SAN SEBASTIÁN 2018: APUNTES PARA UNA CRÓNICA

Pretender efectuar con plena satisfacción una visita rápida a un festival gigantesco como el de San Sebastián, incluso cuando las jornadas allí son varias y los visionados se suceden por decenas, supone para cualquier cinéfilo una ardua empresa. Abordar de forma parcial una programación de por sí imponente conlleva el descarte tajante de muchas de sus mejores propuestas, aunque también una mayor finura en la elección: la labor de desbrozar la parrilla, agudizada con los años, se antoja así más capital que nunca. En cualquier caso, fuera de estas disquisiciones, lo que frustra la corta estancia es la posibilidad de una crónica estructurada al uso, como la que en los últimos años hemos tratado de brindar desde esta misma página.

En Apuntes para una película de atracos, León Siminiani se aproxima a una figura de gran magnetismo, la de un ladrón de bancos regido por singulares códigos durante la crisis económica, para idear a través de ella la película noir que siempre había soñado, plagada de referentes. Sin embargo, tratándose del director de Mapa (2012), no cabía esperar otra cosa que la interposición de la realidad vital en su soñado encuentro con el carismático butronero ‘Flako’. Así, en el rico magma del documental confluyen fragmentos de otras ficciones, la segunda voz narrativa del ‘Robin Hood de Vallecas’ y, en la decisión más discutible y también más sincera por impulsiva, el diario del embarazo de la compañera del autor. El resultado de la película, como indica esa naturaleza cambiante, se antoja tan sugestivo como caótico, más unos apuntes de rodaje al aire del devenir de la realidad –siguiendo el glorioso modo que abanderó Pasolini– que un retrato cuajado del colosal personaje. De este texto tardío e impregnado lateralmente por diversas circunstancias, si tuviéramos el enorme arrojo narrativo de Siminiani, cabría esperar como ideal algo similar.

Apuntes para una película de atracos (León Siminiani)

Apuntes para una película de atracos (León Siminiani)

Nada más aterrizar en el festival donde se estrenó la obra de Siminiani –en realidad, bastaba hojear el catálogo para hacerlo–, volvía a constatar todo lo que ha evolucionado desde los años de mis primeras asistencias, allá por los albores de esta década. Si bien a nivel logístico nunca había conocido fisuras, por mucho que el acceso a ciertas sesiones sea cada año más codiciado entre los acreditados, en aquellos años asumíamos con algo de pesimismo la esencia inamovible del certamen, por entonces copado por el interés en la alfombra roja. En cambio, la situación actual nos indica que, bajo la misma batuta de José Luis Rebordinos, el programa ha ido evolucionando hacia una diversidad mucho más sana. Las mejoras se han mostrado nimias pero palpables en la Sección Oficial, y radicales en el caso de otras como Zabaltegi-Tabakalera o incluso Nuev@s Directores. Al fin, con sus aciertos e inevitables concesiones, el único festival español de Categoría A camina como mínimo al lado de sus homólogos europeos, lo cual, a la vista de las alarmantes carencias de programación que presentaron no pocas ediciones gobernadas por el conformismo y el incierto reclamo de nombres de capa caída, para nada es decir poco.

