GREY GARDENS, de Ellen Hovde, Albert Maysles, David Maysles & Muffie Meyer
Albert y David Maysles abandonaron definitivamente las convenciones del direct cinema en Grey Gardens (1975), una película que anticipó un tipo de documental que, años después, acabaría degenerando en los actuales reality shows. En esta obra, los dos hermanos pasaron de la simple observación de los hechos a la participación en ellos, de grabar imágenes espontáneas y naturales a intervenir en el interior de las escenas, compartiendo protagonismo con dos mujeres que sabían que estaban siendo grabadas y que no dudaron en actuar sistemáticamente para la cámara. En este sentido, Edith Bouvier Beale y su hija Edie, las dos protagonistas de esta película, teatralizan todos sus gestos, palabras e incluso vestimentas para proyectar una personalidad alternativa en la pantalla, convirtiéndose así, de forma activa y consciente, en dos personas (en realidad, dos personajes) atrapados en su propia realidad.
La dulzura de la complejidad
Grey Gardens es el nombre de la vieja mansión de verano de East Hampton (Long Island, Nueva York) en la que vivían estas dos mujeres, pertenecientes a la que fue una de las familias más importantes de los Estados Unidos, los Bouvier, emparentados con los Kennedy a través de Jacqueline (Bouvier) Kennedy Onassis, prima y sobrina de las protagonistas de esta película. Desde su primer minuto, conocemos la realidad de estas dos mujeres a través de una serie de titulares de prensa que nos anuncian las pésimas condiciones sanitarias en las que viven, así como el hecho de que los hermanos Maysles van a realizar una película sobre su vida cotidiana.
‘Big Edie’, la madre, tenía ochenta años cuando se inició el rodaje de Grey Gardens. La melancolía invade su vida: recuerda los tiempos pasados, cuando estaba casada y era feliz con su marido y su hija en Nueva York. Su lento proceso de dejadez vital comenzó en el momento de su divorcio, un trauma que nunca superó y que la acabó arrastrando a la situación en la que vive, atrapada en una vieja mansión, lujosa en otra época, ahora invadida por la mugre y los gatos, con su hija ‘Little Edie’ como única compañía. Esta otra mujer tenía unas enormes ganas de triunfar en la vida, hasta que el divorcio de sus padres paralizó sus deseos. Desde entonces, se dejó llevar por el bucle de tristeza, soledad y marginalidad de su madre, al tiempo que echaba de menos todo lo que ella había sido. Este hecho se observa cuando los dos hermanos llegan a la mansión y Edie, al recibirlos (re)presentando su personaje, les describe la ropa (harapos reutilizados) que lleva puesta, en una metáfora del poder económico de otros tiempos. Más adelante, hay un momento en el que reconoce emocionada ante la cámara lo difícil que es separar el pasado del presente, es decir, haber pasado de la riqueza y el bienestar a la pobreza absoluta. Da la sensación de que Edie extraña el mundo brillante y materialista en el que vivió, pero se ha acostumbrado a la podredumbre de su nueva vida, aclimatándose a ella, como un pájaro encerrado en una jaula, tan decadente como la mansión en la que vive. Su visión de la casa, cuyo nombre no podría ser más alegórico, es paralela a la relación obsesiva que tiene con su madre, a la que reprocha haberla hecho regresar de Nueva York para vivir en un ambiente que nada tiene que ver con el glamour al que ella estaba acostumbrada.
Edie, no obstante, no puede vivir sin Edith: la hija acude rauda y veloz a la llamada de su madre y, en general, no se queja demasiado de sus reclamaciones (“traéme esto o aquello”, “haz esto o lo otro”). Esta relación tóxica hace que la vida de madre e hija se centre únicamente en ellas, conformándose una interrelación que hace todavía más oscuro el universo que han creado para ellas. De hecho, la madre confirma que no permitió el matrimonio de su hija por miedo a quedarse sola, algo que a Edie todavía le hace mucho daño a pesar del tiempo transcurrido. De todas maneras, sigue junto a su madre, cuidándola, incapaz de apartarse de su locura, y siempre pensando en ella. La escena de Edie en la playa es, en este sentido, paradigmática: en un día en el que se suponía que se iba a encontrar consigo misma, disfrutando de la brisa marina, no puede evitar comentar en voz alta su preocupación sobre si Edith habrá comido ya. Dentro de esta dinámica, la linealidad se convierte en una constante, dentro de una secuencia circular de amor y odio entre madre e hija que señala su compleja y peculiar relación, siempre marcada por fuertes discusiones y conversaciones melancólicas sobre el pasado, entremezclando frases sin sentido en el discurso, que desencadenan un metafórico tiro de trastos entre ambas.
