CAVE OF FORGOTTEN DREAMS, de Werner Herzog

Herzog era mi gran esperanza para con el 3D, y pese a que intento desesperadamente convencerme de que existe una verdadera justificación artística para esta elección, no la encuentro por ningún lado. No es que aborrezca esta fiebre con ínfulas de originalidad, simplemente no me aporta nada nuevo. Al fin y al cabo, se trata de una estrategia de marketing más bien vacía y simplona, y maestro de los gimmicks sólo hubo uno. A ver si superamos de una vez todo este asunto del 3D, que ya suena a viejo.

En la cueva de Chauvet, al sur de Francia, se encontraron las pinturas rupestres más antiguas que se han descubierto hasta el momento, lo cual le sirve de pretexto a Herzog, aventurero por naturaleza, para introducirse en dicha cueva con permiso del Gobierno francés y la financiación del canal Historia, y filmar Cave of forgotten dreams (2010). Una de las intrigas principales era comprobar cómo se desenvolvía el director (familiarizado ya con rodajes bastante más complicados que éste) en un tiempo limitadísimo de seis jornadas y cuatro horas de filmación cada día, con un equipo de rodaje restringido a tres personas, una iluminación casi inexistente y una localización mínima, pero al mismo tiempo incontrolable.

Pese a que por momentos cae en un tono excesivamente didáctico y reflexivo – ¿una imposición, quizás? – también hay ocasión a lo largo del film para el disfrute puramente estético, incluso para los desvaríos alucinatorios marca de la casa – véase el epílogo con los cocodrilos albinos – que los entusiastas del cine de Herzog nos empeñamos en vislumbrar allí donde no existen y rescatar de entre la nada.

De sus inicios y sus profundas ansias documentalistas, conserva una extraordinaria habilidad para las entrevistas que sigue sorprendiéndome a día de hoy. Si bien sus monólogos están siempre cargados de intensidad, sin duda posee un don a la hora de dialogar con el otro, encauzar las conversaciones siempre hacia donde él desea, y salirse con la suya. De esta manera es capaz de reconstruir el interior de la cueva desde el exterior de la misma, lo cual no deja de ser paradójico, en un juego dentro-fuera que recoge los testimonios de arqueólogos y especialistas en la materia.

Los momentos más brillantes son quizás aquellos en los que Herzog reflexiona sobre el concepto del artista, interrogándose acerca de cómo concebirían aquellos hombres primitivos su propio arte y meditando sobre la idea del arte sin artista o arte anónimo. Según comenta, las autoridades se plantean – frente a la fragilidad del enclave y su relevancia histórica – construir una réplica de la cueva para disfrute de los visitantes, lo que nos lleva de vuelta al mundo del arte para meditar acerca de la noción de la copia y el original. El descubrimiento de una pintura de un bisonte de ocho patas le sirve para enlazar su discurso del arte con la ilusión de movimiento, el cine – o proto-cine, en este caso –, y la posibilidad de que la luz tintineante proveniente de las hogueras o antorchas en el interior de la cueva fuese capaz de generar un espejismo en aquellos individuos similar, o al menos cercano, al que nos produce a nosotros el acto de asistir a la proyección de su película. Magia, dirían algunos.

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