En tal marco, un año excepcional del cine español no sólo se ha visto recompensado con la Concha de Oro al siempre estimulante Isaki Lacuesta por su regreso al documental con Entre dos aguas, ni siquiera con el predecible aplauso crítico a Rodrigo Sorogoyen y Carlos Vermut por El reino y Quién te cantará. Las noticias más alentadoras han llegado en otras secciones, como de la mano de Celia Rico Clavellino con Viaje al cuarto de una madre (Nuev@s Director@s), sin duda una de las más destacables óperas primas del cine español en este lustro, inusual y brillante apuesta por una austeridad casi heredera de Chantal Akerman, pero con una madre y su hija arremolinadas en la mesa-camilla de una casa de pueblo, cautivas de la luz melancólica de Santiago Racaj y el preciso montaje de Fernando Franco; o en la misma sección con Oreina (Ciervo), auténtica rara avis de Koldo Almandoz (Sipo Phantasma, 2016), que sobre una base de ausencias narrativas y metáforas animales se dedica a trabajar, mediante largos trayectos, la idea de tránsito espacial en un paisaje guipuzcoano inhóspito. También hubo un espacio muy reseñable para este nuevo y heterogéneo cine nacional en Zinemira, el apartado dedicado a la producción vasca, con Mudar la piel (Cristóbal Fernández y Ana Schulz), otra ópera prima singular y de numerosas virtudes, humana como el sereno mediador que retrata y camaleónica como el espía de la foto borrosa cuya identidad huidiza se esfuerza en recomponer; o en Zabaltegi con Trote, el esquinado primer largometraje de Xacio Baño (Eco, 2015) en la Galicia interior, a vueltas con una idea animal del instinto culminada con sequedad en el marco de la Rapa das Bestas. Incluso en Perlas, sección usualmente reservada al cine extranjero, se exhibió Petra, el trabajo más reciente de uno de los mejores directores del país, Jaime Rosales, tras su estreno en Cannes.

Oreina (Koldo Almandoz)

Oreina (Koldo Almandoz)

De allí también llegó el japonés Hirokazu Kore-eda, un cineasta tan querido en San Sebastián, donde lleva más de dos décadas siendo ovacionado por cada uno sus trabajos, que recogió este año el Premio Donostia entre honores dignos de estrella mediática. El desmedido consenso que produce en los últimos tiempos su figura explica la reciente Palma de Oro a Shoplifters, una película cuya tibia ejecución del entramado moral en que se adentra admite pocos reparos, pero en la que sí cabe achacar al director de Still Walking (2008) la reveladora incapacidad de decantarse por ninguno de los dos senderos capitales de su filmografía: ni supone un regreso total al más crudo y responsable de su mejor etapa (Nadie sabe, 2004), ni pretende anclarse en la liviandad más o menos inspirada de su cine reciente (Nuestra hermana pequeña, 2015).

Así, como buenas obras de maestros pudimos ver poco más que Le livre d’image, un Godard crepuscular que –por fortuna– tiene menos de ruptura que de actualización del brillante continuo de su pensamiento en torno al estado global de las cosas, en especial de las totémicas Histoire(s) du cinéma (1988-98); Ash is Purest White, otro retrato de una China en ebullición de Jia Zhang-Ke, que remeda sus grandes obras pasadas sin echar de menos su brillantez y contundencia habituales; y la esperadísima High Life, obra tan fascinante como frustrante de Claire Denis, que encapsula en sus misteriosas imágenes la misma necesidad del regreso a ellas. Mediante este engañoso quiebro tonal de su obra, bajo una gruesa piel de ciencia-ficción carnal que no tiene tanto de Tarkovsky como de sus propias experiencias fragmentarias, Denis alcanzó la hondura que con un derroche de grandilocuencia no pudo obtener Naomi Kawase. Poco se mantiene vivo de la directora de Shara (2003) en el delirio a concurso de Vision, con una Juliette Binoche que parece ejercer de mediadora entre la cosmovisión japonesa y la europea, perdida en un hueco meollo impropio de alguien con un pasado tan memorable tras la cámara. Por otro lado, sería injusto no mencionar la pequeña y grata sorpresa del veteranísimo José Luis Cuerda con Tiempo después, saludable adaptación del recordado espíritu de Amanece, que no es poco (1989) a los tiempos del meme político, cuyos peores vicios esquiva uno a uno con lucidez y soltura.

