Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

¿Es siquiera posible cambiar las cosas? El deseo de desmontar la casa del amo tiende a revelar que no poseemos más que las herramientas del amo, y que nuestra noción de qué es una casa es indisociable de nuestra experiencia hasta el momento. El propio ‘afuera’ en el que imaginamos la construcción de un presente revolucionario está profundamente condicionado por las ventanas desde las que observábamos. Los futuros que soñamos se sostienen sobre los cimientos del pasado que sufrimos: nos preguntamos unas a otras quién podrá ser el poeta de la comuna, como si no hubiese una alternativa a la división del trabajo; intentamos que nuestros desengaños amorosos se conviertan en (o, al menos, que coincidan en el tiempo con) episodios de la más absoluta y primaria revolución íntima, en los que por fin dejamos de regirnos por los supuestos del amor romántico. Estas derivas, aunque sea mediante un mecanismo de negación, siguen contaminadas por el capitalismo y el pensamiento monógamo. 

Este mismo problema es lo que desarticula con frecuencia el ecodrama cinematográfico: la visión romántica de las sociedades rurales como realidades idílicas, donde los vecinos son buenos y todo el mundo ha recibido la revelación espiritual que la vida en la gran ciudad no permite alcanzar, es fruto del pensamiento urbano. En esta fantasía escapista —absolutamente comprensible, por otra parte— la mierda animal no huele, la comunidad es un ente monolítico sin posibilidad de fractura ni enfrentamientos internos, y la rutina del trabajo manual no deja espacios por los que pueda colarse la sensación de vacío existencial de la que todas somos víctimas de vez en cuando. Quizás el movimiento más elegante de Ryusuke Hamaguchi en Evil Does Not Exist (2023) es, junto con el trabajo de cámara y la relación simbiótica que la imagen mantiene con la banda sonora, saber alejarse un paso más del conflicto y no caer en fantasías pastorales. Idealizar es también, no perdamos esto de vista, un reduccionismo violento.

La propuesta resulta engañosa, en tanto que nada en la trama parece desviarse siquiera un milímetro de los márgenes habituales de las narrativas que confrontan vida moderna y tradición: el pueblo de Mizubiki, oculto en las montañas, va a ver su pausado estilo de vida alterado por la irrupción repentina de una agencia de talentos que, motivada por las subvenciones gubernamentales pospandemia, planea construir un complejo de glamping en el que acoger a turistas ansiosos por experimentar un tranquilo retiro campestre. El conflicto se desarrolla en tres actos claramente definidos y apenas requiere de personajes. Takumi, el ‘manitas’ del pueblo, y su hija Hana sirven como representantes de toda la población de Mizubiki. Takahashi y Mayuzumi son la voz de la compañía y, por extensión, de la ciudad y el crecimiento económico. Todo lo demás (el bosque, la nieve, las breves pero fundamentales apariciones de los vecinos) no son más que el decorado donde se desarrolla la acción.

Lo que evita que Evil Does Not Exist se convierta en la fábula mil veces revisitada de los avariciosos empresarios derrotados por los joviales, simples y honestos campesinos es la capacidad de Hamaguchi para comprender que la idea de un enfrentamiento entre la absoluta bondad y la maldad más abyecta es una ficción destinada a proyectar una ilusión de orden en un mundo inmenso y confuso que resulta, en ocasiones, abrumador. Esta es la clave que yace en el núcleo del film: las verdades más fundamentales de la existencia carecen de una lectura moral o una enseñanza oculta. El agua fluye ladera abajo, como señala acertadamente uno de los vecinos del pueblo durante la reunión en la que se les presenta el proyecto de construcción del glamping, y los residuos que vertemos en ella afectarán a nuestros vecinos. Los ciervos salvajes pueden atacar cuando están heridos. El capitalismo es una fuerza de corrupción imparable y una vez que ha alterado el delicado equilibrio de una estructura social solo queda esperar a que esta caiga en desgracia y colapse. Todo esto sucederá ante nuestros ojos. No porque tenga la finalidad de transmitirnos una lección fundamental sobre la naturaleza humana, sino porque las cosas no pueden ser de otra forma.

Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

Evil Does Not Exist no es una película sobre las bondades del campo, sino una tragedia sobre la pérdida absoluta de significado en la sociedad actual, que ha hecho de todo un espectáculo y ya no tiene hacia dónde escapar de sí misma. 

Es imposible transmitir una cuestión tan sutil —la idea de que nuestro sistema socioeconómico está condenado, y frente al fin del mundo no podremos hacer más que observar— sin moverse infinitamente despacio. La atención y la paciencia con la que se nos presentan las rutinas de Takumi, cortando leña, recogiendo agua o caminando entre los árboles, convierten el primer acto de la película en el sustrato perfecto del que hacer brotar la inquietud cuando la ambición corporativa hace su aparición. El film necesita, sin posibilidad alguna de negociación, de las pausas, y no se reprime ni un instante a la hora de construirlas, ya desde la secuencia inicial, donde una cámara en contrapicado perfecto se desliza con precisión clínica bajo los árboles durante cuatro minutos. Esta declaración de intenciones marca un tono que se mantendrá durante la hora y media larga que dura la película. Observamos, desde la distancia, los procesos en el espacio a través de los que se construye la vida diaria. Los cuerpos, infinitamente pequeños frente a una naturaleza indiferente, caminan, se agachan, avanzan. Vuelven a casa, encuentran plumas, identifican árboles, se reúnen con sus semejantes para intentar enfrentarse a la contaminación del suministro de agua. La cámara, que tiende a obtener una suerte de corporalidad propia en estas observaciones tan minuciosas, se resiste a ser partícipe de las pasiones humanas y opta por desmaterializarse completamente, convertida en pura mirada, y flota sobre el suelo o se adhiere a la parte trasera de un coche. Es este tratamiento de la imagen, más incluso que cualquier línea de diálogo, lo que revela que todo lo que entendemos como natural e inescapable es en realidad una construcción humana.

Hamaguchi renuncia a todo artificio y construye esta verdad tan ineludible como inquietante con las escasas piezas que ha presentado desde el principio. Una vez que nos adentramos en el segundo acto no existe ya posibilidad alguna de redención: no se introducirán nuevos personajes, el bosque será el mismo hasta el final. El clímax de la película resulta especialmente amargo porque no podemos hacer, como espectadores, nada más que aceptarlo con resignación. Ya no queda nada más. Solo la banda sonora de Eiko Ishibashi, solo la cámara fría registrándolo todo. Solo el paisaje infinito y la consciencia de que no existe un mundo al que escapar.

Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

Evil Does Not Exist, de Ryûsuke Hamaguchi

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