THE ARTIST, de Michel Hazanavicius

Decía uno de los más grandes genios que ha dado el séptimo arte, Alfred Hitchcock, que «los actores son ganado». Que con esa mentalidad y no con otra consiguiese sacar tantísimo partido a aquellos que se atrevieron a trabajar con él es un milagro, siendo quizá Cary Grant su falso culpable más reconocible. Un gentleman que cuando se ponía frente a la cámara del realizador cambiaba radicalmente de pose para vivir a su personaje, de forma mucho más natural a la acostumbrada en el resto de su (memorable) carrera. Jean Dujardin, uno de los actores franceses más dotados de su generación, parece encontrarse en un caso similar. Es cuando trabaja junto a Michel Hazanavicius cuando realmente se deja llevar y saca todo el partido a sus habilidades. Lo demostró con OSS 117: El Cairo, nido de espías (2006) y OSS 117: Perdido en Río (2009) y The Artist es la confirmación de que cuando quieren, pueden.

Añadida a última hora a la sección oficial de Cannes, donde acabó ganando un premio (a mejor actor, para Dujardin), la crítica la respaldó y desde su estreno en el certamen ha ido acumulando premios en todas partes. Festivales y muestras, público y prensa, se han rendido a la evidencia, y es que no es para menos: la película ha nacido para perdurar y el secreto de su éxito reside, precisamente, en saber cómo conjugar todos sus elementos de forma apropiada, sin excesos ni carencias, creando una pieza sólida como una roca a nivel cinematográfico sin descuidar la parte emocional, la conexión con su destinatario.

A partir de un guión propio, Hazanavicius nos lleva al Hollywood de los años 20 (en concreto al año 1927) en un momento en el que el cine mudo está en peligro con la aparición del sonido. La industria está a punto de experimentar un cambio radical: las productoras deciden deshacerse de sus héroes silentes y una nueva generación de actores se abre camino aprovechando la nueva «moda» del sector. En medio de esta revolución se encuentra George Valentin, una de las figuras clave de la época (una perfecta mezcla entre Rudolph Valentino y Errol Flynn), que ve cómo pasa de ser la estrella a caer en el olvido, mientras que paralelamente descubrimos a Peppy Miller, una hermosa aspirante a actriz que experimentará el proceso inverso: de la nada al todo.

Ambos personajes se cruzarán y se dará lugar a una historia que habría filmado Frank Capra si hubiese caído en sus manos y que a día de hoy sería considerada un clásico del séptimo arte. No desmerece el trabajo realizado por Hazanavicius porque se desprende magia en cada fotograma e imagen, en su maravillosa planificación, la forma en que se juegan con los códigos del silente para construir gags (cierta secuencia de baile es particularmente memorable) al tiempo que se utilizan los medios actuales para capturar ese momento.

Es The Artist una película amable, que dibuja una sonrisa en la cara del espectador. Lejos quedan los acercamientos al tema desde puntos de vista más pesimistas como los mostrados en filmes como El crepúsculo de los dioses (1950), una de las muchas obras maestras de Billy Wilder, o Fiesta salvaje (1975), de James Ivory. De buscar un referente habría que irse a la hermosa Espejismos (1928), de King Vidor, una de las mejores películas de cine dentro del cine y que partía de una idea similar para mostrar lo efímero de la fama en aquella época de continuo cambio.

El personaje de Dujardin se enfrenta aquí a demasiados giros en muy poco tiempo, ve cómo todo lo que tenía desaparece, sin poder reubicarse en ningún otro sitio. Ya no es la tendencia, está «pasado de moda», una sentencia triste y dura en un momento de continua reinvención. Miller sin embargo ve las puertas abiertas y decide adelantarse. La ambición, esa cualidad tan humana. Y el querer más, y más, aunque ya se tenga más de lo abarcable. Porque como en toda buena comedia, hay momentos de drama y reflexión, que se equilibran perfectamente sin romper el tono ni el ritmo interno de las secuencias.

Hazanavicius ha sido capaz en 2011 de realizar una película sin diálogos, en blanco y negro, con una narración relegada a la expresividad de sus actores y al uso de algunos intertítulos.

Calculada con sumo cuidado precisamente para que no se noten sus costuras, The Artist demuestra además una capacidad inaudita para reinventarse. Sin ánimo de estropear al lector el visionado del filme, cabe mencionarse cierta secuencia en la que el propio realizador, consciente del juego que propone, decide romper una regla determinada para construir un momento anacrónico que cumple su objetivo aún sin sacar al espectador de la ficción. Este movimiento maestro es solo uno de tantos y revela a Hazanavicius como un profesional con talento y capacidad, que ha sido capaz en 2011 de realizar una película sin diálogos, en blanco y negro, con una narración relegada a la expresividad de sus actores y al uso de algunos intertítulos.

Definida como una película muda hecha en la actualidad, prefiero referirme a The Artist como un largometraje monocromo rodado sin diálogos, aunque sea por una razón tan a priori absurda como que no se respeta la tasa de imágenes por segundo del cine silente, siendo además su imagen demasiado limpia como para pasar por un trabajo de la época. Un detalle de poca importancia que no empaña la que es una de las experiencias cinematográficas más emocionantes de los últimos años, una película que funciona con un engranaje puramente emocional y que llega al espectador sin apenas esfuerzo.

Jean Dujardin y Bérénice Bejo están encantadores y realmente acertados en sus papeles principales, sin caer en la mueca fácil, ni en la imitación barata. El trabajo de ambos -sobre todo el de él- es clave para que la película funcione y no se quede solo en una buena idea. Guillaume Schiffman, director de fotografía, construye cada secuencia aprovechando al 100% sus herramientas, creando momentos de verdadero gozo, mientras que la omnipresente banda sonora de Ludovic Bource redondea un trabajo técnico de primer nivel. Es sumamente interesante reflexionar al respecto de las posibilidades que abre The Artist para lo que esté por venir, a pesar de que es prácticamente imposible que el film de Hazanavicious siente cátedra y dé pie a nuevas exploraciones de los orígenes del lenguaje cinematográfico; pero sería hermoso pensar en una nueva ola de producciones que ayudasen a las nuevas generaciones a introducirse en aquel mundo sin ir directamente a la fuente, poco a poco.

Capra y Wilder llegan a todo el mundo, y The Artist también. Pixar se atrevió con la maravillosa WALL•E (2008), de Andrew Stanton, a poner a prueba a todo su público potencial (de uno a noventa y nueve años) rindiendo un homenaje a Buster Keaton y Charles Chaplin con los primeros 40 minutos de la película, sin diálogos. The Artist ha recibido aplausos allá por donde ha pasado, llegando al punto de recibir ovaciones incluso antes de finalizar (como ejemplo, su primer pase de prensa el pasado septiembre, en el Festival de San Sebastián). ¿Se impondrá el cine al espectáculo, o será The Artist una nueva La noche del cazador? Esa película extraña, no incomprendida pero sí aislada en su propio universo, en el que las emociones puras, la magia y la felicidad sean solo la parte de un todo. Uno que quizá merezca más atención y que solo el tiempo pondrá en su lugar. Cine de muchos quilates y valioso, no arriesgado en el fondo pero sí en la forma. O dicho con otras palabras: una de las producciones del año y quizá (en poco tiempo saldremos de dudas) la segunda película muda (tras Wings (1927) de William A. Wellman) en ganar el premio principal en la próxima gala de ese divertido circo llamado Oscars.

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