O QUE ARDE, de Oliver Laxe

Las imágenes magnas de un bosque siendo arrasado, revestidas de tanta épica como dolor, irrumpen en pantalla. Poco después, un expediente penal pasa entre manos en un juzgado: “este es el pirómano”, se comenta sin que veamos un solo rostro antes de que aparezca la mirada afligida de quien suponemos es ese individuo. En ocho minutos de cine memorable a ritmo de Vivaldi –ese Cum dederit reaparecerá luego en otro momento clave– hasta la llegada al pueblo de Amador, partida del conflicto argumental de O que arde, Oliver Laxe presenta sus bazas de forma magistral. Sabemos que el hombre ha sido condenado por provocar incendios forestales, que su retorno a la libertad se presenta cargado de miedos e incógnitas, pero, ante todo, conocemos que ese inmenso bosque en riesgo de destrucción encierra una vida y un misterio insondables que nosotros, en calidad de espectadores, hemos de abrazar de antemano como regla del juego. O, como más tarde dice un personaje al propio Amador a propósito de la revitalizadora aparición en la película de Suzanne, de Leonard Cohen, “para que te guste la música no hace falta entender la letra”.

El regreso a los orígenes de este gallego itinerante en su triunfal tercer largometraje, después de Todos vós sodes capitans (2010) y Mimosas (2016) filmados durante su década de estancia en Marruecos, ha brindado su película de aliento más universal, también su mayor logro cinematográfico hasta la fecha. Como en sus anteriores títulos, pero de forma muchísimo más pronunciada, O que arde se tensa entre dos polos, el más épico y el más íntimo imaginables, ligados aquí de una manera tan hábil que revela, ahora sin duda alguna, la presencia de un gran cineasta. Así, y filmando de nuevo en celuloide, Laxe otorga tanta atención a la cartografía de los paisajes como a la de los rostros, pues no entiende unos sin la presencia de otros. Sumándose a una larga estirpe de cineastas humanistas a los que admira, pero sin revelar excesivas deudas con ninguno en concreto, el autor opera el retrato de este microcosmos fijando la mirada en pequeños objetos y lugares vacíos de tránsito que conforman ese universo intransferible de Amador y su madre Benedicta, el corazón de la película. La hogaza de pan, el tronco hueco o incluso el cementerio dibujan el hogar, en contraposición a los elementos que vienen de fuera y ponen en peligro su subsistencia, como la transformación de una vieja casa en local para turistas. De fondo latente, esas primeras imágenes que delatan el pasado tortuoso implícito en los gestos y silencios de ambos, sumadas al rechazo de la comunidad. El fuego interior frente a la posibilidad de la llama definitiva.

Cuando todo arde, por tanto, lo hace tanto de forma literal como metafórica, en el paisaje natural y en el humano. La abrumadora lógica oscilante de la película acaba instalada en lo que casi se asemeja a una suerte de brillante apéndice documental sobre incendios forestales, con algunas de las imágenes más impresionantes vistas en tiempo, marca de la presencia de Mauro Herce tras la cámara. Si sus trabajos previos con Eloy Enciso o el propio Laxe no eran prueba suficiente de que contarlo entre los mejores directores de fotografía del cine español ya queda pequeño a su talento, la contribución capital de su trabajo a O que arde ha de resultar incontestable a este respecto. Que Amador y Benedicta desaparezcan del relato y de nuestra vista entre el denso humo, mientras el poderosísimo plano de clausura nos deja con la imagen del helicóptero que lo surca, resulta el cierre más elocuente posible a este desgarrador y lúcido tratado fílmico sobre las acepciones del fuego.

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