BERLINALE 2020: SECCIÓN OFICIAL (3/3)

The Salt of Tears, de Philippe Garrel © Rectangle Productions

Puedes leer la versión original de este texto en inglés.

Continuamos con nuestra crónica de la Sección Oficial de la 70ª Berlinale.

Los aficionados a la nouvelle vague probablemente se sentirán un poco nostálgicos con The Salt of Tears, de Philippe Garrel, sobre todo por su paleta monocromática y sus matices existenciales. La película sigue la vida del joven Luc (Logann Antuofermo), mientras vive sus primeras experiencias amorosas e intenta cumplir el sueño de su padre: entrar en una prestigiosa escuela parisina para convertirse en ebanista.

Aunque la voz del narrador, acompañada por la hermosa banda sonora, nos hace creer que Luc y Djemila (Oulaya Amamra) están destinados a enamorarse y ser felices para siempre, el repentino interés del joven por su amiga de la infancia, Geneviève (Louise Chevillotte), hará que todo termine en desastre. Inevitablemente, la deshonestidad y el libertinaje de Luc lo llevarán a «recibir su propia medicina» cuando conoce a Betsy (Souheila Yacoub). En lo que parece un sutil guiño a Jules et Jim de Truffaut, Luc se ve obligado a alojar en su apartamento a Paco (Martin Mesnier), el otro interés romántico de Betsy. Mientras rompen su corazón lentamente, Luc permanece ajeno al deterioro físico de su padre.

Además de contar con una hermosa fotografía, The Salt of Tears logra mantener un equilibrio entre su tono serio y algunos toques de humor sutil y conmovedor. Sin embargo, lo cierto es que la película no ofrece ningún tipo catarsis ni sorprende por su originalidad. De hecho, se trata de una historia que hemos visto muchas veces antes.

Sin embargo, tal y como demuestra My Little Sister, no hay nada de malo en no intentar reinventar la rueda. La película, codirigida por Stéphanie Chuat y Véronique Reymond, está compuesta por distintos fragmentos de dramas familiares, pero el resultado es mucho más que la suma de sus partes.

La historia se centra en Lisa (Nina Hoss), una dramaturga cuya vida da un giro inesperado cuando su hermano gemelo y actor, Sven (Lars Eidinger), comienza a perder la batalla contra la leucemia. Cuando su madre (Marthe Keller) demuestra ser una cuidadora poco adecuada para Sven en Berlín, Lisa se ve obligada a sacrificar una vida cómoda con sus hijos y su esposo Martin (Jens Albinus) en Suiza para viajar a Alemania y encargarse de los cuidados. A medida que la salud de Sven comienza a decaer, Lisa tiene que enfrentarse a una decisión imposible: ¿Debería preocuparse más por su hermano moribundo o apegarse a una vida que, de alguna manera, tampoco la hacía del todo feliz?

A pesar de unas actuaciones infantiles un tanto mediocres, las interpretaciones principales de la película son excelentes, especialmente la de Hoss (para la que augurábamos el premio a la Mejor Actriz, que finalmente recayó en la alemana Paula Beer por Undine). Los precisos diálogos transmiten a la perfección la complejidad de los personajes, provocando que el espectador sea incapaz de escoger un bando o conformarse con un sentimiento. Los temas que explora la película se presentan con una honestidad cruda, acentuada por la estética agitada de una cámara en mano constante. Lo que podría haber sido otra exploración superficial de una familia afectada por el cáncer se convierte en una obra de una sensibilidad encomiable (y un sutil toque de comedia), narrada a través de una perspectiva diferente.

Lo que sí resulta ligeramente superficial es la descripción excéntrica que hace Abel Ferrara de la filosofía junguiana en su último trabajo, Siberia. Aún así, la película nos lleva a tantos lugares (literalmente), que pronto nos olvidamos de sus carencias. La intención de desentrañar la propia psique a través del subconsciente convierte la película en un ejercicio surrealista, y hasta cierto punto atractivo, sin llegar al nivel de una obra de Lynch.

Durante los créditos iniciales, Clint (Willem Dafoe) narra una historia de su infancia, ambientada en Siberia. Cuando finalmente vemos su rostro, descubrimos que regenta un bar en medio de un paraje nevado, donde sirve bebidas a clientes con los que no puede comunicarse verbalmente: primero un inuit y luego un par de mujeres rusas. La película comienza a revelar sus cartas cuando la más anciana anima a Clint a tener relaciones sexuales con la más joven, tras descubrir que está embarazada. A partir de ese momento, nos embarcamos en un viaje delirante en el que Clint sube a un trineo tirado por perros con el que recorre todo tipo de lugares, presumiblemente una representación de su propia mente.

Los paisajes nevados, los paseos en trineo por el desierto, las visitas a campos de concentración donde se llevan a cabo ejecuciones en masa y los encuentros violentos con animales salvajes se complementan con escenas en las que Clint mantiene relaciones sexuales con mujeres de su pasado (entre las que se incluye su propia madre). Finalmente, cuando Dafoe se aventura en las profundidades de una cueva que recuerda a La casa de Jack, de Lars von Trier, a los espectadores solo nos queda relajarnos e intentar disfrutar del viaje.

