A ESTACIÓN VIOLENTA, de Anxos Fazáns

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De espaldas, a cámara lenta, Claudia (Nerea Barros) se aproxima a una playa, donde se unirá a cuatro amigos para acabar bañando sus cuerpos desnudos y eufóricos en el mar. Considerando lo que veremos después en este primer largometraje de la pontevedresa Anxos Fazáns (1992), la enigmática secuencia que lo abre parece extraída de otra película, menos lóbrega y opuesta a la desolación que baña cada paso hacia la nada de sus erráticos personajes. En realidad, este choque plasma en sí la identidad de A estación violenta (2018), una obra fundamentada en la ausencia y la ruptura como muestra del peso que pende sobre cada uno de los personajes, en la que las supresiones son tan importantes como el estado ruinoso de lo que contemplamos.

Literato frustrado y precario sin verbalizarlo, Manoel (Alberto Rolán) representa el paradigma de hombre perdido en el mundo adulto, anclado en las promesas de una juventud no superada. Sus primeras caminatas por las calles y bares de Santiago de Compostela, regado en alcohol y acompañado por un inequívoco gesto de derrota, nos guían hacia esa primera escena como dolorosa encarnación de una Arcadia perdida, sensación confirmada cuando entran en escena la propia Claudia y su pareja David (Xosé Barato), que comparten con él su mismo vacío y resucitan ese momento, referido como vivencia pero también atribuible a una suerte de ensoñación colectiva, en el que la juventud de todos se truncó sin remisión.

A estación violenta está producida por Matriuska, compañía responsable de las películas de Ángel Santos. Más allá de la tentación de establecer un paralelismo formal o argumental con la notable filmografía del autor de Las altas presiones (2014) –tomando en cuenta no sólo el trabajo con la imagen de Alberte Branco, sino que el propio Santos es coguionista e incluso aparece en un pequeño cameo como figurante sin acreditar–, su punto de partida nos devuelve a las constantes globales de un cine español joven y más específicamente femenino, inclinado con frecuencia a reflejar la indefinición de sus protagonistas en la treintena. El regreso a Galicia de Claudia y David, después de un tiempo lejos de sus raíces, no es sino la confirmación de la angustia que los acechaba desde que sus días juveniles terminaron sin avisarlo. En ese sentido, algunos pasajes enunciativos del guion que adapta libremente la novela homónima de Manuel Jabois, como los referentes a la drogadicción o la enfermedad de Claudia, se antojan algo excesivos a la hora de perfilar a unos personajes acertadamente huidizos; otros, como el carácter mucho más abierto y soñador de la contrapuesta joven Daniela (Laura Lamontagne), resultan cruciales para exponer sus miedos y la raíz generacional de los mismos.

Con la textura melancólica que posibilita el rodaje en celuloide, Fazáns toma los cuerpos y pieles como bandera de su prometedor debut, no sólo en los continuos escarceos sexuales, sino también en aquellos momentos que funden a los protagonistas con los escenarios al transitar por ellos. De ese modo opone el omnipresente pasado esquivo y fantasmal a un presente efímero, atravesado por el movimiento de los cuerpos decadentes y no menos espectrales, ante el cual la música tiene mucho que expresar. Esta última faceta supone en A estación violenta un recorrido documental por la escena alternativa pontevedresa, a través de los directos filmados de grupos de la provincia como Pantis, Rabuda o Contenedor de Mierda. Pero también brinda a una pletórica Nerea Barros –y a Xosé Barato como su réplica muda– la ocasión de exhibirse rota ante la cámara interpretando, en un climático primer plano, una melancólica versión de El huerfanito, cuya letra (“yo no tengo ni padre ni madre que sufran mis penas”) termina de explicitar el insoportable vacío que ahoga a los protagonistas. Seres condenados a vagar sin un espacio al que aferrarse, hijos de nadie y de la nada en un mundo que les tiende una autopista al abismo.

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