SELFIE, de Víctor García León

selfieLas consecuencias del estallido de la burbuja económica instauraron en el cine español reciente una tendencia a explorar, con frecuencia a través de los códigos de la comedia, ese choque entre el bienestar artificial del pasado inmediato y la precariedad del presente. Desde un producto industrial tan fallido como Tenemos que hablar (David Serrano, 2016) hasta el caos terminal de la incomprendida Murieron por encima de sus posibilidades (Isaki Lacuesta, 2014), el sentimiento de desposesión inoculado en la población española tras la crisis ha dado juego a una amplia gama de autores.

Selfie, primer largometraje dirigido por Víctor García León tras once años de silencio, fusiona esta línea con una segunda, menos explorada e hija de la misma circunstancia, consagrada a mostrar la creciente complejidad del mapa político nacional. En torno al vaivén del personaje de Bosco (el debutante Santiago Alverú), vástago parasitario de un pez gordo del PP que se ve de un día para otro en la calle tras su imputación, la película recorre los escenarios de Madrid, ciudad en la que coexisten la ilusión de unos por un hipotético cambio y la preocupación de otros por la pérdida de lo establecido. A raíz de la caída de su paraíso artificial, y rechazado por todos los que dieron pábulo a aquella opulencia, el antihéroe se ve obligado a deambular por esa otra cara de la moneda ciudadana, representada en un barrio de Lavapiés marcado a fuego por la búsqueda de justicia social.

La intención de García León, cuya querencia por la mística de los perdedores ya se hizo notar en sus dos películas previas –Más pena que Gloria (2001) y Vete de mí (2006) –, es fusionar esas dos realidades opuestas hasta formar un único cuadro de patetismo social, con raíces en la tradición satírica española, pero también cercano a sus otros trabajos, especialmente tras tanto tiempo desde su obra anterior. Si el Guillermo interpretado por Juan Diego Botto hace una década veía en la figura paterna, un actor de éxito, la oportunidad de prolongar su peterpanismo; al Bosco de Selfie se le viene encima el fin forzoso del mismo, con la particularidad de estar más llamado a servir a un arquetipo basado en los relatos de corrupción política que nos inundan. Cuando su padre acaba en la cárcel, su madre desaparece de casa y su hermana huye a Estados Unidos, la condición de vividor sin carisma ni talento alguno de Bosco se hace evidente y salen a relucir las carencias de un sistema que permite a los hijos de sus mandatarios exprimir eternamente las rentas familiares.

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Sobre un guión que se permite numerosas licencias, como suponer que todos los miembros de una familia tan acomodada huyan de la noche a la mañana sin preocuparse de dejar un euro al hijo mimado, García León transita mítines del PP y Podemos, chalés de La Moraleja y talleres sociales de Tabacalera, sin que ninguno de los dos polos salga especialmente bien parado en su retrato. La gran baza de Selfie, cuyas desaliñadas y pragmáticas formas de falso documental le permiten incluso presentar inesperadas apariciones estelares, es jugar en ese punto de fricción entre ambas Españas, que aquí es también entre realidad y ficción. Por desgracia, esa deriva no tarda en revelarse improcedente. Al intentar profundizar en un relleno supuestamente humorístico, que trasciende el juego con las fronteras para inmiscuirse en la constante humillación del paradigma que encarna Bosco –su relación con una activista ciega, incapaz de identificar su look de niño bien; el trabajo en un centro de discapacitados mentales y su forzosa amistad con ellos–, la sátira política queda finalmente en un plano meramente superficial, incluso con la insistencia en mostrar el escenario previo a las elecciones presidenciales del pasado junio como síntoma de una evidente desigualdad estructural.

Esta naturaleza satírica termina por revelarse tan plausiblemente corrosiva en sus intenciones como descafeinada en su ejecución. En el tramo más insatisfactorio de la película, que evoca aquel dubitativo amanecer final compartido por padre e hijo en Vete de mí, la promesa de un “nuevo auge” queda instalada en la desastrosa vida de Bosco. Es una indisimulada analogía con el panorama político, aplicada en lo personal a la asunción de su recién estrenada condición de despojo social, que jamás había imaginado. Justo en ese limbo existencial entre derrota y euforia está la esencia del cine de Víctor García León, recuperado ahora para la causa, y ese es precisamente el aspecto más sugestivo de un Selfie poco contundente, pero en absoluto desdeñable como testimonio social y catarsis cómica.

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