«La razón es un obstáculo», dice Clint, por lo que Ferrara abandona todo raciocinio en busca de la claridad junguiana. Una particular confrontación padre-hijo, donde Dafoe también interpreta al padre de Clint (con un poco de crema de afeitar en la cara para que podamos distinguirlos), es solo el comienzo del hilarante tramo final de la película. Los diálogos sin sentido pueden resultar atractivos para algunos espectadores, aunque otros los encontrarán particularmente irritantes. En cualquier caso, los apenas 92 minutos de duración de Siberia son relativamente misericordiosos. Entre nuestras escenas favoritas podemos destacar el concierto aleatorio de heavy metal y el elocuente pez que cita a Nietzsche en perfecto alemán, ambos inesperadamente divertidos. En cualquier caso, nos encontramos ante una auténtica experiencia cinematográfica.

Sibeira, de Abel Ferrara © Vivo Film

Ante la decepción general que mostraba el público con El prófugo, de Natalia Meta, nos acercamos a ella con una mente abierta y sin expectativas. Calificarla como una gran película probablemente sería una exageración, pero estamos sin duda ante una divertida cinta de serie B. A pesar de los innumerables agujeros de guion, la historia presenta una trama inteligente con la que resulta fácil evadirse. Las artimañas de ciencia ficción, los elementos metafísicos, la atmósfera de cine negro y su carácter onírico se combinan para ofrecer una experiencia única.

La protagonista de la cinta es Inés (Érica Rivas), una joven que puede sentir ciertas vibraciones en su interior relacionadas con un intruso metafísico (Nahuel Pérez Biscayart) que quiere habitar su conciencia y que invade su realidad a través de los sueños, alegando que está enamorado de ella. Inés trabaja en un estudio de doblaje poniendo voz a una estrella porno japonesa, mientras trata de deshacerse de los intrusos de su mente mediante un tipo de dispositivo electromagnético un tanto cuestionable, recomendado por una mujer aún más extraña. El humor aparece con frecuencia a lo largo de la película, normalmente debido a la torpeza de los diálogos y la trama (aunque no sabemos hasta qué punto es algo intencional).

Toda la película parece centrada en explorar los distintos tipos de relaciones, ya sean eróticas o familiares, a través de una abstracción onírica que resulta cuando menos surrealista. Nunca afirmaríamos que se trata de una obra maestra, y tal vez mucha gente tenga razón al calificarla de mediocre, pero el hecho de que no tenga un mensaje político claro ni se ajuste a las fórmulas tradicionales no significa que no pueda ser una obra original y fascinante.

Si tuviéramos que adivinar cuál es el significado oculto detrás de todo, diríamos que se trata de una película que presenta una perspectiva insólita, a través de un filtro psicoanalítico, sobre una mujer que tiene problemas para confiar en las personas que dicen quererla. Tal vez la mujer teme la posibilidad de verse atrapada en una relación intensa, perdiendo su propia voz. Esto podría explicar el hecho de que sufra un enmudecimiento literal en la película, que culmina con la protagonista cantando en un escenario con al menos tres voces diferentes surgiendo de sus cuerdas vocales. Definitivamente estamos ante una obra que podría acabar convirtiéndose en una película de culto.

La otra representante latinoamericana en la competición oficial de la Berlinale fue Todos os mortos, de los directores Caetano Gotardo y Marco Dutra. Resulta casi irónico reseñar una película con este título en medio de la pandemia del COVID-19, pero el espectáculo debe continuar. La historia se desarrolla en São Paulo, durante el invierno de 1899, poco después de la abolición de la esclavitud en Brasil. En el nuevo régimen, las familias ricas se esfuerzan por adaptarse a una vida sin servidumbre, mientras que los antiguos esclavos tienen problemas para relacionarse con la clase dominante.

A pesar de ser una cinta de época, la historia funciona realmente bien como una crítica moderna al privilegio blanco. Como era de esperar, teniendo en cuenta el título, la película combina elementos del cine de terror para recrear un momento importante en la historia de Brasil, donde todo cobra vida. De hecho, no está claro en qué momento sucede el giro de guion (¿están todos vivos o muertos?). Y aunque finalmente sucede de una forma bastante básica, la película logra mantener la tensión en todo momento.

La historia comienza en la casa de una familia aristocrática caída en desgracia, justo después de la muerte de la criada, Josefina (Alaíde Costa). La anciana matriarca, Isabel (Thaia Pérez), y su hija con problemas mentales, Ana (Carolina Bianchi), se ocupan de la casa y de cuidarse mutuamente, mientras que la hermana de Ana, María (Clarissa Kiste), intenta mantener todo en orden cuando no está recluida en el monasterio. Cuando el cuerpo de Isabel comienza a debilitarse a causa de una enfermedad, María soborna a su antigua esclava, Iná (Mawusi Tulani), para fingir que realiza un ritual africano con la intención de curarla, calmando así las obsesiones de Ana (que cree que es la única opción viable).

Algunos podrían acusar a Todos os mortos de utilizar un simbolismo barato, pero lo más difícil de manejar es la aparente falta de dirección narrativa. El hermoso diseño de fotografía y sonido, junto con algunas interpretaciones sólidas, compensan el ritmo lento de la película. Si bien el tema que trata merece atención, es difícil que la película se convierta en una experiencia visual memorable para un público amplio. No será un proceso doloroso, pero tampoco una revelación, a menos que alguien esté buscando una excusa para profundizar en la historia brasileña.

Todos os mortos, de Caetano Gotardo & Marco Dutra © Hélène Louvart

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