Berlinale 2023 (V): Lois Patiño reinventa el cine
El cine de Lois Patiño viene construyéndose desde lo paisajístico y lo sensorial casi desde el inicio de su carrera. Por eso sorprende que en Samsara (2023), la revelación de esta Berlinale, se pase a lo narrativo. Sitúa la acción en Laos, donde un joven novicio en un templo budista pasa sus días meditando, haciendo tareas de mantenimiento del templo, estudiando, reflexionando con otros monjes sobre las bases de su religión y divirtiéndose con sus amigos, en lo que suponen las escenas menos estereotipadas de la cinta. Sí, los acólitos de Buda también escuchan trap en su lengua y se comparten vídeos en el móvil.
Anda por ahí también otro chico que todos los días cruza un río en barca para leerle el Bardo Thodol a una viejecita convaleciente. En Occidente este libro es comúnmente conocido como el Libro Tibetano de los Muertos. En sus páginas, se ofrece una guía para atravesar el bardo, el estadio intermedio entre el fallecimiento y la reencarnación. El texto debe ser declamado por otro y escuchado, no es el propio receptor el que debe leerlo.
Y así, en esta rutina en la que ambos adolescentes coinciden y se hacen amigos, van transcurriendo los primeros cincuenta y pico minutos de Samsara. Rodada en película de manera muy aplicada por Mauro Herce, por momentos a uno le da por pensar que estamos ante un plagio bienintencionado y cariñoso de la obra de Apichatpong Weerasethakul. Pero existen un par de elementos que añaden una identidad propia a este largo. El primero de ellos son las disoluciones y sobreimpresiones que Patiño aplica sobre las muchas personas que duermen en esta cinta, creando una suerte de representación de sus sueños y de alguna forma anticipándonos a ese bardo. Superpone imágenes que se mezclan con la filmación de los durmientes de obras pictóricas que representan el samsara, el ciclo de nacimiento, vida, muerte y reencarnación que da título al filme y que es común a varias religiones orientales. De hecho, la convivencia armónica de varias tradiciones espirituales en un mismo espacio es otra de las constantes de Samsara.
Otro recurso que Patiño también había probado antes y aquí vuelve a existir son esos planos generales de magníficos paisajes en los que las figuras humanas se sienten empequeñecidas y devoradas por la inmensa belleza de lo natural. Muy poderosa es esa aproximación a unas cataratas donde los aprendices de monje van a hacer una excursión.
Es obvio que toda la narración nos conduce a un desenlace inevitable, que es la muerte de la señora. Cuando esta llega, existe una segunda sección del filme que despeja todas las dudas de la posible falta de originalidad que antes podíamos percibir por momentos. Como se ve en el primer plano de la película, una panorámica que va mostrando todos los rostros de los monjes meditando en el templo en posición sentada y con los ojos cerrados, Patiño avisa a los espectadores en una breve indicación que nos vamos a adentrar en un viaje en el que también debemos cerrar nuestros ojos para poder ver, ver de verdad. Y ahí, a media tarde de un frío día de febrero en 2023, en la sala de un lugar tan aséptico como un multiplex de Berlín, cientos de espectadores participamos en una profunda meditación que jamás habíamos experimentado en toda la historia del séptimo arte. Patiño reclama para el cine esa función de liturgia colectiva que quizás en algún momento tuvo y que en la era de las plataformas está en extinción.
Lo hace desde una honda espiritualidad, no con supuestos de, por ejemplo, una carcajada compartida. En ese bardo uno puede sentir las dimensiones de la sala y hasta los cuerpos a su alrededor, atravesarlos, como le pide el novicio a su colega lector en una escena previa. Uno se hace más consciente de sí mismo y, en efecto, viaja; viaja a través del tiempo y el espacio en una experiencia sensorial y de verdadera epifanía a la costa de Zanzíbar, donde la mujer se reencarna en una cabra.
Podríamos intentar describir esta experiencia con la que Samsara reinventa el séptimo arte, pero sería fútil, pues cada espectador recibirá esto de un modo diferente. El mismo espectador experimentará esto de maneras muy diferentes cada vez que acuda a ver el filme. Y yo pienso hacerlo todas las que pueda, como el niño que descubre su nueva obsesión y no quiere ver más películas. Ahora mismo, para mí solo existe Samsara. Voy a intentar no compararla con ninguna otra cosa que vea en esta Berlinale porque todo me parecerá minúsculo al lado de la gigantesca contribución a la cinematografía mundial que nos regala Lois Patiño.
Es común reclamar el espacio de la sala de cine como lugar en el que deberían verse todos los filmes, especialmente los más sensoriales. Y habrá lectores escépticos que digan: “ya la veré en las plataformas”. Sería un crimen ver esto fuera de un cine. De hecho, deberíamos crear ya un grupo de resistencia armada para poner bombas en todos los servidores susceptibles de alojar el archivo, no vaya a ser que los distribuidores tengan la malísima idea de venderla a algún streamer. Este filme no va a poder comprarse en blu-ray, o no debiera. Esto es la Catedral del Cine, es como peregrinar a Santiago o a la Meca. Sería un sacrilegio sacar Samsara de las salas de cine. Por favor, hay que correr para verla ya, cuantas más veces mejor. Ejecute el lector un pequeño acto de fe y haga caso a este crítico sin recursos. A veces, no describir ciertas secuencias garantiza que no se arruine la experiencia. El bardo en Samsara es el gran spoiler de la historia del cine.
La segunda parte del filme tiene lugar en Zanzíbar, como decíamos, y está filmada por Jessica Sarah Rinland. El negativo usado en todo el filme es Kodak y lo cierto es que las tonalidades que la fotógrafa logra captar, tendiendo a cálidos colores ocres, remiten mucho al cine de Nathaniel Dorsky, otro creyente en la liturgia, y a ese célebre negativo Kodachrome. Tiene sentido que Rinland, más próxima al cine experimental, tome el testigo de Herce. Se advierte que ambas partes, muy distintas, en geografías opuestas, están fotografiadas por diferentes personas. Con todo, hay una gran continuidad de estilo en Samsara.
En Zanzíbar asistimos al trabajo en el mar de una comunidad de mujeres que recogen algas para fabricar con ellas varios productos, principalmente jabón. Todo a través de los ojos de una niña y su cabra. De nuevo, los musulmanes conviven con los Masái y el filme se cierra con la madre explicándole a la hija que tienen tradiciones diferentes, pero que el ser humano, a través de la religión, siempre ha intentado dar respuesta a qué ocurre después de la muerte. Cerramos los ojos, y el ciclo del samsara vuelve a empezar.