La vuelta a casa forzosa de Little Edie truncó sus aspiraciones como actriz, aunque ella siempre aprovecha cualquier momento para cantar y bailar. En un momento dado, lamenta no haber conocido antes a los dos directores, a los que considera “más interesantes” que su madre. Probablemente, Edie veía a los Maysles como una nueva oportunidad para lograr sus metas, pero la voz de su madre le recuerda en todo momento que ella siempre ha estado a su lado. La respuesta de la hija es subir las escaleras para reunirse con ella, en una escena muy simbólica: Edie abandona sus propios ideales e ilusiones para permanecer bajo la batuta de su madre y nutrir el amor materno-filial que las mantiene apartadas de la vida en sociedad.
A Edith, mientras tanto, también la ha vencido la frustración artística: tuvo que renunciar al canto, su sueño, al perderlo todo con el divorcio, y es esa pena, en parte, la que la mantiene unida a su hija, con la que interpreta distintas canciones con nostálgico cariño (Tea for Two, Lily Marlene, Only a Rose…), como si fuesen a devolverles la vida feliz que el destino les negó. Estas canciones actúan como fetiches, ya que ellas las recuerdan y tararean con la intención de demostrar y vanagloriarse de su estatus anterior. Los muchos objetos que van apareciendo durante toda la película, tales como viejos discos, cuadros o fotografías, adquieren un papel muy similar, al tratarse de testigos mudos de unos tiempos mejores apilados en las distintas habitaciones de la mansión.
Las dos mujeres pasan la mayor parte de su vida diaria en un dormitorio que comparten con los gatos: allí comen (frugalmente), conversan, duermen y algunas veces (pocas) limpian, algo que alude a su desinterés por cambiar su situación. Sólo utilizan el comedor en ocasiones muy puntuales, como en el cumpleaños de Edith, para recibir a unos invitados que tienen que sentarse en unas sillas cubiertas de trozos de papel para no marcharse (“no nos ha dado tiempo a limpiar”, se disculpa Edith) y beber vino en vasos de plástico, lo que provoca gestos de contrariedad y desagrado que ilustran a la perfección la pérdida de habilidades sociales por parte de madre e hija. Esto no significa que se muestren ariscas, sino todo lo contrario, muestran una gran amabilidad hacia sus invitados, pero no se dan cuenta de que les están haciendo sentir incómodos, al ser testigos del extraño mundo que ambas mujeres han creado en torno suya.
La manera que ambas tienen de recordar y/o aparentar que siguen siendo lo que eran, a través de las vestimentas que utilizan a lo largo de la película, es muy llamativa: por ejemplo, Edie comenta, al principio de la grabación, que el jardinero no está acostumbrado a verla vestida con shorts y falda (según ella, la ropa ideal para una mujer), aunque a lo largo de la película siempre se viste así. Mientras tanto, Big Edie se viste “como para ir a la ópera” el día de la celebración de su cumpleaños. Esta preocupación por la apariencia personal se repite a lo largo del documental: la combinación de las prendas y el pañuelo que cubren la cabeza de Edie, el deseo de que su pelo vuelva a crecer, la manera en que se contempla en el espejo, sus tacones blancos, así como la sensualidad que intenta incitar con sus bailes y sus looks, hablan de la niña que fue, llena de sueños y de entusiasmo. Su actitud ante la cámara es característica del documental performativo: se trata de una auto-puesta-en-escena en la que ella misma decide cómo mostrar su personalidad y su identidad a través de un modo teatral de actuar. Lo mismo sucede con su madre, cuando resalta el papel supuestamente principal de su retrato en la casa, que sin embargo se encuentra apoyado contra la pared en un rincón de la habitación que comparten las protagonistas. De este modo, Edith está confirmando, de nuevo, su papel como dueña y señora de la mansión, un papel que su hija deja muy claro en los últimos minutos de la película, cuando reconoce que su madre siempre la ha manipulado y ella lo sabe, pero no puede alejarse de ella, ni dejarla sola, ni intentar organizar una vida propia, porque sin ella se sentiría perdida y desamparada.
