ENSAYO FINAL PARA UTOPÍA de Andrés Duque

POR MÁS QUE PASE EL TIEMPO, EL ALMA NO CAMBIA

La vida de los muertos está

en la memoria de los vivos.

Cicerón

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Últimamente, cada vez que veo una película de Andrés Duque me invade la tentación de cargar mi zurrón con un bloc de notas, un cuaderno de dibujo y cualquier tipo de cámara, y, emulando al abuelete de Jonasson, saltar por la ventana y largarme. “Padres, no me esperéis levantados, voy donde me lleve el viento”, me excuso mientras saqueo la nevera. ¡Volar, volar, volar! El cine de Andrés es una reivindicación de (y una oda a) la libertad. Una celebración de la emancipación creativa, emocional, espiritual… Poesía esotérica, éxtasis sigiloso, un manifiesto introspectivo, una evasión etérea, una rebelión silenciosa.

Hace un par de meses, el visionado de un primer work-in-progress de Ensayo final para Utopíagerminó en una entrevista que no era una entrevista. Ahora, una segunda y tercera experiencias duquenianas me estimulan a escribir esta crítica que tampoco es una crítica. Considero importante señalar, sin embargo, que en el transcurso entre uno y otro visionado, entre una y otra versión de la película, se produjo el doloroso acontecimiento que late en cada plano de esta sensitiva obra. Este afecto provoca que, al igual que en su anterior trabajo, la última creación de Andrés Duque trascienda lo cinematográfico para revelarse como puro estado anímico.

Motivado por la voluntad introspectiva de la película, en lugar de redactar un análisis riguroso y ponderado de esta inclasificable obra, me gustaría activar mi botón de divagaciones y dejarme embriagar por el enigma que ocultan esas conexiones misteriosas, hechizantes, que tanto nos cautivan en la obra de este videoasta hispano-venezolano.

La primera de estas conexiones, con Victor Kossakovsky… ¿Y qué coño tendrá que ver Andrés con Kossakovsky? Nada en particular, todo en general. Hace algún tiempo, leí una suerte de decálogo en el que el autor de las asombrosas Belovy (1994) y Tishe! (2003) (y la vacua y ampulosa ¡Vivan las antípodas!) exponía sus Diez consejos para principiantes. He aquí el primero de ellos: “No filmes si puedes vivir sin hacerlo”. Desconozco si Kossakovsky comulga o no con el credo que predica, pero sí siento que existe ese afán (incluso “adicción”) en el fulgor que desprenden las imágenes de Paralelo 10(2006), Color perro que huye (2011) o Ensayo final para Utopía(2012). Vivir para filmar, filmar para vivir. O, como acierta a reflejar Miquel Martí Freixas: “Respirar, filmar, respirar, filmar, respirar…”.

Decíamos unas líneas más arriba que Ensayo final para Utopía es un estado anímico, esto es, un estado del alma. Y el alma, afirmaba Stendhal, es el conjunto de las pasiones. Pasiones, estados del alma, retazos de vida que Andrés atesora en sus “cajas de memoria llamadas Quick Time” y luego asocia, transmuta y fusiona mediante secretas alquimias. Sólo él sabe el método, el criterio, el juicio, el orden o desorden con el que teje sus hipnóticas telarañas… pero funcionan. Al igual que veíamos a Bob Dylan absorto con su guitarra en una habitación de hotel en Don’t Look Back, yo me imagino a Andrés en su diminuto laboratorio, en estado de trance, orquestando en su timeline intuitivas y enigmáticas aleaciones de vivencias esculpidas, de, retomando el decálogo de Kossakovsky, “momentos irrepetibles de la vida capturados mediante una irrepetible manera de filmar”.

Andrés Duque es un sorprendente y certero francotirador, pero esto no significa que sea un lobo solitario.

Aseguraba Montaigne que la palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha. Personalmente, como cinéfilo entusiasta que soy, me gusta pensar que también yo poseo la “custodia compartida” de determinadas imágenes. Aquellas que seducen mi retina y se alojan en mi memoria, son también un poco mías. Andrés Duque profesa también esa interiorización, retención y adueñamiento de una imagen por parte del receptor, del beneficiario, que en su caso se recicla en nuevo emisor, benefactor, creador. Andrés define esta reciprocidad, esta correspondencia, como vampirización1, posiblemente evocando a su anhelado Iván Z. Es el caso de los fragmentos de films de Bill Douglas, Hugo Ulive o Tomás Gutiérrez Alea y de los vídeos extraídos de Internet presentes en Color perro que huye. Y es el caso también, de un modo aún más armónico e íntimo, con un mayor grado de identificación, del material de archivo mozambiqueño2 que vemos en Ensayo final para Utopía. Esas imágenes son ahora parte del ADN de Andrés Duque. ¿Acaso no es Andrés quien proclama, en labios del apasionado y eufórico revolucionario mozambiqueño, que “lo más bello en la vida de un hombre es vivir libre”?

