AVANTI POPOLO, de Michael Wahrmann
En la oscuridad de la noche, un vehículo devanea sin rumbo por las calles de São Paulo. Acompañando el desconcertante recorrido, vamos escuchando un programa radiofónico en el que el conductor da un repaso por un gran número de canciones reivindicativas, de las que acompañaron los diversos procesos revolucionarios surgidos en el continente latinoamericano en el siglo pasado. En un momento dado, un hombre se entromete en el recorrido del vehículo, desafiando con la mirada al conductor del mismo, y, por ende, al espectador. Con este inquietante prólogo empieza Avanti Popolo (Michael Wahrmann, 2012), que tuvo su estreno en nuestro país, por fin, el pasado mes de febrero gracias a la Sala Zumzeig de Barcelona.
Aparentemente Avanti Popolo es una película sencilla. Un hijo (André Gatti) vuelve a la casa de su anciano padre (Carlos Reichembach), cuya única preocupación es la perrita con la que convive. Su día a día rutinario, lleno de desencanto, nos va a hacer darnos cuenta enseguida de que en la vida familiar todavía existen historias por superar. Aquí reside una de las principales grandezas de la película de Wahrmann: sin hacer apenas ruido, el cineasta pone en el centro de este trabajo la época de la dictadura brasileña, semilla de todos los traumas dentro del seno familiar. Y una vez tomada conciencia del problema, nuestra percepción acerca de lo que está ocurriendo en pantalla cambia por completo.
Desde el principio, dos son los elementos en los que se apoya el cineasta para determinar esa percepción. El primero es una puesta en escena pulcra, trabajada y totalmente acorde con lo que se quiere transmitir. Aquí seria obligatorio destacar el trabajo decorativo y de iluminación de la habitación principal de la casa, donde transcurre gran parte de la acción de la película: tomando como punto de partida las famosas polaroid de Andrei Tarkovski, el cineasta crea una atmósfera de desesperación, paso del tiempo y nostalgia familiar que se identifica totalmente con los sentimientos mostrados por los personajes. El otro elemento conductor, y quizás el más importante desde un primer momento, son las imágenes en Súper 8. Unas extrañas imágenes que van surgiendo de forma progresiva en la película y de las que descubriremos, con posterioridad, que fueron filmadas por alguien que ya no está. Llegados a este punto, la película de Wahrmann pone de una vez por todas sus cartas sobre la mesa.
Un viaje a Rusia de ida, pero no de vuelta: la desaparición de un hijo en la época de la dictadura. Ese es el tabú al que el personaje del hijo trata de hacer frente, pero que el padre se niega a enfrentar. En la que probablemente sea una de las escenas capitales de Avanti Popolo, el hijo proyecta en las paredes de la habitación las películas de su desaparecido hermano, pero el padre no quiere saber nada de esas imágenes: para él forman parte de un pasado que no quiere recordar. Con esta negación entra en juego el discurso de la memoria, de esa memoria histórica no afrentada sobre los conflictos del pasado que tanto daño ha hecho (y sigue haciendo todavía) en tantas sociedades. Wahrmann llega hasta aquí y no juzga, simplemente deja que lo haga el espectador y se posicione, que este decida si vale la pena seguir luchando para poner esa memoria en el lugar que le corresponde o si en cambio se prefiere vivir una especie de muerte en vida tal y como ha decidido el padre.
Avanti Popolo, en resumen, es un ejercicio de cine con todas sus consecuencias: una película humilde pero honesta (cosa a la que últimamente no estamos muy acostumbrados), un canto de amor al cine, a la cultura y a la política de un país, Brasil, que parece padecer los males de muchos otros, pero en el que hay que empezar a creer tal y como defiende Michael Wahrmann. Por tanto, sirva esta modesta crítica para reivindicar esta película y, por ende, todas las películas que, tal como esta, entienden el cine como un espacio cultural, de compromiso político y de amor al propio cine.