BERLINALE (2/2): ESTIU 1993 Y OTRAS HISTORIAS FAMILIARES

mr long

La idea de comunidades resistentes ya apuntada en la primeira crónica de esta Berlinale 2017 se circunscribió en algunos casos al ámbito estrictamente familiar. El filme que conjugó estas dos ideas de forma más convincente fue Mr. Long (Sabu, 2017). Intento de pastiche entre el cine de yakuzas y la comedia familiar, la historia es la de un asesino a sueldo en apuros que debe refugiarse en un barrio alejado y pobre para no llamar la atención mientras sana las heridas provocadas en un trabajo que ha salido mal. Allí conoce a un niño que vive con su madre heroinómana, y que parece ser su única ayuda. A estos vimbres con reminiscencias a El lobo solitario y su cachorro (Kazuo Koike, Goseki Kojima, 1970-1976, Planeta de Agostini en su edición española) se une más tarde un grupo de vecinos que le ofrecen trabajo al asesino, poniendo un puesto de comida ambulante.

Las características clásicas de la comedia familiar, con todos sus valores de ayuda mutua, superación y personajes cándidos, como el tío bonachón, de expresión exagerada y ridícula en su vertiente nipona; están en este caso tan bien reproducidos que, o uno se toma todo a broma o corre el riesgo de que le produzca una úlcera. En realidad, Sabu es tan fiel al modelo, que no hace tanto parodiarlo como reproducirlo. Si los actores hubieran sido aun más expresivos, y las situaciones más ridículas, al modo de los ejercicios entre el homenaje y la parodia de los hermanos Wachowski en filmes como Speed Racer (2008) o Jupiter Ascending (2015); por lo menos esta explosión de amor habría contrastado bien con la aridez modelo Takeshi Kitano que interpreta el protagonista Chen Chang. En este ámbito, el director se muestra también muy contenido, siendo más calmo que el citado o que otros referentes del género, como Kinji Fukasaku o Seijun Suzuki.

En este empacho metacinematográfico que nos dieron algunos de los títulos de la Berlinale, como este o el ya comentado T2 Trainspotting (Danny Boyle, 2017) podría uno advertir una vuelta cada vez más acusada al cine postmoderno de los noventa, en su vertiente más cínicamente comercial. Si T2 parodia esta tendencia y su propia condición de secuela, como hemos argumentado, otros títulos recientes de Hollywood como Rogue One (Gareth Edwards, 2016) o La La Land (Damien Chazelle, 2016) funcionan por su multireferencialidad a un pasado revisitado con nostalgia, y actúan como mecanismos de reciclaje para aquellos espectadores que no conozcan el original homenajeado / plagiado. El travelling lateral en la última secuencia de Mr. Long, en la que el protagonista mata a cuchillo a un buen puñado de yakuzas que vienen en su caza, tendría gracia de no ser tan absolutamente parecido a la impresionante secuencia con martillo de Old Boy (Park Chan-wook, 2003). Señor Sabu, ya puestos a plagiar, ponga 100 yakuzas en su vida y no una docena; haga que corran ríos de sangre y no sea tan contenido en la violencia. Si por lo menos va a copiar, copie ben; si va a ser tan obvio, por lo menos entréguese un poco al exceso. El gran problema de Mr. Long es que está demasiado cerca a los modelos con los que quiere jugar. Deberían pegarse entre ellos, porque son contrarios en sus pretensiones, y curiosamente conviven como dos filmes que funcionan de modo independiente. DJs buenos hay muy pocos. No todos son Quentin Tarantino.

estiu 1993

Las pelis para niños que dieron la sorpresa

En lo estrictamente familiar se encuentran también Estiu 1993 (Carla Simón, 2017), Die Tochter (Mascha Schilinski, 2017) y Helle Nächte (Thomas Arslan, 2017). La primera, de la directora catalana que ya había dado buenas muestras de saber lo que hace el pasado año con el cortometraje Las pequeñas cosas (2015), se estrenó en la sección Generation, en teoría dedicada a los más pequeños y que normalmente no tiene una gran presencia en el conjunto del programa, y no solo acabó por ganar en su categoría, sino que se llevó también el premio a la mejor ópera prima. Como su anterior obra, Estiu 1993 habla de experiencias personales y familiares, y puede destacarse de ella como principal virtud la autenticidad que desprende, sin duda resultado de un libreto escrito desde el corazón y de una adecuada decisión de casting con la niña Laia Artigas. Simón ha explicado en varias entrevistas que la selección de esta niña les llevó mucho tiempo, hasta dar con la que ella consideró que era la acertada, que la representaba. Y es que Estiu 1993 es la traslación a la pantalla de una vivencia personal de la directora, que en el verano de ese año se quedó huérfana y debió ir a vivir con sus tíos a la montaña catalana desde Barcelona.

