KEDI, de Ceyda Torun
Ven, bello gato, a mi amoroso pecho;
Retén las uñas de tu pata,
Y deja que me hunda en tus ojos hermosos
Charles Baudelaire – Las flores del mal
A menudo me pregunto, para ver, quién soy; y quién soy en el momento en que, sorprendido desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un gato […]
Jacques Derrida – El animal que luego estoy si(gui)endo
Dos linajes de felinos conviven en el panorama audiovisual contemporáneo. El primero proviene de ilustres gatos como el Cheshire de Carrol, el Plutón de Poe o el protagonista del poema de Baudelaire y se extiende hasta llegar a esos gatos esquivos que pueblan las películas de Chris Marker. Todos ellos se encuentran unidos bajo un mismo objetivo: nos arrastran a nuevas realidades y rompen la barrera entre lo humano y lo animal para hacernos experimentar con una mirada nueva el espacio que nos rodea. Es el viejo sueño del Derrida, repensar la humanidad utilizando como espejo al otro animal, pero también la ambición de Natsume Soseki en Soy un Gato, animalizar la voz narrativa para dar una visión satírica y certera de la sociedad japonesa.
La segunda familia, por otro lado, es mucho más acomodada: está formada por los adorables gatos de la pintura barroca, aquellos presentes en los poemas de T.S Eliot o por los que protagonizan las incontables horas de material de Youtube. Aquí el proceso es inverso y el efecto claro: en estos videos el animal se antropomorfiza, se le induce a conductas humanas para generar un humor que legitime e incluso adormezca nuestra forma de relacionarnos con el mundo. En la actualidad, el efecto narcótico de estas pequeñas piezas audiovisuales, reproducidas y viralizadas desde la pantalla de móviles y ordenadores, se multiplica.
Kedi, de la directora turca Ceyra Torum, como Marker en Chat écoutant la musique (1990), parece transitar con habilidad entre estas dos grandes familias. En ocasiones, y probablemente de ahí proceda el enorme éxito comercial que ha cosechado en EEUU, recurre sin tapujos al efectismo, a buscar la empatía del espectador al registrar la vida de los felinos de un modo semejante al de los grandes virales de internet (quizás por eso recientemente Youtube se ha hecho con los derechos internacionales de streaming del documental, que podrá verse en su plataforma Youtube Red). Sin embargo, en sus mejores momentos, este introduce matices que inducen a reflexionar sobre la relación entre hombre y felino al mismo tiempo que llama a experimentar la ciudad contemporánea fuera de los códigos tradicionales. Algo especialmente importante en el caso de Estambul, la ciudad protagonista del documental, tan susceptible de caer en la tematización debido a los fuertes flujos turísticos que sufre en la actualidad.
En este proceso de comprensión de la ciudad, el documental parece seguir aquellas pautas introducidas por Guy Debord en su concepto de deriva psicogeográfica: perderse por las calles de una gran ciudad (o seguir a los gatos callejeros que la habitan) puede crear nuevos significados y relaciones entre peatón y urbe, todos ellos fuera de los tradicionales. Como los situacionistas en el París de la segunda mitad de siglo o Marker en Chats perchés (2004), Torum parece convencida de que seguir el camino de los centenares de gatos salvajes que puebla Estambul debe servir necesariamente para mostrar en pantalla nuevas realidades y relaciones.
Y es que esta forma de narrar también permite, mediante pequeñas entrevistas, dar voz y establecer discursos entre los distintos residentes de la ciudad. De la misma forma que los habitantes de Estambul abren su puerta a los gatos, borrando asi la frontera entre espacio publico y privado, los animales sirven también para abrirle la puerta a la directora y ganarse la confianza de los entrevistados. Desfilan así por la pantalla muchos de los temas que afectan a la sociedad turca contemporánea: la situación de la mujer, el turismo o el empobrecimiento de las clases trabajadoras, que mediante el hilo conductor de los gatos, forman un fresco de la Turquía actual. Una forma organica de acercarse el tejido humano de la ciudad al mismo tiempo que se hace justicia al lema de la película: «En Estambul, los gatos son espejos de la gente, permitiendo reflejar en ellos formas de vida que nadie más puede».
En definitiva, Kedi resulta un documental empático a la vez que inteligente a la hora de utilizar las herramientas que tradicionalmente han caracterizado al cine de género más reivindicativo: denunciar los problemas de la sociedad utilizando al otro; así donde en Night of The Living Dead (George A. Romero, 1968) eran zombis, en esta ocasión encontramos una miríada de gatos. Un compromiso animal que ya había señalado Marker, precoz como siempre, cuando anunciaba en Le fond de l’air est rouge (1977) que “Un gato nunca estará del lado del poder».