O GEBO E A SOMBRA, de Manoel de Oliveira

LA ÚLTIMA ESPERA

Pasa el tiempo y la sabiduría del centenario maestro portugués Manoel de Oliveira no decrece un ápice. La voluntad de expresión testamentaria hace tiempo que perdió su sentido, ya que cada una de sus películas conserva ese poso de obra definitiva, perfectamente acabada, al tiempo que escandalosamente precoz en su lucidez. Fiel a sus dispositivos narrativos, discursivos e incluso escénicos, en O Gebo e a Sombra, coproducción franco-portuguesa con el respaldo de O Som e a Fúria, lo que emparenta esta obra con lo mejor de la producción portuguesa de los últimos años, Oliveira adapta –y traslada a Francia– una pieza teatral desesperada: la firmada por Raul Brandâo en 1923, uno de los autores de cabecera de Oliveira, obra de título homónimo a la que históricamente muchos le atribuyen una cierta influencia y concomitancias con el Samuel Beckett de Esperando a Godot.

En la película, Gebo es un honrado contable que vive con su esposa y su nuera a la espera de un hijo que desapareció años atrás. El hijo ausente, criatura propia de Dostoievski o Nietzsche más allá de toda moral, deviene en pensador y criminal. Su reaparición, preludio de la tragedia final, va a destapar todos los conflictos y paradojas enquistados en el hogar y en la mente de Gebo y en su entorno. El mundo de contingencia y fascinación abierto en la última fase del cineasta portugués, momento en el que su producción asume abiertamente el período crítico –’una película sobre la pobreza’– en el que parece instalada la historia de la humanidad, posibilita que el largometraje prolongue la operación de sentido trazada por las también recientes Singularidades de uma Rapariga Loura (Manoel de Oliveira, 2009) y O Extranho Caso de Angélica (Manoel de Oliveira, 2010).

En una cuidada serie de cuadros o escenas delimitados por una abrumadora frontalidad, Oliveira establece un juego envolvente y genial de precisión plástica. Las luces y las sombras –excelente el trabajo de Renato Berta– enmarcan un espacio mínimo, cerrado, bien delimitado, donde la estrategia antinaturalista del autor, permite una muy hábil transposición de tres de los cuatro actos de la obra teatral original. Propuesta revestida de un esplendoroso (y provecto) reparto, desde lo inolvidable Michael Lonsdale hasta Claudia Cardinale, Leonor Silveira, Luis Miguel Cintra y Jeanne Moreau, el corto elenco cubre con medido talento las expectativas planteadas, si bien capítulo aparte merece el (siempre) mediocre nieto de Oliveira, Ricardo Trêppa, en el papel de Joâo, el hijo, fuera de la complejidad y carácter infernal requerido por su personaje.

Como coda, uno tiene la impresión de que el mundo entero entra en esta película, una narración pletórica en su modestia, tan deslumbrante cómo sombría en su delicada sobriedad y en el dibujo incluso de la reiteración obsesiva, un exquisito y crepuscular muestrario de miserias y grandezas, un cuento de terror de una apabullante y milimétrica puesta en escena. Esta confluencia de aditivos permite que insólitamente venga a ofrecerse una película sobre la pobreza y la conversión de los hombres en sombras, un cantar de gesta invertido que bien puede –si queremos, un riesgo derivado de su riqueza, de su grandeza– interpretarse como disección de toda una época, lectura de los procesos de visibilidad de las ruinas de una Europa derrotada por la ansiosa huida hacia delante del capitalismo fracasado. Este rol se encarna a la perfección en el lastimero desconcierto, la sagrada inutilidad de un contable que pensó que la pobreza era el vestigio auténtico de la honorabilidad y que los deberes impuestos solidificaban la vida, encontrando el más infame de los destinos o la más lacerante de las derrotas. En su austeridad brillante, Oliveira suma y sigue.

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