Uno de los aspectos que más destacan en la película es el drama psicológico al que nos expone al penetrar en esta desolada mansión, comprobando que los periódicos no mentían, y que es posible terminar en la pobreza casi absoluta, incluso en la locura. La elección de este tema por parte de los directores, y sobre todo el modo de afrontarlo, una vez en la casa, evitando el diálogo directo con las protagonistas pero dejando que los impliquen en el rodaje, escuchándolas, sin inmiscuirse, y dejándose ver, reflejados en los espejos, se deba quizás a que Albert Maysles fue psicólogo, algo que sin duda le ayudó a plasmar de la manera más objetiva posible el mundo interior que se habían inventado estas dos mujeres.
Edith y Edie aprovecharon su relación de confianza y fascinación recíproca con los Maysles para darse a conocer al mundo, en parte porque estaban deseosas de compartir su vida con alguien que no fuesen ellas mismas, quizás con la intención de volver a formar parte de la vida en sociedad, de sentirse importantes de nuevo, por lo que ‘fabricaron’ una imagen casi artificial de sí mismas, una constante puesta en escena. Edie se muestra desinhibida, interpretando canciones y bailes, y llegando a coquetear con David Maysles en más de una ocasión, hablándole directamente, incluso sin mirar a cámara, pero muy cerca de ella, y abriéndole el corazón con sus confesiones en voz alta. Por su parte, Albert se sentía atraído, en cierta manera, por Edith, filmándola en numerosos primeros planos. Entre todos ellos nace un vínculo de complicidad y empatía que promueve como nunca lo que Jonathan B. Vogels denomina “la mirada Maysles”, esto es, el absoluto respeto por las protagonistas y por la situación que atraviesan sin degradar su imagen ni banalizarla, logrando ennoblecer su sufrimiento y despertando nuestros sentimientos de compasión y ternura por ellas, a pesar de la crudeza de la situación vital por la que están pasando. (1)
En el momento de su estreno en Estados Unidos, en febrero de 1976, amplios sectores de la crítica rechazaron esta películacalificándola de “inmoral” y “obscena” por no respetar el derecho a la intimidad del individuo. (2) Grey Gardens, no obstante, apareció en un momento en el que la fuente del direct cinema ya se había secado, acusado de evadirse de la realidad en un momento muy politizado de la historia estadounidense, ya que los creadores adoptaron la invisibilidad y la no intervención en relación a sus sujetos como máxima a seguir. De ahí la paulatina repercusión del nuevo documental performativo, en el que el director está presente delante y detrás de la cámara, filmando una realidad que intenta ser lo más fiel posible a lo natural, aunque permitiendo a cada persona convertirse en un personaje si así lo desea.
Grey Gardens se convirtió con el tiempo, a pesar de las malas críticas iniciales y de su poca repercusión en taquilla, en una obra de culto dentro del cine documental, algo que no es extraño teniendo en cuenta su carácter manierista y rompedor, al desentenderse de la observación pura de los hechos e introducirse en la realidad filmada a través del modo participativo del cinéma vérité francés. Ya desde la primera escena de la película vemos a los Maysles interactuando, aunque sin mediar palabra ante la cámara, con las dos protagonistas, permitiendo que nazca un vínculo de confianza entre ellos y ellas que parece fortalecerse a medida que pasa el tiempo en la mansión. Por una parte, madre e hija se escapan por un momento de su auto-reclusión sin llegar a salir en ningún momento de su casa (a excepción de Edie y su breve atisbo de libertad en la playa), sintiéndose las protagonistas de una historia que nunca vivieron al recordar sus viejas y olvidadas ilusiones de triunfar. Por otra parte, los cineastas se encuentran en el otro extremo de la balanza: de la libertad total pasan a comprobar, y también a vivir temporalmente, el ‘encarcelamiento’ imaginario (o no) que viven las dos Bouvier. Sin embargo, cuando el rodaje se dio por terminado, estas dos mujeres volvieron a retomar sus quehaceres habituales y despreocupados, habiendo disfrutado de la experiencia y, quizás, conservando en su interior una pequeña e irreal esperanza de cambio.
(1) B. Vogels, Jonathan (2008): “El direct cinema y los hermanos Maysles”, en Ortega, María Luisa y García, Noemí (eds.) Cine directo. Reflexiones en torno a un concepto. Madrid, Las Palmas de Gran Canaria, A Coruña: T&B Editores, Festival Internacional de Cine Las Palmas de Gran Canaria, CGAI: 41-56.
(2) Ver McElhaney, Joe (2009): Albert Maysles. Champaign, Illinois: University of Illinois Press, pp. 91-135.