Como no solo de ilustres puede ni debe vivir ningún festival, y para demostrar el creciente buen ojo de San Sebastián en la recolección de nuevos talentos, el nombre de Federico Veiroj resulta ejemplar. Sus cuatro obras se han proyectado en el Zinemaldia, todas en secciones diferentes, y el estreno en el marco de Zabaltegi de Belmonte, sin duda una de las películas más especiales de un año completo de cine, hace ya incontestables los méritos del uruguayo para ascender definitivamente a esa primera división por la que tres años atrás pasó El apóstata (2015). Si Veiroj es especialista en humanizar las pequeñas glorias de tipos grises desde una austera calidez formal, desde el país vecino Benjamin Naishtat opta por lo contrario para llegar a un puerto no muy lejano. Su filmografía propone una amalgama de recursos estilísticos dispares, siempre situados a la vista para crear la sensación de que algo se encuentra fuera de lugar y acecha sin pausa. Su tercer largometraje Rojo, gozosamente representado en el palmarés, ajusta esta tendencia al formalismo para introducir una brillante recreación de época y sobre todo un subtexto político, el de las desapariciones en la dictadura argentina, oculto tras la superficie de lo cotidiano. En ese sentido, la película maneja la integración estructural del horror sin los impostados dejes hanekianos de su irregular debut en Historia del miedo (2014), tras cuyas imágenes ya se intuía un talento al fin confirmado en una obra madura y compleja. Para continuar esta encomiable senda, dos noveles a anotar llegaron desde la otra punta del globo: el joven nipón Hiroshi Okuyama, con la insólita y tierna, si bien profundamente imperfecta, Jesus, vencedora de un renacido concurso de Nuev@s Director@s; y el tailandés Phuttiphong Aroonpheng, responsable de la hipnótica y sensorial Manta Ray, que puede decirse uno de los hallazgos de esta edición pese a haber provenido ya de destacar en Venecia.

Rojo (Benjamin Naishtat)

Rojo (Benjamin Naishtat)

Este notable nivel del cine asiático vino también refrendado por la segunda película del chino Bi Gan (Kaili Blues, 2015). Su cacareada Long Day’s Journey Into Night es, en efecto, una muy buena obra, que sortea los peligros de la mera floritura técnica mediante una construcción insólita y melancólica resumida en su plano final. Esa bengala encendida, desafiando con magia su naturaleza fugaz del mismo modo que el largo plano secuencia en 3D hace con la memoria maldita del protagonista, se sumó a otros desenlaces dignos de permanecer en el recuerdo, cuando no de otorgar pleno sentido a un preludio mediocre. Es el caso de la última escena de Familia sumergida (María Alché), debut tras las cámaras de la protagonista de La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), que trata de filmar el desconcierto con técnicas de fragmentación similares a las de la autora de aquel film, pero sobre todo hereda de ella su inigualable capacidad para asestar una estocada final, aquí en el memorable último encuadre de la cámara de Hélène Louvart sobre el personaje de Mercedes Morán, una mujer en recomposición. Para The Sisters Brothers, película híbrida de Jacques Audiard en la que no es fácil reconocer la impronta mutante del autor de Un profeta (2009), el último vuelo de la cámara también lo es todo: después de un largo tramo gobernado por promesas de quietud en medio de una seca violencia, el regreso a la casa materna apacigua a dos personajes retratados en toda su ternura y dimensión humana, herencia esa sí del mejor western. También destacables son sus bellos títulos de crédito, en los que bajo la música de Alexandre Desplat confluyen como productores los Dardenne, Cristian Mungiu y Enrique López Lavigne: pocos frutos tan felizmente extraños se habrán concebido este año dentro de la industria.

Durante el viaje de regreso, mientras todavía se proyectaban películas en el Kursaal –sin ir más lejos, la postrera Concha de Oro, Entre dos aguas–, una última imagen daba inequívoca cuenta de la fugaz pero intensa experiencia festivalera: los cuerpos en flotación espacial de High Life, huella imborrable de una obra a la que se hace necesario volver, permanecían ingrávidos a su vez en mitad del aturdimiento. Por entonces ya era tarde para seguir con los visionados; a tenor de lo ya vivido, no parecía muy necesario que el final del relato fuera distinto de esa imagen a revisitar, síntoma de que aún volveremos muchos septiembres a San Sebastián.

High Life (Claire Denis)

High Life (Claire Denis)

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