Esta vampirización me lleva a pensar en la quinta “regla de oro” de Jim Jarmusch: “Nada es original. Roba de cualquier lugar que resuene con inspiración y alimente tu imaginación (…) Escoge cosas para robar sólo de aquello que le habla directamente a tu alma. Si lo haces, tu trabajo (y tu robo) será auténtico”. Una regla que Jarmusch concluye citando a Godard: “No es de dónde tomas las cosas, es hacia dónde las llevas”.

Hay otras dos reglas del director de Stranger than Paradise (1984) o Down by Law (1986) que son perfectamente aplicables al trabajo de Andrés Duque:

Regla nº1: No hay reglas.

Regla nº2: No te dejes agarrar por esos hijos de puta (…) No están interesados en permitir que los cineastas definan y dicten la forma en que hacen sus cosas, así que los cineastas no debemos tener ningún interés en permitirles dictar la forma en que se hace una película.

Si Andrés no se deja “agarrar por esos hijos de puta” es sencillamente porque no los necesita. Y si no los necesita es precisamente porque no responde a reglas. O, mejor dicho, porque se inventa sus propias reglas. No en vano, tras la presentación de Color perro que huye en Rótterdam y Pamplona, la crítica coincidió en celebrar la conmoción generada por un proyecto que valoraban como una experiencia inédita en “el cine español”. Duque se revelaba, de este modo, como un sorprendente y certero francotirador (aunque ello no significa que sea un lobo solitario).

Ensayo final para Utopía confirma también una predilección del director que venía ya intuyéndose en sus anteriores obras: su atracción por el baile y los cuerpos en movimiento. En (creo recordar que) All you zombies vemos una divertida especie de verbena callejera improvisada en un pueblo del sur de Francia, en Color perro que huye una amiga venezolana de Andrés se contonea y fuma en un bar envuelta de un tenue halo de tristeza, o, también en “Perro”, una muchedumbre estruendosa danza en delirio mientras vocea “¡hueso!, ¡hueso!” [que quiere decir “¡polla, polla!”]. El baile puede ser arrebato, seducción, abstracción, arte, belleza, coreografía, armonía… Pero también puede ser, y en Ensayo final para Utopía lo es, catarsis, trasgresión y subversión.

La danza es catarsis, trasgresión y subversión. 'Ensayo final para Utopía' me recuerda la exploración corporal y la expresividad visual de Maya Deren en su 'A study in choreography for the camera' (1947).

Uno de los casos más conocidos y hermosos en el mundo es el de la capoeira, una danza que nació como acto de resistencia frente a la opresión esclavista y se transmitía culturalmente (y en secreto) de generación en generación. También es subversiva la ancestral danza de los diablicos de Túcume o el moderno pogo, atribuido a la música punk. También los mozambiqueños que vemos en el material de archivo de Ensayo… bailan como una forma de subversión y liberación, incluso de beligerancia, contra dominio colonial portugués, del que se emanciparían en 1975. Mientras que los cuerpos danzantes, oníricos, rituales, sumergidos en su propia aura, filmados por Andrés también en Mozambique, me recuerdan también a la exploración corporal y la expresividad visual de Maya Deren en su A study in choreography for the camera (1947). La memorable cineasta, fotógrafa, bailarina, coreógrafa, poeta y escritora señalaba respecto a la corporeidad de Talley Beattey en su film: “el movimiento del bailarín crea geografías nunca existentes. Con un giro de su pie, se avecina a lugares distantes”.

Mi dinámica de divagaciones dispersas a propósito de Ensayo final para Utopía me lleva ahora hasta Roland Barthes. Hace un par de años, aún en la universidad, hallé en La cámara lúcida una distinción a la que he acudido en numerosas ocasiones. Su célebre definición del studium y el punctum me ha ayudado a comprender la inexplicable fascinación de aquellas maravillas que no somos capaces de expresar. Frente al interés, gusto o comprensión racional, cultural y moral que atribuye al studium (algo que “complace pero no marca”); Barthes contrapone el punctum de una imagen como “ese azar que en ella me despunta (…), [que] sale de la escena como una flecha que viene a punzarme”.

