rodada-verse-pantalla-grande_1_10756259.html
Quality, Distinction Mark ‘All the Vermeers’, Michael Wilmington, Los Angeles Times https://www.latimes.com/archives/lana-xpm-1992-05-01-que-1291-story.html