Festival de Málaga 2023: Una celebración del luto y de la pérdida

Diógenes, de Leonardo Barbuy

Diógenes, de Leonardo Barbuy

La edición número veintiséis del Festival de Málaga llenó las calles de la ciudad andaluza de carteles, público y personalidades del audiovisual español entre los días 10 y 19 de marzo. Como cada año, el festival contó con un gran número de películas divididas en diferentes secciones que componían una oferta para todos los gustos, y que hacen de este festival uno de los de mayor calado social del país, imitando el esquema de Cannes, San Sebastián o Venecia de mezclar el lujo del turismo costero con el cine más reivindicativo.

Sin embargo, pese al fenomenal ambiente que rodeaba el entorno del festival, propiciado por unas temperaturas muy agradables, creo que la de este año fue la edición del luto, de la pérdida y de la tristeza, ya que muchas de las cintas que más destacaron entre público y jurado venían marcadas por esos temas comunes, que pueden expresarse de maneras muy distintas.

Una de ellas, por ejemplo, puede ser la pérdida de la vista, acontecimiento que sufre el protagonista de Saudade fez morada aquí dentro, cinta brasileña que narra la desoladora historia de un adolescente al que se le diagnostica una enfermedad que lo dejará ciego sin remedio, justo en el momento en el que comenzaba a descubrir el mundo, tanto a nivel social como romántico. 

Saudade fez morada aquí dentro, de Haroldo Borgues

Saudade fez morada aquí dentro, de Haroldo Borgues

La película venía de cosechar un gran éxito en el festival de Mar del Plata al llevarse el premio a mejor película, y en Málaga volvió a triunfar al hacerse con la Biznaga a mejor montaje, gracias sobre todo al esquema dual que establece entre lo que se ve y lo que no, entrando a veces incluso en aquello que no se quiere ver, como la homofobia o las desigualdades. El propio director, Haroldo Borgues, comentó en el festival que mediante este hecho pretendía reflejar la ceguera de la propia sociedad brasileña frente a sucesos importantes, tales como la victoria de Bolsonaro y la pandemia de la COVID, terrible en el país sudamericano. Todo esto da forma a un relato duro pero muy positivo en su mensaje personal y de superación de una crisis.

Esa crisis o dolor por la pérdida también puede ser más clásica, referida a la muerte de un ser querido y cómo afrontan esa realidad los que quedan atrás. Partiendo de esa base común, Diógenes y Honeymoon toman caminos totalmente contrarios.

En la cinta de producción franco-peruana Diógenes, de Leonardo Barbuy, el padre de una familia que vive en las montañas andinas muere dejando a sus dos hijos sin método para subsistir. Los pequeños se ven entonces forzados a asumir la pérdida del cabeza de familia, pero lo hacen de distintas maneras. El más pequeño se refugia en su mente, evadido de la realidad con juegos y distracciones e ignorando a su hermana mayor mientras que esta, conocedora de la dolorosa situación en la que se encuentra, se ve presa del miedo, sin saber qué hacer para sobrevivir y con la cabeza llena de dudas ante el futuro, de una manera similar a Sica en la película gallega del mismo nombre, a pesar de que en la obra iberoamericana, aún más contemplativa, el deseo de la hija de mantener con vida la figura paterna se hace físico, ya que mantiene durante días el cuerpo de su padre en la casa sin querer deshacerse de él.

Por su parte, en Honeymoon, el fallecido es el hijo de una pareja al borde del divorcio (Javier Gutiérrez y Nathalie Poza), pero a la que la muerte de su hijo en el extranjero obligará a colaborar para conseguir el dinero necesario para traer el cuerpo de vuelta a España, lanzándolos en una serie de rocambolescos sucesos en formato road trip. Si Diógenes buscaba un análisis introspectivo mediante el distanciamiento de los dos hermanos durante el duelo, aquí los personajes se juntan y buscan el apoyo del otro para superar la pérdida.

Se detectan en la cinta muchas influencias del cine de los hermanos Coen, sobre todo originadas en un guion escrito a cuatro manos por los gallegos Roberto G. Méndez y Enrique Otero, este último responsable además de las labores de dirección, y que consigue una brillante mezcla de géneros desde el drama más duro hasta la comedia negra pasando por el thriller.