En Color perro que huye, sentí aquella punzada especialmente en la secuencia de la celebración de San Juan Bautista, al contemplar el rostro arrebatado de un joven que aporrea su tambor en medio de una multitud extasiada. En Ensayo final para Utopía,sin embargo, recibo ese punctum no desde el ímpetu y el arrobamiento, sino desde la ternura y la intimidad, desde el amor, acaso el amor más grande que exista en el mundo, el amor paterno-filial y materno-filial: “me aman porque soy (…), me aman porque amo (…), te necesito porque te amo”, decía Erich Fromm. Andrés Duque ama a sus padres al observarlos, y nos hace partícipes de su amor a través de su mirada: la madre de Andrés, Helena, entra en cuadro con una cálida y afectuosa sonrisa para ayudar al padre de Andrés, Silvio, a vestirse un suéter. Lo hace cuidadosamente, delicadamente, con cariño, con la misma dulzura (y posiblemente el mismo dolor) con el que Andrés observa y graba toda la acción con su iPhone. Es una secuencia entrañable, íntima, hermosa, muy conmovedora, pero también melancólica.

Sin embargo, la secuencia aún no concluye aquí. Tras asegurarse de colocar el suéter perfectamente a Silvio, Helena sale de cuadro y deja a padre e hijo de solos. El padre deja caer su frágil cuerpo sobre lo que intuimos es una silla de ruedas, mira a su hijo con el rabillo del ojo, entrecruza los dedos de sus ambas manos, tose y a continuación coge un libro cercano y comienza a leer en voz alta. Lee un texto en catalán, que luego traduce al español: “porque por más que pase el tiempo, el alma no cambia”. Se gira hacia su hijo y éste asiente y responde con un suave y bondadoso “¡correcto!”. Uno se siente estremecido y privilegiado por poder “presenciar” un instante tan bello como ese. Y uno recuerda, gracias a ello, por qué ama tanto el cine de no-ficción: “el documental es el único arte donde cada elemento estético casi siempre tiene aspectos éticos y cada aspecto ético puede ser utilizado estéticamente”, dice Kossakovsky también en su decálogo.

Esa es la segunda y última vez que vamos a escuchar la voz de Andrés Duque en Ensayo final para Utopía… y la primera y única vez que escuchemos la voz de Silvio Duque.

Decía también Barthes en La cámara lúcida que la imagen fotográfica “produce la Muerte al querer conservar la vida”. Cuando vemos a una persona que ya ha fallecido en una vieja foto, explica, experimentamos la consciencia de una doble muerte: esa persona ha muerto (en nuestro presente) y esa persona va a morir (en su propio presente). Es muy duro pensar esto. Tan duro como cierto. Sin embargo, el pensador francés afirma también que la fotografía tiene algo que ver con la resurrección, ya que es “el testimonio de que lo que veo ha sido”, la plasmación de que lo que veo “se encontraba ahí”. En efecto, más allá de sesudas consideraciones metafísicas, considero que la fotografía, el cine o el vídeo poseen esa capacidad para “resucitar” a quien un día estuvo con nosotros.

Una enternecedora prueba de ello es el último tramo de Ensayo final para Utopía, en el que Silvio regresa, reaparece, resucita ante nuestros ojos. Acompañamos a Silvio, Helena y Andrés en sus viajes por Europa. Comprobamos que Silvio es un hombre observador y, sobre todo, curioso. Muestra un apacible interés por todo cuanto le rodea, y su mirada sosegada [que ya habíamos visto en una secuencia junto a su nieto en Color perro que huye] transmite una curiosidad cavilante e enigmática.

Silvio permanece esta vez junto a nosotros, y se quedará aquí tanto tiempo como nosotros queramos, tanto tiempo como lo conservemos en nuestro recuerdo: “la vida de los muertos está en la memoria de los vivos”, decía Cicerón. O, si se prefiere, «cada vida es una interesante obra literaria cuyo epílogo es el recuerdo de los demás.»

Tal vez sea esa la anhelada Utopía que alcanza esta emotiva obra, este apasionante ensayo: la inmortalidad… “Porque por más que pase el tiempo, el alma no cambia”.

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1 Ver Oroz, Elena: “Andrés Duque. A propósito de Color perro que huye”, Blogs&Docs, 2011.

2 Esos films son la producción británica Mozambique (1965), de Robert Lynn; la mozambiqueña Vinte e cinco (1975), de José Celso Martinez Corrêa y Celso Lucas; y la portuguesa Kuxa Kanema – O Nascimento do Cinema (2003), de Margarida Cardoso.

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