SAN SEBASTIÁN 2019: A CABALLO GANADOR

I.

Regresar un año más al Festival de San Sebastián, aunque sea por unos días y por tanto con la visión parcial del mismo que impregnará estas líneas, supone para el que las firma reencontrarse con cierta idea iniciática del cine. Por mucho que el bagaje se asuma mucho mayor, y la programación sea más heterogénea que a comienzos de la década, muy reforzada por el soplo de aire fresco que trajo consigo la apertura de Tabakalera, las sensaciones que despiertan los maratones a la orilla de la Concha no han cambiado demasiado. Uno casi podría aún, de forma inconsciente y sin que esta división entrañase ningún prejuicio sobre la obra, formar dos grandes grupos de películas: uno de ellos vendría precedido por cierta expectación gracias a la trayectoria de su autor o su proyección en otros lugares, el segundo supondría una incógnita absoluta y habría de distinguirse como una apuesta del festival. Si el buen resultado de lo primero, jugando sobre seguro, se da casi por hecho, es en este último grupo donde suelen hallarse las principales flaquezas del Zinemaldia, existentes en la sección de Nuevos Directores –aunque a menudo ignorada por los medios, una de sus grandes bazas, formada en su totalidad por estrenos en Europa– y aún presentes en el usualmente tibio, aunque ni mucho menos descendente en comparación con otros, nivel de las películas a concurso.

Del mismo modo, la recepción general de muchas obras sigue siendo a todas luces predecible. Si en 2017 The Disaster Artist (James Franco) se convirtió en un hito reciente del festival por su cómica humanización de un tipo catastrófico, los precedentes con los que Zeroville llegaba al festival hacían presagiar el extremo opuesto, injustamente marcado por las expectativas. Y así sucedió. Algunas de las loas casi unánimes que recibió entonces la cinefagia de Franco, guiadas por su pasional reivindicación de lo imperfecto, se convirtieron ahora en encendidas críticas a una película que no es otra cosa que un sublime retrato del despropósito, cuya forma es en sí la obsesión a la que pueden guiarnos las imágenes. Así, si su predecesora –o sucesora, teniendo en cuenta los años en el cajón– era un homenaje a lo mugriento realizado desde unas formas convencionales, Zeroville gira la ecuación y mira hacia la supuesta condición inmaculada del Hollywood clásico con unas hechuras de llamativa imperfección, repletas de citas básicas y anacronismos, y en las que cabe desde David Lynch hasta dos gloriosos insertos de Will Ferrell cantando con aroma a Adam McKay. A juzgar por el dispar recibimiento crítico de la nueva y más compleja obra de Franco, se intuye que lo que entusiasmó de The Disaster Artist no fue tanto, como se dijo entonces, su mirada tierna hacia un cine lejos de los estándares, y sí más su agradecido carácter de comedia inspiradísima en medio de un terreno tantas veces asolado por un cine de seriedad mal entendida.

Zeroville (2019, James Franco)

Porque, junto a la agradable presencia de Zeroville (fuera de competición por exigencias), la Sección Oficial de esta 67ª edición lucía como una gran incógnita. Sin el contrapeso que en los últimos años supusieron nombres como los de Claire Denis, Nobuhiro Suwa, Bertrand Bonello o Hong Sang-soo, el foco volvió a situarse en la cosecha del cine español. Obviando Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar), que se llevó de antemano los titulares, destacaron con fuerza en el concurso La hija de un ladrón (Belén Funes) y La trinchera infinita (Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga), dos obras más que interesantes dentro del panorama, si bien un peldaño por debajo de las destacadas de pasadas ediciones. La primera, suerte de remedo de la obra de los hermanos Dardenne en Barcelona, y justísimo premio de interpretación para Greta Fernández, hija en la vida real de un Eduard tan brillante como de costumbre, es una prometedora ópera prima que en todo momento derrocha destreza en sus matizadas renuncias narrativas. Quizá se le pudiera hacer el reproche de llegar algo tarde, pero en realidad viene a cubrir un hueco bastante desierto en nuestro cine: si los autores de Rosetta (1999) crearon escuela dentro del retrato social, fue más en otros lares que en España. Más sorprendente aún, si tenemos en cuenta el precedente de Handia, es el resultado de La trinchera infinita (Mejor Dirección y Guión), película sin apenas fisuras en su acercamiento a un hombre oculto durante décadas en su casa andaluza tras el estallido de la Guerra Civil. La propuesta del trío vasco destaca ahora más por su cierta sobriedad que por los desafortunados excesos de aquella, si bien nunca pretende despegarse de algunos convencionalismos narrativos ni de la veneración absoluta hacia un actor, Antonio de la Torre, que vuelve a lucir sólido incluso en las condiciones menos halagüeñas.

