ANNA KARENINA, de Joe Wright

La portentosa novela de Lev Tolstói no ha tenido demasiada suerte en el cine. De hecho, le ha sucedido casi lo mismo que a Madame Bovary de Gustave Flaubert (1856). Estas dos obras maestras del siglo de oro de la novela, el XIX, tienen dos claros puntos de contacto: el adulterio y la descripción de una sociedad que se extiende a un país entero (Francia a través de su burguesía provinciana, y Rusia en el contexto de la aristocracia cotilla y melindrosa que Tolstoi conocía –y detestaba– perfectamente, ya que pertenecía a ella). En el genial relato de Flaubert, se estrellaron frontalmente Jean Renoir (1933), Vicente Minnelli (1949) y Claude Chabrol (1991). Y en el no menos extraordinario de Tolstói, la lista es más larga y menos execrable: Edmund Goulding (1927), Clarence Brown (1935), Julien Duvivier (1948), Aleksandr Zarkhi (1967), Bernard Rose (1997) y ahora Joe Wright (2012). Pero no exageremos: la película de Zarkhi es notable; las de Goulding, Minnelli, Brown y Duvivier tienen un pase; y las de Renoir, Chabrol y Rose son tristes bodrios (lo digo, claro, por Renoir -quizás su peor película sonora- y en voz más baja por Chabrol). Por su parte, esta última adaptación de Joe Wright se queda en un terreno de nada y de nadie que en modo alguno debe confundirse con posmodernismo, una etiqueta si acaso aplicable a Wuthering Heights (Andrea Arnold, 2011), en la que su directora traiciona la letra pero no el espíritu de Emily Brönte.

Contra el mal uso de la postmodernidad

Creo que ya es hora de no servirse del posmodernismo para casi todo el arte innovador de las últimas décadas. No es lo mismo un film de James Benning que otro de Lisandro Alonso. Un cuadro de Miquel Barceló que otro de Rafael Canogar. Una pieza musical de Sofia Gubaidulina que otra de Philip Glass. Pero aquí se trata de cine, y si he citado a Benning y Alonso es porque ambos sí que tienen algo en común: son cineastas de la nada, entendiendo ésta como un absoluto vacío de contenido. Visto así, vendría a significar que la calidad de una película postmoderna estaría sustentada no en lo que se cuenta sino cómo se cuenta, un tema que atufa a vejez y obsolescencia, y que ya fue enunciado hace muchísimos años por Cahiers du cinéma en su teoría de la puesta en escena y su política de los autores, recogidas posteriormente por su primera y casposa sucursal española: Film Ideal.

¿Qué pasa entonces si ya no hay nada que contar, como sucede con James Benning, Lisandro Alonso, Isaki Lacuesta, José Luis Guerín, Lucrecia Martel, y una inmensa tropa de la que forman parte hasta filipinos como Raya Martin o Lav Díaz? Ya lo profetizó Yasmine Reza en su irónica y devastadora comedia Arte (1994), que se iniciaba con el siguiente monólogo: “Mi amigo Sergio se ha comprado un cuadro. Es una tela de aproximadamente un metro sesenta por un metro veinte, pintada de blanco. El fondo es blanco y si entornamos un poco los ojos, podemos percibir unas finísimas líneas blancas transversales”. El drama latente en aquella obra era la dificultad para expresar un desacuerdo artístico sin ofender a un amigo. Pero, por suerte, la postmodernidad no sólo es la nada o el vacío, como recuerda Lauro José Zavala Alvarado:

El cine posmoderno puede explicarse a partir de la filosofía del lenguaje del último Wittgenstein, para quien el lenguaje construye una realidad autónoma frente a la realidad que perciben nuestros sentidos. El cine es así un instrumento para construir realidades que no necesariamente tienen un referente en la realidad externa al espacio de proyección”. (1)

Dentro de estas coordenadas, la Anna Karenina de Joe Wright no es que participe de la nada ni, necesariamente, de la postmodernidad, sino que se sirve del artificio teatral para abordar el mensaje de Tolstói. Y es que el principal responsable de esta versión no es su director, un apreciable artesano muy dado a adaptar novelas, como Pride & Prejudice (Joe Wright, 2005) o Atonement (Joe Wright, 2007), sino su guionista Tom Stoppard, que debe su fama y prestigio a obras como Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1966). El inicio de la película, con la apertura de las cortinas de un escenario, dice ya claramente que lo que vamos a ver va a ser una representación. Saldremos pocas veces al exterior, casi únicamente cuando el personaje de Levin esté en pantalla, trasunto evidente del propio Lev Tolstói. Por lo tanto, esta revisión del clásico inmarchitable se verá sólo algo rarita, y quizás no llegue a encontrar a su público, limitado (me temo) a tolstoianos, a jóvenes y a no tan jóvenes, pendientes siempre del glamour de las presuntas estrellas.

Límites y Aciertos

Otro problema insoslayable de la película es, precisamente, su reparto. Keira Knightley, tan querida por Wright, carece del magnetismo de Greta Garbo y de la eximia calidad como actriz de Vivien Leigh. Podríamos casi decir que ‘empata’ con Sophie Marceau en el inane film de Rose, que también incorpora a Levin, ausente en las restantes adaptaciones. Su actuación es histérica y desnaturaliza a Anna, que únicamente pierde los nervios al creerse abandonada por Vromsky y caer en la desesperación y la adicción a las drogas de la época. Jude Law es demasiado joven para Karenin y, aunque siempre se muestra sobrio y contenido, no alcanza la fuerza exigida para interpretar al intolerante y puritano marido. Aaron Taylor-Johnson está directamente ridículo como Vromsky, ya que en vez de evocar al hipócrita veleidoso de Tolstói, aunque fuese sólo físicamente, nos trae a la memoria el Tadzio viscontiano algo más crecidito y con bigotillo. Los secundarios son, afortunadamente, otra cosa: Alicia Vikander cumple bien como Kitty, y Domhnall Gleeson está magnífico como Levin.

Resta como algo positivo en esta menos que mediana Anna Karenina algunos travellings brillantes y la secuencia del baile que, no obstante, trata en vano de seguir la imborrable estela de Il Gattopardo (Luchino Visconti, 1963). Frente a este nuevo fracaso, parece que el único cineasta capaz de cepillarse con éxito las más de 600 páginas de la novela en menos de hora y media es, por el momento, el kazajo Darhezan Ormibaiev: su adaptación se titula Shuga (Darhezan Ormibaiev, 2007) y no sólo es, está sí, radicalmente postmoderna, sino que además es la mejor de todas, aunque no hayamos podido admirarla como se merece en nuestra inculta Celtiberia.

(1) Zavala Alvarado, Lauro José (2008): “Para una teoría paradigmática del cine”, en Alvarado, Ramón (dir.), Anuario de Investigación 2007, México DF: Universidad Autónoma Mexicana Xochimilco, p. 40.

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