La película, rodada con un estilo natural y directo, muy sencillo y clásico, cuenta sin embargo con la frescura y la sensibilidad suficientes para atrapar a cualquier espectador. Se va a estrenar en Málaga y después pasará por las pantallas españolas, donde muchos auguramos que va a tener un buen recorrido. En su aparente sencillez, Estiu 1993 cuenta con varios aciertos, como el recorrido psicológico del personaje de la niña, Frida, que debe paulatinamente aceptar la muerte de los padres, y que está tratado con una profundidad inusual para un personaje de esa edad. La cuestión de la representación femenina – son las mujeres las que se apoyan para salir airosas del duelo – no es tampoco un tema secundario, en un ámbito en que la mayoría de protagonistas y realizadores siguen siendo hombres. Esta cinta no solo representa con naturalidad al colectivo de la infancia, cuando normalmente – el caso de Mr. Long – los niños no son más que muletas narrativas para los protagonistas adultos. También regala otro papel muy bien escrito, el de la madre / tía de Frida, tan natural que parece alguien de la familia, no un personaje; y vuelve a poner en un rol esencial a la actriz Ana Prada, que interpreta con naturalidad y sin necesidad de explicar su condición de enana a una de las tías de Frida. Todos estos son valores narrativos del filme, pero que además ayudan a la normalización de estos colectivos.

Ya fuera del terreno de la escritura y centrándose en lo cinematográfico, dentro de ese estilo naturalista, el filme se concede ciertos flirteos con lo sobrenatural que remiten directamente a El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Algo hay también de Cría cuervos (Carlos Saura, 1976), referencias que la directora cita a menudo, pero que no son lugares comunes, sino que están bien integrados en su ADN. Por todas estas razones, Simón ha logrado perfilarse en solo unos pocos meses como una de las grandes promesas de nuestro cine.

Curiosamente, Estiu 1993 iría muy bien en un programa doble con Die Tochter, película parida principalmente por alumnos de la Universidad de Cine de Babelsberg. Como en la cinta catalana, la protagonista es una niña de ocho años que tiene que enfrentarse a una situación familiar difícil: la separación de los padres. En este caso, el conflicto se centra en los celos de la chica hacia la madre cuando parece haber indicios de reconciliación en la pareja, pues se encuentra cómoda con un padre que solo se preocupa por ella. Frente a la contención de Estiu 1993, Die Tochter decide explorar el lado más onírico de una chica híperexpresiva – otro gran acierto de casting – con una paleta de colores saturadas que privilegian el intenso azul de sus ojos, y una sintaxis de plano corto enfocada en los rostros y las emociones. Frente a la sutileza de la primera, aquí nos encontramos con un ejercicio más desenfadado y fresco, a ritmo de música electrónica. Un filme para toda la familia en el mejor sentido de la palabra, que recarga las pilas. Después de esto, no podía más que acelerar el paso por el Tiergarten (en parte por los efectos del filme, en parte por el frío berlinés).

Y cerrando esta colección de conflictos familiares, la película más visible, también la más floja de ellas: Helle Nächte. Con un premio, eso sí, merecido, al actor que da vida al padre, Georg Friedrich; la cinta se centra en éste y un hijo con el que decide hacer una excursión de varios días, para curar heridas, pues los padres están divorciados, y poco se ven. Arslan dirige con piloto automático, confiando todo a un guion correcto y a sus actores. Es una película que ya hemos visto mil veces, sin nada distintivo que la haga destacar. Ni siquiera cabrea, simplemente es tan mediocre que días después de verla, ya cuesta escribir algo de ella.

the lost city of z

La vuelta del mejor James Gray

Algo bien diferente ocurre con The Lost City of Z (James Gray, 2016), presentada fuera de competición, y que pulveriza todos los conceptos que podríamos tener de un biopic. Se trata de la biografía del explorador inglés Percival Fawcett, que desapareció en la búsqueda de una ciudad perdida en el Amazonas, que él aseguraba ser parte de una antigua y avanzada civilización. Sus descubrimientos fueron clave para sus posteriores colegas de profesión. Él abrió la senda en sus dos primeras décadas del siglo XX.