En oposición al buen recibimiento de estos dos films, la otra obra más loable que pudimos ver en el concurso pasó más inadvertida, tanto en las reacciones generales como en el palmarés. La aspereza de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (José Luis Torres Leiva), sobrecogedor retrato de la desolación a la par que tratado sobre cómo filmar el rostro, no complació en un concurso acostumbrado a otra clase de tragedias, y más teniendo en cuenta los desiguales coqueteos del director chileno con el universo onírico de la moribunda protagonista. Pero la apertura y el cierre de la obra de Torres Leiva resultan mucho más memorables que cualquiera de los momentos de A Dark-Dark Man (Adilkhan Yerzhanov), intento más bien fallido de mezclar en la estepa kazaja un noir forzadamente excéntrico con la herencia cómica de Tati que asimiló Bruno Dumont en su etapa reciente –referencia obvia y nada escondida–. Algo parecido podría decirse de las aceptables Thalasso (Guillaume Nicloux), que no pasa de broma estirada y más que simpática en su intento de equiparar a Michel Houllebecq y Gérard Dépardieu con unos Laurel y Hardy modernos; y Patrick (Gonçalo Waddington), ópera prima que trunca su supuesta esencia sugerente y esquiva con los torpes excesos explicativos del acto final. De la Concha de Oro (Pacificado, del brasileño Paxton Winters) no podemos hablar: por tercer año en los últimos cuatro, el regreso a casa fue sin haber visto la película triunfadora en el palmarés. Y, de la infame Rocks (Sarah Gavron), mejor no hacerlo.

Zombi Child (2019, Bertrand Bonello)

II.

Por suerte, a pesar de estos aciertos parciales de la Sección Oficial, el principal reducto de todo cinéfilo dentro de la programación seguía en Zabaltegi-Tabakalera, ese espacio que desde su renovación en 2015 eleva el programa al nivel de las grandes citas mundiales. Sin alcanzar la excelencia de otras ediciones, allí se pudieron ver algunas de las mejores obras del festival, comenzando por Zombi Child (Bertrand Bonello), una de las muestras más elocuentes de que su director es uno de los puntales del último cine francés. De las calles de Haití a un internado francés, el autor de Nocturama (2016) disecciona las relaciones de poder entre ambos marcos a la vez que penetra con respeto en un terreno, aunque con Tourneur en la mente, que el cine hegemónico apenas ha sido capaz de descifrar: la magia negra caribeña, mostrada aquí como reverso tenebroso, con forma de terror puro, de los caprichos barnizados de humor de un grupo de niñas bien parisinas.

