HOLY MOTORS, de Leos Carax

LA VIDA INMANENTE

Holy Motors es una película con un marcado ‘pathos’, una pasión muy densa que apenas deja resquicios al espectador para padecer, según su albedrío, las imágenes que se le presentan –seguramente esa sea una de las razones por las que le es tan fácil a Leos Carax irritar al público (así como a los productores, a tenor de lo que le ha costado volver a embarcarse en esta auténtica iluminación, una flecha lanzada al futuro)–.

Una risa que les devuelve a casa, sin nosotros.

Es demasiado…, muestra una imagen demasiado negativa de…”, me comentaba mi acompañante al salir del cine. “¿De qué?”, le pregunto yo.

Porque, aunque fuera cierto, aunque fuera demasiado… ¿negativa?, demasiado, en todo caso, al menos habla de eso; sea lo que fuera eso. Es verdad que yo tampoco empatizo completamente con esa desesperación ante…, ¿qué?

Sin embargo, ahí radica en mi opinión el valor de esta iluminación, de este relámpago de sentido, en que “habla” de eso. En que se aventura a recorrer, con sus imágenes, un espacio mental que, acaso, no haya sido hollado nunca –o, al menos, no muy a menudo–.

De alguna manera, películas como esta (su pariente cercano, Inland Empire, o, en menor medida Mulholland Drive, en la que también aparece la limusina, -¿significante privilegiado de lo que se nos avecina?- es decir, cine no narrativo en salas comerciales), películas como esta, digo, invitan a hablar de ellas, a destriparlas, mucho más libremente que otras películas, digamos, narrativas. Existe una materia de las imágenes ineludible a la hora de re-imaginar la película, pero la orfandad ante la posibilidad de una interpretación privilegiada resulta liberadora, una vez que uno se acostumbra a la incomodidad que esto pueda provocar.

Como mínimo, dos vidas.

Haciendo uso de esa libertad, y entusiasmado por las imágenes, diré que el tiempo de vivir una vida se ha terminado –aunque aún no nos lo creamos–. Una vez que somos conscientes de ello, de que estamos viviendo una vida, la vida que nos ha tocado vivir, la que hemos tenido que elegir, inadvertidamente, en algún momento, y que excluye otras vidas, una vez que somos conscientes de ello, entonces, deja de sernos posible vivir una vida. Nos pasa como al actor de estas películas sin cámara que “producen” las holy motors (¿película sin espectadores?, ¿sin vida real a la que hacer referencia?, ¿pura inmanencia?). Representar un papel, reproducir una determinada realidad (sea la virtual, la de el noir en el ámbito portuario, el horror de la adolescencia, la feminidad en las religiones monoteístas, las calladas pasiones decimonónicas,…) se ha convertido ya en una rutina tal –aunque no seamos todavía conscientes de ello– que es indiferente qué vida y qué realidad sea esta. La representación cinematográfica consciente de sí misma. Una vez que se alcanza cierta autoconciencia, esta ya ha volado hacia otra cosa, algo que todavía no sabemos lo que es. Los espectadores están dormidos y la representación ocurre al margen de su percepción, en la misma sala en donde yacen inconscientes.

Mundos que están en este.

La vida de cada uno, las elecciones ineludibles que van limitando el camino de una vida, hasta encontrarte, en la madurez, con que esta es tu vida. Una práctica cultural, la de interpretar cómo será, es y ha sido tu propia vida, tan ligada al mecanismo ancestral de la narración.

El tema de la representación –cinematográfica, teatral– aparece en toda su materialidad a lo largo de la película (pocas veces se ha filmado con mayor detalle y paciencia el trabajo de maquillaje del actor, su sudor y el pegamento que sostiene sus postizos). Una caracterización tras otra, hasta ser estas indiferentes entre sí, un oficio ya sin espectadores, o, al menos, sin la seguridad de saber quién sean estos, o cuál sea su disposición (¿están disfrutando libremente del espectáculo?, ¿están siendo inducidos a algo, por el contrario?; no podemos estar seguros de ello, hemos perdido el contacto, tan solo nos relacionamos con unos misteriosos productores, mientras nos movemos en unas máquinas sagradas completamente autosuficientes –y también avocadas a desaparecer, por otra cosa, sospechan–).

Perdido el contacto, diagnóstico desconocido.

Holy Motors incita a una reflexión epocal. Al menos eso vamos sospechando a medida que avanza el metraje, y los compañeros de reparto de la última representación que le espera a nuestro crepuscular actor no hacen más que confirmarlo. Una reflexión radical, posthumana incluso, como se empieza a decir desde hace pocas décadas. Existe también un cierto trabajo encaminado a que aparezca el fenómeno de la representación cinematográfica en todo su espesor, un espesor que se ha ido formando tras décadas acostumbrando al ojo a unos ciertos reflejos, desde las primeras imágenes del cine en blanco y negro, simple imagen en movimiento, la de un hombre corriendo, hasta la autoconciencia del mismo en esa lyncheana sala de cine.

El fantasma de las narraciones pasadas.

Es curioso como se logra en el cine actual hablar de ideas, una vez abandonado el camino del montaje intelectual de Einsestein. La reflexión debe estar anclada en la experiencia para que esta sea aceptada por nosotros, espectadores del siglo XXI. No podemos renunciar a la identificación existencial, tenemos que vivir la historia para aceptar el pacto que nos propone la película. Tacharíamos de panfleto político, de experimento con imágenes, de vídeo-arte, el trabajo de quien se atreviese a hacer ahora mismo el Acorazado Potemkin. Si queremos hablar de ideas tenemos que vivirlas, y si estas ideas son nuevas habrá que vulnerar la práctica narrativa. Fascinante época en la que todo empieza a ser inmanente.

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