A PORTUGUESA, de Rita Azevedo Gomes

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Cuando se espera mucho tiempo…

«Había esperado durante once años a su esposo, durante once años él había sido amante de la fama y de la fantasía, ahora recorría la casa y el patio y parecía, raído por la enfermedad, muy ordinario en comparación a los jóvenes y los buenos modales de la corte. Ella no se detenía a pensar demasiado en esto, pero se había cansado un poco de la vida en ese país, que le había prometido lo indecible.» La premisa de A portuguesa es sencilla, una historia de espera; las palabras, de Musil. ¿De qué clase de espera se trata? La de la nostalgia de lo que se ha dejado atrás como en un exilio (Portugal) y el anhelo de una promesa de amor interrumpida al poco de llevársela a los labios. Una espera de soledad en un castillo en medio del bosque, entre criadas moras y animales; de momentos de ocio en los que parece que el tiempo se estanca; de distintos sustitutos para la compañía, desde un lobo a un primo. Dicen en la película que «cuando se espera mucho tiempo puede suceder lo que solo sucede muy raramente» y así se prolongarán los rumores de herejía y brujería sobre la portuguesa.

¿De qué clase de adaptación? De la más literal posible, pues Rita Azevedo Gomes respeta la letra aun si cambia el espíritu. Adapta el relato “La portuguesa” de Robert Musil recogido en el volumen Tres mujeres, un relato enigmático con una prosa exuberante y sumamente elaborada que la escritora Agustina Bessa-Luís ha transformado en diálogos, con mucho espacio para los silencios, y al que Azevedo ha puesto las imágenes. Aunque el respeto textual conserva el sentido último del relato de Musil, hay variaciones significativas. En éste, por ejemplo, el punto de vista acompaña generalmente a von Ketten en sus evocaciones de la portuguesa, que parecen no abandonarle durante los once años de guerra, ni cuando al regresar al hogar la enfermedad aun le mantiene distante de ella; pero en la película de Azevedo el punto de vista se desplaza directamente a la portuguesa (Clara Riedenstein) y sus rutinas. Sin embargo, la película conserva íntegras algunas frases de Musil y el mismo efecto poético y misterioso de su prosa. En vez de adaptar el relato a un guion filmable y convencional, Azevedo ha puesto en escena ese material textual respetando su naturaleza literaria. Un ejercicio plástico que, al mismo tiempo que narra, muestra su artificio en composiciones extremadamente pictóricas que producen un extrañamiento fascinante. A portuguesa narra una historia de época pero parece una representación en vivo.

La primera señal de extrañeza que sume a A portuguesa en el terreno de la indefinición es cierta desubicación temporal. No estamos seguros de en qué época estamos. Por los vestidos, las costumbres, las referencias pictóricas y algunos comentarios, como una mención al concilio de Trento, imaginamos que recién entrado el siglo XVI, pero ¿cómo estar seguros? Por los planos tan meticulosamente compuestos de A portuguesa -amplios, largos y distendidos- deambula Ingrid Caven vestida de otra época que no es ni la de la historia ni exactamente la nuestra. ¿Cómo interpretar la presencia anacrónica de la cantante? ¿Es un coro griego, un trovador, una estancia narradora en representación de Musil o un recordatorio de que no estamos ante una película de época al uso? No es la única señal que dinamita la ilusión de una reconstrucción histórica, de un simulacro del pasado. Tras la enorme estilización dentro de un estudio que fue A vingança de Uma Mulher (2012) o el empleo de materiales diversos en Correspondências (2016), A portuguesa está filmada íntegramente en escenarios naturales (las ruinas de un castillo, la naturaleza) y sin apenas otros elementos escenográficos que los vestidos y los objetos de la ficción, y la luminosa fotografía de Acácio de Almeida muestra estos escenarios en toda su presencia, que se conjuga en presente. También en presente se mueven los múltiples animales que pueblan A portuguesa, pues para ellos la ficción no existe. Están allí, tal vez asumiendo valores simbólicos para el espectador o para los personajes, que proyectan en ellos sus deseos y la compañía que necesitan, pero sin participar por sí mismos en la ficción. Puede que estemos ante una película de época, pero A portuguesa está filmada en estricto presente y en el presente, como si Azevedo trajera el pasado al aquí y ahora sin perder de vista que ese es el sentido exacto de la palabra “re-presentación”. «Para llegar a la verdad, debes componer. El artificio es obligatorio. Lo importante es la emoción. La emoción nunca es falsa», decía ya el protagonista de la primera película de Rita Azevedo Gomes, el escritor de O Som da Terra a Tremer.

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Así pues, indefinición respecto al tiempo y lugar en que sucede la acción, pero también respecto a su avance. A partir de esta desubicación temporal, del tiempo moroso y pasivo de la película, y de las escenas cotidianas de la portuguesa, sin otra evasión de la monotonía que adoptar a un lobo o las visitas, la película construye un tiempo en suspensión. Un tiempo encapsulado, el de la espera, donde el presente (la espera en sí misma), el pasado (lo ausente) y el futuro (la promesa) son uno; y que a veces no termina con el regreso del ausente, sino que éste tiene que abrirse paso por las murallas y las rocas de este cansancio de la espera, de esta temporalidad, para conjurar el hechizo.

Una de las primeras y más hermosas escenas de A portuguesa comienza con la música de un coro de campesinos, que la liga con la escena anterior y que atribuimos a una instancia narradora externa. Entonces vemos por primera vez, desde lejos, el castillo ruinoso de los von Ketten coronando el paisaje [1]. Después un camino, el que dirige a él [2]. El plano es amplio, fijo y está vacío; es presente puro: un camino que cualquier otro podría estar recorriendo ahora mismo. Entonces poco a poco van llegando al plano gentes con vestidos coloridos y carros, de otra época, el coro de campesino al que debemos atribuir la canción, y llenan el plano [3]. Cuando llegan a la mitad del camino, la cámara los acompaña hasta resituarse en un cruce en el que desemboca el puente por el que se dirigen los Ketten a casa [4, 5]. Es la ficción y los personajes de Musil que han salido de sus páginas para caminar, en presente y durante poco más de dos horas, por aquellos lugares en que estuvieron esperando, en los que pudo tener lugar su historia y puede seguir haciéndolo. Es la ficción y la representación del pasado habitando el tiempo presente, el hechizo de A portuguesa.

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