Un evidente puente se podría tender entre la película más gozosa del festival y otra de naturaleza no menos híbrida, el debut en formato largo de Mati Diop (Mille Soleils, 2013), responsable de una de las obras de cortos y mediometrajes más sugestivas de la última década. En Atlantique su brillante estilo intuitivo y conciso se amolda a una estructura y lenguaje visual más esquemáticos, aunque siguiendo las temáticas que vertebraron su obra anterior, el dilema entre marcharse de África en busca de una vida mejor o quedarse anclado para siempre en las raíces. La novedad está en la adaptación al medio, llevada a cabo de forma originalísima. Aquí, los espíritus de quienes fallecieron en el mar toman vida en busca de zanjar cuentas pendientes, y, si bien la labor tras la cámara de Diop brilla menos que en su obra previa, esta manera desprejuiciada de encarar la mezcla de géneros hace pensar aún en una gran directora de futuro. Por último, para cerrar esta atípica suerte de trilogía zombie, en Répertoire des villes disparues (Denis Côté) el cineasta quebequés, con su peculiar apatía, se muestra tan talentoso a la hora de filmar en celuloide los paisajes nevados de su tierra natal –es difícil obviar la penetrante grandeza de dos planos concretos, ubicados en la apertura y el cierre– como tibio cuando se trata de desarrollar el regreso de los muertos a la pequeña localidad: el humor cortante de Vic+Flo Saw a Bear (2013) queda algo lejos, si bien no su capacidad de desconcierto. En cualquier caso, lo más placentero de esta sesión fue la agradecida compañía del corto Leyenda dorada (Chema García Ibarra, Ion de Sosa), cuyo costumbrismo marciano sería capaz de compensar con creces la indiferencia hacia cualquier largometraje.

Répertoire deas villes disparues (2019, Denis Côté)

Si forzamos la máquina, en cierto modo también habla de muertos vivientes la ya veterana Angela Schanelec en I Was at Home, But…, obra que ritualiza el comportamiento humano en busca de delatar las rutinas mecánicas que dominan nuestros días. Echando mano de su usual estilo austero y fragmentado, que deja calar verdades lentamente pero sin remisión, hay que dar fe de que la alemana consigue una afiladísima disección de conductas. Con una caligrafía mucho más cristalina, pero sin alejarse un ápice de esa voluntad de alcanzar lo esencial, Damien Manivel persigue en Les enfants d’Isadora la idea del arte y la belleza como motor del mundo y vehículo de conexión entre individuos, y logra concretarla en una hermosísima secuencia que acaricia los rostros de quienes contemplan la escenificación de una obra de esa Isadora Duncan a quien hace referencia el título. Sin embargo, lo que acontece antes y sobre todo después de ese momento cumbre sirve poco más que al propósito de recalcar tal idea, y convierte la película, apreciable y nada exenta de calidez, en el trabajo más irregular hasta la fecha del autor de la sugerente Le parc (2016).

También consigue ser coherente con su obra anterior, pese a los riesgos de contar con un presupuesto mucho mayor y una temática en principio chocante con su trabajo previo, el uruguayo Federico Veiroj en Así habló el cambista. Tras un aparente relato de desfalcos financieros, que deja un sinfín de títulos populares en la memoria, se sitúa lo que realmente acaba resultando medular en la obra: el vínculo a través de las décadas del matrimonio que forman sus dos personajes principales –de nuevo, la vida gris–, interpretados por Daniel Hendler y Dolores Fonzi, y el modo amargo de ese cambista del título de delatar su mediocridad humana por encima de las ingentes cantidades de dinero que amasa. También está presente el estilo inconfundible de Veiroj, que oscila entre la fábula surreal y el inexpresivo humor costumbrista, y, aunque el espacio que le otorga pueda saber a poco viniendo del autor de las excelentes La vida útil (2010) o Belmonte (2017), contemplar su firma a salvo en tal empresa es un logro que no conviene despreciar. No tan afortunado, tras la firme promesa de Closeness (2016), se muestra Kantemir Balagov en Beanpole, una película casi opuesta, cuya corrección encaja difícilmente con su modo apenas ortodoxo de entender la puesta en escena. Lo que antes era intuición y fluidez denota en esta ocasión un encorsetamiento académico nada sugestivo, aunque por suerte la voraz relación de dependencia entre las dos mujeres protagonistas, bien capturada, acaba salvando el film del desastre.