La película toma como ejemplo ejercicios del New Hollywood por los que Gray siente una especial querencia como Heaven’s Gate (Michael Cimino, 1980) o Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), para componer un relato de un gran peso histórico y de una naturaleza épica encomiable. Todo es majestuoso en The Lost City of Z, desde la suntuosa fotografía de Darius Khondji – con una calidez y cierto flou que remite a la época en términos estilísticos – al meticuloso diseño de producción de Jean-Vincent Puzos; todo va en la línea de esos relatos bigger than life que Hollywood pareció abandonar hace tempo, pero que vuelven de vez en cuando. La cinta está en la mejor tradición del cine de aventuras estilo Lawrence of Arabia (David Lean, 1962) y, en su vertiente más literaria e inventada de los hechos, cuenta con un doble conflicto familiar y profesional del protagonista especialmente interesante. En un caso, por lidiar con la distancia y la ausencia; en otro, por el rechazo de sus tesis pronativos. En estos dos aspectos, la mujer y el otro sociológico – el indio – se ponen al mismo nivel para Gray, en una suerte de alegato feminista que la película no oculta en ningún momento, pero muy bien integrado en la trama, desprendiendo veracidad histórica y crítica contemporánea al mismo tiempo.

Si a todo esto añadimos que los personajes están defendidos por un excelente reparto de actores británicos, con Charlie Hunnam y un desconocido Robert Pattinson a la cabeza, y secundarios de lujo como Sienna Miller – neoyorquina, pero clava el acento – Angus MacFadyen o Ian McDiarmid; el resultado no puede calificarse más que de notable.

Aunque en otra línea, una película norteamericana que también destacó fue Golden Exits (Alex Ross Perry, 2017). Con un estilo muy parecido al de Listen Up Phillip (2014) y lejos de su más rupturista Queen of Earth (2015), esta última película del chico prodigio del cine indie afincado en Nueva York tiene también mucho de literaria. Cruce entre el Woody Allen de los ochenta y con un punto a lo John Cassavetes, lo cierto es que ya deberíamos irnos apartando de estas etiquetas porque Ross Perry cuenta, tras cinco largometrajes, con un estilo muy definido, sin duda en esta tradición. Aquí se centra en un grupo de adultos de clase media que ven como la vida se les pone patas arriba por la irrupción de una mujer más joven y desenfadada en su ámbito laboral y familiar. Este meteorito hormonal, interpretado con gracilidad y mano firme por Emily Browning, actúa como catalizador de las aspiraciones perdidas de esos adultos grises e infelices. Para Greg (Craig Butta) supone una posible distracción de una experiencia marital anquilosada, mientras que para las mujeres alrededor de él se presenta como competencia o espejo de lo que un día fueron o les gustaría ser.

Con aparente ligereza y frescura, la película avanza paulatinamente hacia terrenos en el fondo delicados y desagradables, centrados en cómo solventar el engaño, a los otros a tu alrededor, pero también a uno mismo. El contexto es el de una clase acomodada, la que también sale en los filmes del propio Allen o más recientemente en los de Noah Baumbach. Con humor inteligente en esta línea, los diálogos son un caramelo para el espectador, hasta que el filme se hace demasiado autoconsciente en su último tramo, y tiene la necesidad de explicar sus conflictos mediante monólogos que bien podrían ser un aparte de una obra de William Shakespeare. Al querer volverse más compleja, Golden Exits solo consigue resultar pedante e irreal, anacrónica. Esta deriva frustra la experiencia de un filme con estilo propio y un embrujo particular. El día que Ross Perry logre rematar un filme sin sus habituales irregularidades de ritmo y tono, será una obra maestra.

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