Honeymoon, de Enrique Otero

Honeymoon, de Enrique Otero

En esta última rama es donde encaja el personaje de María Vázquez, una inspectora que sigue a su ritmo y sin prisas la investigación de las reyertas del dúo protagonista, y con claras semejanzas con la Frances McDormand de Fargo. Por si fuera poco, esta no fue la única aparición de la actriz gallega en el certamen, ya que su papel protagonista en Matria le valió la Biznaga a la mejor interpretación femenina en el festival.

Otra de las grandes actuaciones femeninas de este año, también muy relacionada con la pérdida, fue la de Antonia Zegers en El castigo, película chilena donde una madre decide castigar a su hijo dejándolo un momento a solas en el bosque, pese a las críticas de su marido, el también brillante Néstor Cantillana.

La cosa se tuerce aún más cuando, al volver por él, no encuentran al niño por ninguna parte, lo que poco a poco irá aumentando la tensión entre la pareja, que se acusa mutuamente de todo lo malo, tanto de su relación como de la crianza de su hijo, sacando los trapos sucios que llevan encima, para que en el cada vez más probable caso de que ocurra algo terrible, ellos queden exentos de culpa y de juicio moral.

El castigo, de Matías Bize

El castigo, de Matías Bize

Grabada en un tenso plano secuencia en tiempo real, lo cual le valió a Matías Bize la Biznaga a la mejor dirección del festival, la película explora la complicada realidad de la maternidad, muchas veces invisible, y se atreve a afrontar temas y preguntas poco habituales, como la felicidad en pareja una vez hay hijos de por medio.

Por todos estos temas, tan valientes y bien representados en pantalla, El castigo fue una de las películas de referencia del festival, pero la que se llevó el mayor número de aplausos, en una sala abarrotada, tanto por parte de la crítica como del público, fue 20.000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola.

Como todas las cintas anteriormente mencionadas, esta película trata sobre la pérdida y la muerte, pero prefiere centrarse en un fallecimiento mucho más simbólico, el de Aitor, para dar paso a una nueva vida.

Cocó es una niña un poco tímida que acompaña a su madre a la aldea de sus abuelos mientras esta escapa de una crisis matrimonial y profesional. La mujer sufre por encontrarse a sí misma y su camino en la vida de la misma forma que su hija, a la que todo el mundo insiste en llamar Aitor, por mucho que ella no se vea reflejada en ese nombre.

20.000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola

20.000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola

En dramas relacionados con minorías y con la identidad personal, tiende a colocarse un gran antagonista moral contrario a la aceptación propia del protagonista, normalmente en forma de familia o amigos. No obstante, aquí es donde 20.000 especies de abejas se separa de esa normalidad y destaca por encima de lo habitual. El principal problema para que Cocó asuma su transexualidad es ella misma, sus dudas, y también las de su madre.

Esta es una película introspectiva, pero en el mejor de los sentidos. Las dudas personales de Cocó son tantas que explotan y salen al exterior convertidas en un montón de preguntas complicadas para su entorno. Este entorno responde a veces de manera negativa: su abuela, los vecinos, o positiva, en la forma de su tía abuela o de su hermano, que enseguida asumen la nueva identidad de la persona que hasta ahora llamaban Aitor.

Precisamente ese es otro de los puntos sobre los que pivota la cinta. El nombre, y la importancia que este tiene para Cocó, que huye de su origen masculino sin tener la valentía para decirle a su madre los motivos, porque sabe que en el fondo las dos están igual de perdidas en la vida.

La interpretación de Sofía Otero, que ya en Berlín recibió el premio a la mejor interpretación femenina, está llena de matices y potentes miradas a la nada, algo impropio de una actriz tan joven, que transmiten esa sensación de una niña que no está disfrutando de su propia infancia por miedo e incertidumbre. Por estar cargando con algo que no siente como suyo, y de lo que tiene que deshacerse.

Estas son solo algunas de las muchas capas que la película ofrece, y por las que ganó por méritos propios la Biznaga de Oro a la mejor película española, galardón que seguramente no será el último que recoja en su trayectoria por festivales.

Porque, si para algo deberían servir este tipo de certámenes, es precisamente para dar a conocer películas de este calado, que emocionen y penetren en la psicología del espectador, y que se nutran del boca a boca y del reconocimiento de la crítica para llegar al mayor público posible, y no de grandes campañas de promoción.

Por fortuna, en los últimos años, el Festival de Málaga está desempeñando esa función con gran acierto, y poco a poco sigue aumentando su hueco en el panorama audiovisual español.

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