En un caso opuesto, la atmósfera de The Wild Goose Lake (Diao Yinan) es incapaz de justificar todo lo que gravita alrededor de ella, más que el notabilísimo empeño formal por deconstruir tipos del noir clásico dentro de esa China hecha trizas que con tanta precisión está retratando una generación entera de cineastas. Entre ellos podría ubicarse vagamente a Wang Xiaoshuai, aunque en So Long, My Son no despunta por su discurso político ni por su labor tras la cámara, más que cumplidora pero no tan remarcable como la de muchos de sus compatriotas, sino más bien por el brío de una narración fluvial, siempre tendente a la emotividad, que aborda varias décadas de dos familias marcadas a fuego por una tragedia. Su decidida apuesta por el sentimiento poco tiene que ver con la de Amazing Grace (Alan Elliott, Sydney Pollack), rescate de un peculiar concierto filmado de Aretha Franklin en 1972. En ella, la energía casi divina que captura la cámara no hace esquivar algunas cuestiones sobre la naturaleza mitómana del producto, que en aquel momento habría podido resultar a buen seguro más popular pero nunca aclamado como el objeto extraño que no es.

La inocencia (2019, Lucía Alemany)

III.

Remitiéndonos para acabar al primer apartado de este artículo, si a un festival tan amplio hay que pedirle hallazgos, algo que en uno de categoría A que además alberga una sección entera dedicada a nuevas voces sería el mínimo exigible, la parte que nos tocó de este Zinemaldia, incompleta pero significativa, estuvo marcada por la triste escasez de los mismos. En este capítulo apenas podríamos hablar como debuts de La inocencia (Lucía Alemany), que compensa sus esquematismos de coming-of-age con desparpajo y frescura inusuales a la hora de retratar las dinámicas sociales de un pequeño pueblo valenciano; de Las letras de Jordi (Maider Fernández Iriarte), mínimo y respetuoso acercamiento documental a dos terrenos vedados a la mayoría de cineastas, el de la discapacidad y el de la religión; o de The Giant (David Raboy), obra de terrores adolescentes filmada en unos granulados 16mm, cuya inequívoca voluntad de estilo onírico se ve lastrada por un vago hilo que no cesa de girar sobre sí mismo durante dos horas. Incluso la Cámara de Oro a mejor ópera prima en el último Cannes, Nuestras madres (César Díaz), proyectada en Horizontes Latinos, ofrece muy poco más que una mirada concisa hacia la memoria histórica de la guerra civil en Guatemala.

Con semejante panorama, no cabe otra cosa que finalizar este texto hablando de dos de las mejores películas del festival, ambas incluidas por lo evidente de sus méritos en una sección de Perlas con cierta tendencia a distinguir también un cine más conservador. O que arde (Oliver Laxe) es una obra única, que utiliza su extrañísima capacidad de aunar lo incontrolable del fuego destructivo con la calmada intimidad del hogareño, ambos captados por la lente cada vez más prodigiosa de Mauro Herce, para retratar de forma soberbia las rutinas de Benedicta y Amador, personaje que en las antípodas de ser condenado brilla por sus ambigüedades. El resultado, que baña el crepúsculo de la tierra con un halo de misterio, es sin duda es la mejor película del autor hasta la fecha, del mismo modo que Parasite (Bong Joon-ho) encuentra por fin el equilibrio en el cineasta coreano, majestuoso en su tratamiento del espacio, incisivo en el recurrente discurso social y del todo mordaz en el ineludible exceso. Si concedemos cierto valor a los premios, podemos decir que Cannes no conocía una ganadora tan lúcida desde hacía varias ediciones. Debatir si el festival de San Sebastián, cita cada vez más incontestable y enriquecedora en su papel de síntesis y puerta de entrada estatal a los títulos de la temporada, puede estar todavía condenado a heredar los aciertos y errores de aquellos certámenes A que se le adelantan en el calendario, se antoja otra historia muy diferente.

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